El Puente de San Martín

A mediados del siglo XIV comenzó la guerra civil que enfrentó a don Pedro I con su hermanastro don Enrique de Trastámara, hijo bastardo de Alfonso XI. Pese a que todo el territorio peninsular estaba involucrado en la contienda, Toledo jugó un papel muy especial, ya que fue el lugar elegido por el de Trastámara para firmar un pacto de alianza con Francia. Pedro I, que tenía el centro de su gobierno en la ciudad, no veía con buenos ojos que su hermano hiciera uso de ella para pactar con el país vecino, lo que propició duras y sangrientas batallas en Toledo. Don Pedro logró hacerse enseguida con el control de la ciudad, pero no pudo evitar los continuos ataques de su enemigo. Como defensa estratégica decidió minar el arco central del puente de San Martín con una bastida, e impedir de esta manera la entrada del enemigo por el Este de la histórica ciudad.

Fruto negativo de esta contienda civil fue la masiva destrucción de monumentos, entre los que se encontraban el castillo de San Servando, la puerta del Sol y el puente de San Martín.

Tres décadas después, ya con la paz restablecida, el arzobispo don Pedro Tenorio, obsesionado por reparar todos los monumentos deteriorados, se propuso reconstruir el viejo puente. Para ello hizo llamar a un arquitecto de renombre, afamado por su capacidad de reconstruir edificios ruinosos, y le encomendó la misión de volver a dar al puente el uso que reclamaban los vecinos. Acordado el precio y la duración de la obra, el artista se comprometió a construir la obra con esmero y en el plazo más breve establecido.

Pasaron los primeros meses de la obra y el adelanto era palpable, pero el afamado arquitecto, alegre y comunicativo por lo general, había perdido su buen humor y aparecía más huraño de lo que en él era habitual. Cuando por la oscuridad de la noche no podía continuar su trabajo volvía a su casa sin que nadie pudiera arrancarle una palabra, y mucho menos una sonrisa. Sus amigos le preguntaban acerca del cambio de su carácter sin obtener respuesta satisfactoria. No acertaban a explicárselo, ya que la obra avanzaba a pasos agigantados y no era lógico que un hecho tan próspero le produjese tal pesar. Sin embargo su preocupación se acrecentaba día a día.

Posiblemente nunca se hubiera sabido el motivo si el célebre arquitecto no hubiera tenido una mujer que, día tras día y noche tras noche, le preguntara qué era lo que le ocurría. Esta mujer amaba a su marido, y por ello veía con inquietud la tristeza que se había apoderado de éste y la impotencia al tratar de consolarle.

La ingrata historia no nos ha dejado el nombre de esta dama, pero si no hubiera sido por su empeño no conoceríamos el problema de su marido. Encontró muchas negativas, pero sus lágrimas fueron más fuertes que la terquedad del arquitecto, quien al final confesó el motivo de su malestar con la vergüenza en su rostro y lágrimas en sus ojos:

No sé cómo contártelo –decía sin atreverse a alzar la vista-, pero al trazar el puente he tenido un enorme error en mis cálculos. ¡Yo que nunca me equivoco!. Varias veces e intentado subsanarlo, pero no encuentro la forma de hacerlo. Noches en vela he tratado de encontrar la respuesta, pero es demasiado tarde. Cuando sea retirado el armazón de madera que sostiene el arco central toda la obra vendrá abajo. ¿Sabes que quiere decir eso?. ¡Quedaré deshonrado para siempre!. Y lo que es peor aún, ¡posiblemente me condenen a la cárcel por mi ineptitud!.

La mujer, que escuchó atentamente las explicaciones del artista, trataba de consolarle y prometió ayudarle buscando un medio para evitarle el mal trago que supondría el derrumbamiento del puente. Viendo la desazón de su marido, le dijo:

No te preocupes, ya verás como encontramos una solución entre los dos.

El hombre, que hasta ahora no había levantado la cabeza, miró fijamente a su esposa, y haciendo un enorme esfuerzo para mantener la mirada dijo:

 –¡La muerte, la muerte es mi única esperanza contra el deshonor que me espera!.

Habían pasado algunas noches de esto y los toledanos dormían en plácido sueño. La oscuridad se había hecho dueña de la ciudad, contrastada únicamente por una silueta que portaba una tea encendida. Aquella figura se dirigió al puente en reconstrucción y cruzó por los andamios de madera hasta llegar al arco central. Se trataba de la mujer del arquitecto, que semejante a un fantasma se movía con rapidez aplicando la tea al andamiaje y alejándose después de aquel lugar con paso veloz.

Ardió el maderamen con toda facilidad, se reflejó un resplandor anaranjado en las aguas del río, se oyó un fuerte crujido y se derrumbó el armazón de madera arrastrando consigo el arco que sostenía, quedando el monumento tal y como estaba meses atrás.

Al amanecer toda la población se agolpaba en las dos orillas para contemplar lo que todos achacaban a un accidente fortuito. Entre los observadores se encontraban el arzobispo don Pedro Tenorio, el arquitecto, y su mujer, que sonreía a su esposo con complicidad. Se acercó el arzobispo al arquitecto y le comunicó que las obras deberían comenzar otra vez, con el mismo empeño y en el precio convenido.

Aprendida la lección de su error, el arquitecto reparó todos los defectos que contenían sus primeros cálculos, y abrió el puente al servicio de los vecinos poco tiempo después.

Una vez concluida la obra, la esposa del arquitecto, víctima del remordimiento, pidió una audiencia a don Pedro Tenorio para confesarle la verdad de lo ocurrido. Y el arzobispo al escucharla la perdonó y alabó por el sacrificio realizado para salvar a su esposo.

Y como recompensa, para perpetuar la memoria de tal dama que podía servir de ejemplo a las mujeres de su época, hizo poner sobre la clave del arco central del puente la imagen en piedra de la protagonista de tan fantástica historia.

Imagen sobre el arco central del Puente de San Martín en el que los más romáticos creen ver la figura de la mujer del alarife

Sobre relato de Eugenio de Olavarría y Huarte en “Tradiciones de Toledo”

El Arroyo de la Flor

En la orilla derecha del Tajo, unos metros aguas arriba del puente de San Martín, existe un curioso edificio al que conocemos con el nombre de “Casa del Diamantista”. Tal denominación procede de la época de Pedro I “el Cruel”, cuando tenía allí su morada un joyero llamado Siluk, poseedor de las joyas más bellas y valiosas de todo el reino. Gran fama había alcanzado la colección de perlas, diamantes y otras piedras preciosas que el prestigioso orfebre había acumulado a lo largo de toda su vida. Pero otro tesoro, con mayor primor que el anterior si cabe, era el orgullo principal de Siluk. Se trataba de Sara, su bella esposa, con la que había contraído matrimonio poco tiempo atrás y con la que era totalmente feliz.

Pero como la dicha no dura eternamente, quiso la desventura que hasta el monarca llegaran comentarios sobre la inigualable belleza de Sara. Por este motivo, y bajo falsos pretextos, acudió a casa de Siluk, para poderla ver por sus propios ojos.

No puedo creer que se trate de vos –exclamó el joyero cuando vio a don Pedro cruzar el umbral de la puerta-. ¿A qué debo el honor de tan importante visita?.

He venido –respondió el rey ocultando sus verdaderas intenciones-, porque me han asegurado que posees las más valiosas y bellas joyas del reino, y ya hace tiempo que busco una perla que sea superior a todas cuantas existen.

Pues pasad por aquí, que haré todo cuanto esté en mi mano para satisfacer vuestros deseos.

Pasó el joyero a una habitación contigua haciéndose seguir por el monarca, y allí comenzó a abrir numerosos cofres enseñándole todo tipo de perlas. El rey cogió una al azar y se la compró a Siluk, pero en el preciso momento en que se disponía a pagársela cruzó Sara por la habitación, exclamando el soberano nada más verla:

¡Te he comprado una perla de gran valor, pero todavía tienes otra más radiante que también ha de ser mía!.

Pero señor –respondió Siluk confundido-, eso es del todo imposible. Sara y yo estamos felizmente casados, y la felicidad gobierna nuestro hogar.

No tienes elección. Si no me entregas a tu mujer, morirás. Te doy un plazo de diez días.

Y arrojando desairadamente unas monedas al joyero en pago por la perla adquirida abandonó el establecimiento. Siluk quedó pensativo y asustado, pero después se tranquilizó, creyendo que aquellas palabras llenas de ira serían arrebato de un solo instante.

Edificio conocido como “Casa del Diamantista”

Pasados los diez días volvió don Pedro a la vivienda del joyero, quien no se encontraba allí en aquel momento. Sólo estaba Sara, que recibió cordialmente al rey, ajena a todo lo que había sucedido anteriormente.

Buenos días, señor. Os ruego que si queréis algo de mi esposo aguardéis un momento, pues ha tenido que salir por motivos de negocios.

¿Y para qué quiero ver a tu esposo?. No, no es eso a lo que he venido hasta aquí. He venido porque hace tiempo que oí hablar de tu belleza, y al comprobarla personalmente no puedo vivir un solo día más sin tenerte cerca. Olvídate de todo esto, deja a tu esposo y vente conmigo. Yo te haré más feliz de lo que jamás hayas soñado ser.

Señor, no sabéis lo que decís. Sin duda habéis bebido, y es el alcohol quien habla por vuestros labios.

Nunca en mi vida he estado más sobrio que ahora.

Podéis pedirme lo que queráis, que lo haré con mucho gusto. Pero no me pidáis que abandone a mi esposo. Él vive sólo para hacerme feliz, y yo lo soy a su lado.

¡Pues haré cumplir mi palabra!. ¡Si tú no eres mía, tu marido morirá!.

Y abandonó el establecimiento con mayor enojo que la primera vez. Sara, afligida, quedó llorando amargamente. Así la encontró su esposo cuando regresó a casa.

¿Qué ha pasado, Sara?. ¿Qué es lo que te ocurre?.

Siluk, me gustaría mucho poder contártelo, pero no sé si será lo más adecuado.

Por favor, te lo ruego, que ardo en ascuas. ¿Qué te ha ocurrido?.

Sara decidió contarle a su esposo todo lo sucedido, y cómo el rey había jurado matarle si no accedía a sus proposiciones.

No te preocupes Sara –dijo Siluk-, que mañana mismo abandonaremos la ciudad e iremos a un lugar donde el rey no pueda encontrarnos jamás.

Al amanecer, tras recoger sus pertenencias de mayor necesidad, Siluk y Sara se dirigían al río. Allí se suben a la barca y se alejan de la orilla guiados por el barquero.

Disculpe –dijo Siluk-, estáis siguiendo la dirección contraria.

Pero el barquero hacía caso omiso a sus advertencias.

Disculpe –dijo de nuevo el joyero-. Ya os he dicho que navegáis en dirección contraria. Es preciso que deis la vuelta.

Pero el barquero seguía sin hacer caso, ocultando su rostro tras una embozada capa negra.

¿Dónde vais?. ¡Despertad o yo os despertaré!.

Entonces el barquero descubrió su rostro ante el asombro de la fugitiva pareja. Se trataba de don Pedro, que sospechando la posible fuga de la pareja les había vigilado y descubierto sus planes.

¡Te juré que te mataría si esa mujer no era mía! –dijo el malvado rey a la vez que sacaba un puñal. Siluk, al mismo tiempo, también sacaba el suyo enzarzándose en despiadada lucha. Sara, intentando proteger a su marido, se interpuso entre los dos combatientes recibiendo una profunda puñalada en su delicada piel.

Sara! –exclamó Siluk preocupándose por su esposa-.

Pero mientras, el mezquino rey aprovecha y hunde su puñal en el pecho de Siluk, que cayó muerto al agua sin que nada pudiera evitar su herida esposa.

La barca choca con la orilla sin control, y Sara, debilitada por su herida, trata de huir por los riscos. Pero sin fuerzas, por la cantidad de sangre perdida, se detiene al llegar junto a un arroyo para recuperar el aliento. El Cruel, mientras, se acerca, y la joven no se siente capaz de continuar su huida. Sin embargo, cuando aquél está casi a su lado, la bella Sara expiró.

Queda sólo el mezquino rey con el ensangrentado cuerpo de Sara maldiciendo su fortuna y lamentándose del castigo que le había deparado el destino.

Afirma la leyenda que de la sangre vertida en el arroyo brotó una adelfa de gran belleza. Y dicen que cuando todo está silencioso y dormido, la blanca figura de Sara abandona la adelfa y se dirige al punto del río donde cayó su amado, llamándole entre sollozos. Al amanecer se rompe el encanto, pero sobre el agua quedan flotando perlas y diamantes.

Y el pueblo, que es fiel a la memoria, conserva esta leyenda llamando a aquel arroyo el “Arroyo de la Flor”.

Sobre relato de Carlos Servent Fortuny en “Leyendas Toledanas”

Samuel Leví

Este ilustre judío fue el arquitecto y tesorero real durante el reinado de Pedro I “el Cruel”. El hecho más relevante en su vida, y por el que pasó a la historia, fue la construcción de la Sinagoga del Tránsito, aún a pesar de que en aquella época no les estaba permitido a los judíos construir templos. Leví, como todos los judíos, sabía perfectamente administrar y acrecentar sus riquezas, utilizando gran parte de ellas para la construcción del suntuoso templo sin escatimar gastos. La sinagoga se comunicaba a través de un pasadizo con los sótanos de su vivienda, en donde almacenaba toda su fortuna. Aseguran los cronistas que su caudal superaba con creces al de cualquier magnate, obtenido mayoritariamente durante su etapa como tesorero real.

Monumento a Samuel Levi ante la Sinagoga del Tránsito

Pero tan meteórica ascensión económica junto a un monarca tan voluble le resultó fatal. Pedro I, que era un rey avaricioso y corrupto, ordenó a su tesorero que le entregara todas las riquezas que tenía ocultas, y como éste se negó a dárselas le torturó en el potro hasta su muerte.

El silencio del administrador no fue obstáculo para que el ambicioso monarca diera con el tesoro, quien fascinado al contemplar los espesos montones de oro y piedras preciosas, decía a sus súbditos:

Si Leví me hubiera dado solamente la décima parte de esta fortuna, me hubiera dado por satisfecho. ¡Pero prefirió la muerte antes de confesarme dónde ocultaba sus riquezas!.

La ambición del despreciable monarca le había hecho desear la posesión de aquel inmenso tesoro por encima de todo, y el israelita se había negado a entregárselo. Don Pedro incluso somete a su fiel administrador al más cruel de los martirios mediante el potro, brutales apaleamientos y desgarrándole la piel con uñas aceradas. Pero Leví guardó silencio hasta su muerte.

Pronto dio don Pedro con todo, apoderándose de una cuantiosa cantidad de dinero y numerosas arcas repletas de oro, joyas y ricas telas.

Sobre relato de Pablo Gamarra(“El callejón de Samuel Leví” – “La casa del Greco y sus moradores”). Aguafuertes toledanos, página 37.

La Cueva de San Gil

Siempre se ha especulado sobre la posible existencia en Toledo, durante la Edad Media, de un templo dedicado a la Nigromancia y las Ciencias Ocultas conocido como “Escuela del Diablo”. A él acudían gran número de personajes llegados de todas partes del mundo para después sorprender a los demás con la elaboración de pócimas, brebajes y complicados experimentos que afirmaban poder realizar en virtud de un pacto con el mismísimo Satanás. Ni que decir tiene que lograban su objetivo, pese a que sus fascinantes demostraciones no eran más que simples reacciones químicas propias de cualquier estudiante de nuestra época. Pero por entonces poco se conocía de esta ciencia, por lo que no resulta de extrañar que la ignorancia diera paso al asombro, admiración, e incluso temor.

Un religioso portugués, llamado fray Egidio Gil, llegó a Toledo pretendiendo aprender estas artes y haciendo por ello un pacto con Satanás. Procedente de un convento de Santarém, pasó varios meses en Toledo, con la promesa del diablo de recibir una gran fortuna si después le entregaba su alma a cambio.

Sótanos de la conocida como “Casa del Greco”

Pero cuando el fraile aprendió Nigromancia rompió el pacto con su protector, regresando a su convento donde moriría el día de la Ascensión del Señor del año 1265, después de haber demostrado en su vida todas las virtudes propias de piadoso cristiano y realizando gran número de milagros, antes y después de su muerte, que le sirvieron para ser venerado en los altares como un ejemplar santo.

Como recuerdo de su paso por Toledo quedaron las espeluznantes bóvedas del macabro palacio del marqués de Villena, en los bajos del actual Museo del Greco. Estas bóvedas se hicieron sobre otras de tiempos anteriores, pertenecientes a misteriosos y adinerados israelitas. Allí, afirman los conocedores del tema, fue el lugar donde el religioso portugués se instruyó en el oscuro arte de la Nigromancia.

Sobre relato de Juan Moraleda y Esteban, publicado en la revista “Toledo”

Los burladores burlados

La presencia de los frailes franciscanos en la ciudad data de muy antiguo y en varios lugares diferentes. Con seguridad son tres los asentamientos que conocemos: la Bastida, el actual convento de las Concepcionistas y finalmente donde se encuentran hoy en día; el monasterio de San Juan de los Reyes.

Monumento a Santa Beatriz de Silva en la actual Plaza de la Concepción

Su primer asentamiento, en la Bastida, data del año 1230, hasta que en 1233 se trasladaron intramuros por una apuesta un tanto peculiar:

Los frailes venían muy a menudo desde su monasterio extramuros hasta Toledo, con el fin de recoger limosna con la que poder subsistir. Un día, dos de estos frailes se acercaron por el lugar donde entonces se situaba el mercado más importante de la ciudad; la actual plaza de la Concepción. En dicha plaza solían encontrar bastante gente que normalmente mostraba gran generosidad con los franciscanos y les daba un buen puñado de monedas. Pero aquel día observaron que el gentío de la plaza era mayor del acostumbrado y el griterío era ensordecedor. El motivo era que se había soltado un toro que estaba siendo lidiado por varios nobles. Uno de estos, posiblemente influenciado por el vino, quiso burlarse de los religiosos diciendo:

¡Frailes!. ¡Si conseguís haceros con el toro será para vosotros!.

Añadiendo otro de los asistentes:

¡Eso, eso!. Y no sólo el toro. ¡También la plaza donde estamos!.

El gentío comenzó a aplaudir dando su aprobación a la propuesta. Los religiosos, algo incrédulos por lo que les estaba ocurriendo, se miraron entre sí sin saber que hacer. Por fin uno de ellos se arrodilló, y rezando se encomendó a Dios. Después, levantándose con confianza, se dirigió directamente hacia el animal cogiéndole por los cuernos y dejándole manso.

Quedó asombrado el gentío por lo que estaban viendo sus ojos, y considerando aquel suceso como algo milagroso cumplieron su palabra y les dieron a los frailes y la plaza, como les habían prometido. Luego acudieron al rey Fernando narrándole el hecho, a lo que éste respondió construyendo el edificio donde se albergaron los frailes hasta su traslado a San Juan de los Reyes en 1477.

Sobre relato de Ángel Santos y Emilio Vaquero en Fantasía y realidad de Toledo, página 111

El Milagro de Santa María

Durante el reinado de Alfonso VII vivía en Toledo un hombre llamado Pedro de Solarana, que era uno de los personajes más queridos y conocidos de su época. Pero si Pedro era conocido no era por su afabilidad y simpatía con sus vecinos. Ni siquiera por ser sordomudo de nacimiento. Pedro era conocido por el suceso que referimos a continuación:

Nuestro protagonista tenía por costumbre asistir todos los días a orar en el templo que se levantaba donde hoy se alza la Catedral, suplicándole fervorosamente a una imagen de la Virgen su imposible curación. Con este propósito acudía al templo un 21 de abril cuando se vio sorprendido por un fuerte resplandor.

¿Me estará mirando el señor? –se preguntó a sí mismo Pedro-.

Continuó penetrando en el templo y su sorpresa fue en aumento cuando vio que la imagen que él iba a adorar no estaba en su altar, y su lugar lo ocupaba una doncella hermosísima, de aspecto y color más bellos que la nieve y grana. En el mismo altar celebraba un sacerdote la misa según el rito romano. La doncella hizo señas al sordomudo para que se acercase, y éste así lo hizo de inmediato. Después, la doncella hizo la misma indicación al sacerdote, invitándole a poner sus manos sobre el recién venido.

Pedro no acertaba a comprender aquello. No era un sueño ni una ilusión, pues se sentía más despierto que en ningún otro momento de su vida. Aquello, pues, tenía que ser realidad, realidad que se desarrollaba ante él y de la que no podía escapar. Profundas emociones comenzaron a embargar su corazón, y tuvo que pedir fuerzas al Cielo para poder resistirlas.

Escena de la imposición de la Casulla a San Ildefonso en la Puerta del Perdón

El presbítero, siempre obedeciendo las indicaciones de la doncella, se acercó hasta Pedro, que esperaba arrodillado el desenlace del suceso, y puso sus manos sobre los oídos del sordomudo, que al punto recuperó la escucha.

La doncella, que había sido testigo de lo ocurrido con una sonrisa en los labios, preguntó a Pedro.

¿Sabes quién soy?.

Pedro no sabía que hacer. ¡Claro que sabía quién era aquella resplandeciente doncella!. Pero en toda su vida había pronunciado palabra, y pensaba que aquel momento no iba a ser una excepción. La doncella volvió a insistir sin perder aquella pacificadora sonrisa:

Dime, Pedro: ¿sabes quién soy?.

Tú eres la Madre de Dios –contestó Pedro casi sin darse cuenta-, la que ha escuchado a su siervo y le ha dado a conocer su gracia.

En aquel preciso instante entraban en el templo fieles devotos que acudían a misa y fueron testigos de lo que ocurría. Ante el altar de la Virgen pudieron ver al sacerdote y a Pedro, al que conocían de toda la vida y nunca habían oído pronunciar palabra, hablando con alguien que escapaba a su vista.

¡Milagro, milagro! –salieron todos gritando del templo-.

Entre ellos había algunos judíos y sarracenos que se convirtieron al cristianismo al presenciar aquel maravilloso prodigio. La noticia corrió de boca en boca propagándose rápidamente por toda la ciudad.

A partir de aquel día no ha faltado en el lugar donde ocurrió aquel milagro de Santa María un altar que recuerda la grandeza de la Madre de Dios.

Sobre relato de Juan García Criado. Revista Toledo nºs 75 y 76. 1917

El Salvador

Existe constancia de que la iglesia de El Salvador estuvo antes dedicada al culto mahometano que al cristiano. Incluso después de la Reconquista de la ciudad por Alfonso VI se permitió mantener el culto en ella a los musulmanes. Pero años después, ya con Alfonso VII en el trono, fue adaptada como iglesia de un modo un tanto peculiar.

Cierta tarde se hallaba de paseo por aquellos lugares la esposa del monarca, doña Berenguela, cuando inesperadamente se levantó una furiosa tempestad. El viento arreciaba violentamente, y una furiosa lluvia dejó paso a una no menos recia granizada. Por eso se vio obligada la reina a guarecerse junto con su séquito en el interior del templo árabe.

Desde su interior se oían los ensordecedores truenos y el ronco sonido que los pedriscos producían al chocar contra el suelo. Y tanta impresión causó a la atemorizada reina que hizo una promesa; cuando todo acabara se encargaría de que en aquel templo sólo se adorara a Dios y a su hijo Jesucristo.

Así lo hizo. Pocos días después obtuvo la autorización de su esposo, y la antigua mezquita se convirtió en templo cristiano puesto bajo la advocación de “el Salvador”.

Berenguela, Reina de Castilla

Cuando falleció el dirigente almorávide Yufuf Ben Tashufín, gobernador de Granada, Sevilla, Badajoz y Valencia, cayó la responsabilidad de gobernar las cuatro taifas sobre su hijo Alí Abul Hassán, único heredero del trono. Alí se había educado desde muy joven en el ejercicio de las armas junto a su padre, del que aprendió el noble arte de la guerra. Por eso ahora, dispuesto a demostrar ante los suyos que está sobradamente capacitado para el cargo, pretende arrebatarles a los cristianos la ciudad que tanto aman; la preciada Toledo.

En breve espacio de tiempo logra formar un poderoso ejército formado por guarniciones de sus cuatro taifas, y arengándoles sobre la importancia de la misión que se disponen realizar ponen rumbo a Toledo, a cuyas cercanías llegan tras varios días de marcha. Como las fuerzas flaquean tras la prolongada marcha, y todavía no han llegado los artefactos necesarios para atacar la gruesa muralla, montan el campamento junto al Guadarrama, a tan sólo unas millas de Toledo.

Al anochecer Alí reúne en su tienda a sus oficiales más veteranos, y es que a pesar de su amplia preparación el joven carece de la experiencia necesaria, por lo que prudentemente decide hacerse aconsejar antes de acometer el ataque.

Os he pedido que vengáis –dijo el intrépido guerrero- porque necesito de vuestro asesoramiento para derrotar al cristiano Alfonso. Las últimas noticias que tengo sobre él aseguran que se halla en Toledo, refugiado en la fortaleza de sus murallas. Todos sabemos la dificultad que entraña tratar de rebasar los gruesos muros, por lo que espero alguna sugerencia vuestra.

Señor –contestó uno de los oficiales-, los artefactos necesarios para asaltar la muralla tardarán todavía muchos días en llegar. Si esperamos a que lleguen es posible que Alfonso huya y se ponga a salvo en otro lugar. Ya que hemos llegado hasta aquí, y nuestro ejército es poderoso, creo que lo más sensato sería atacar la muralla con todas nuestras fuerzas, y nada ni nadie podrá detenernos.

Nada dijeron los demás oficiales, entendiendo el joven Alí que con ello apoyaban la idea dada por su compañero. Tras quedar un rato pensativo, con la mirada extraviada, les dijo:

Así lo haremos. Prevenid a los hombres, pues con la primera luz del día llegaremos a Toledo.

Comenzaban a trinar los pájaros más madrugadores cuando el ejército almorávide, en número superior a las diez mil cabezas, rodeaba la ciudad de Toledo. A su frente iba Alí Abul Hassán, que acercándose a la muralla gritó en voz alta:

Soy Alí Abul Hassán, hijo del gran Yusuf ibn Tashufín y descendiente del Profeta. Os ordeno a vos, Alfonso, rey de los cristianos, que os rindáis y entreguéis vuestras armas. Si no lo hacéis por voluntad propia entraremos en la ciudad por la fuerza y no tendremos clemencia.

Pero pasaron varios minutos sin que se tuviera ninguna respuesta desde el interior de la ciudad. Alí, impaciente, volvió a repetir el mensaje varias veces más, pero la puerta parecía no venir. De pronto, ante la expectación de los sitiadores, se abrió lentamente la puerta, y por ella salió un niño de corta edad que se acercó hasta el líder almorávide. Una vez junto a él le preguntó:

¿Sois vos Alí?.

Así es –respondió éste-.

Pues entonces este mensaje de mi reina es para vos –dijo el infante entregando un pergamino al intrigado caballero-.

Alí cogió la misiva, y comenzó a leer en voz alta para que escucharan sus oficiales, que habían hecho un círculo a su alrededor:

‹‹De Berenguela, esposa de Alfonso VII y Reina de Castilla:

Gran indignación me causa que aprovechéis la ausencia de mi esposo para atacar la ciudad, solamente protegida por mujeres, ancianos y niños. Mi esposo, que os daría el trato que merecéis por vuestra cobardía, se halla sitiando la plaza de Aurelia con todos sus caballeros. Si queréis demostrar vuestro valor id a luchar contra auténticos caballeros, y no con sus débiles esposas.››

Torres de la Reina, junto a la Puerta de Bisagra. Imagen de http://foro.toletho.com/viewtopic.php?f=6&t=437

Alí quedó sorprendido por el inesperado mensaje, y su sorpresa fue en aumento cuando alzando la vista pudo ver en el torreón, conocido desde entonces como “de la Reina”, a doña Berenguela vestida con armadura de combate. A su lado numerosas damas de su corte, vestidas de la misma guisa. El joven sarraceno, con el rostro enrojecido por la vergüenza, se puso bajo el torreón, y dijo tras hacer una reverencia:

Os ruego que me disculpéis, pues ha sido mi ignorancia la que me ha traído hasta aquí para luchar contra vuestro esposo. No temáis, pues ahora que sé de su ausencia retiraré mi ejército, pues muy poco diría en mi favor teñir mis armas con sangre de inocentes damas.

Repitiendo la reverencia se volvió hacia los suyos ordenándoles inmediata retirada. Para desagravio de su acto ordenó que su ejército desfilara en columna de honor ante el torreón, partiendo de inmediato hacia tierras granadinas.

Cuando al atardecer se recorta en el poniente la silueta de Alí, vuelve éste sus ojos para contemplar por última vez la ciudad en donde quedaba tan notable reina. Y cuando desapareció tras la última loma, una dama de la reina, casi niña, lanza un suspiro dejando caer un arco demasiado pesado para tan frágiles manos. Y sacando un fino pañuelo de seda enjuga dos lágrimas que habían corrido por sus mejillas para despedir a aquel apuesto y galán gobernador sarraceno.

Allá van leyes donde quieren reyes

Aquel seco y caluroso día del año 1086 las retorcidas calles de Toledo estaban atestadas de una inmensa multitud que se dirigía a la plaza de Zocodover. ¿Y cuál era el motivo de tal afluencia de personas?. La explicación es muy sencilla.

Desde que el cristianismo entró en la península se había adoptado como propio el rito traído por los propios apóstoles, aquel a que los mozárabes dieron nombre y tan bien supieron conservar. Pero cuando tomó la corona el monarca Alfonso VI, tal vez influenciado por su esposa doña Constanza, de origen francés, quiso imponer el nuevo rito romano en todos sus dominios. Los mozárabes no estaban dispuestos a permitirlo, y con ellos la gran mayoría del clero, que durante tantos años habían sido fieles a la antigua tradición. Por ello se celebró un debate público, en el que los partidarios de ambos bandos ofrecían sus razones para oficializar su rito. La historia dice que el encargado de defender el rito mozárabe fue Juan Ruiz de Matanzos, que tan convincentes razones dio que logró que se reconociera el antiguo ritual.

Pero el rey no quedó contento con ello. Por eso, cuando reconquistó Toledo, intentó otra vez imponer el nuevo culto, y de esta manera satisfacer a su esposa, al pontífice de Roma, y a su propio arzobispo, don Bernardo de Sedirac. Esta vez no sería el ser humano quien decidiera, sino que se había preparado todo en Zocodover para celebrar un “Juicio de Dios”, medida muy común en aquellos tiempos.

Plaza de Zocodover y Arco de la Sangre

Este era el motivo por el que los toledanos acudían en tropel a la plaza, confiando en que la providencia les diera la razón. Sólo Alfonso VI parecía mostrarse nervioso, porque a fin de cuentas el también era de origen hispano-visigodo, y sólo había llegado a aquel extremo para agradar a su esposa, al pontífice y a su arzobispo. Bajo el Arco de la Sangre se cobijaba la pequeña tarima donde se reunían las autoridades. Presidiendo el tablado estaba el rey, flanqueado por la reina doña Constanza y un hombre de confianza del Papa, que había llegado exclusivamente para presenciar el juicio. Ante ellos se hallaba en pie el arzobispo don Bernardo, que era el encargado de oficiar el ritual en el que Dios iba a manifestar su voluntad. La prueba era sencilla. En una pequeña mesa estaban dispuestos los dos misales, y ante la tarima un enorme montón de leña. Ambos misales serían arrojados al fuego, y el que resultara menos dañado se consideraría aprobado por Dios.

Gruesas gotas de sudor corrían por la frente del arzobispo toledano, tal vez producto del calor reinante o tal vez por la tensión del momento. Lentamente se acercó al montón de leña, y arrimando una tea que portaba en su mano prendió los troncos, que ardieron en pocos instantes.

El público congregado, que había permanecido hasta ahora en tumultuoso bullicio, hizo un silencio sepulcral cuando el monarca se levantó de su asiento e hizo una señal a su prelado. Éste, haciendo una reverencia a su soberano, se acercó a la mesa y tomó los dos misales. Levantándolos en alto musitó una breve oración, y después se dirigió a la hoguera arrojando los dos libros en lo más alto.

Durante unos instantes no se oyó más que el crepitar del fuego, pero al poco se escuchó un fuerte zumbido, y uno de los misales, como empujado por una fuerza invisible, salió disparado hasta ponerse a los pies del rey Alfonso. Era el misal mozárabe el que las llamas no se atrevieron a consumir. Mientras, el romano poco a poco quedó reducido a cenizas. Cuando el público comprobó lo sucedido comenzaron a multiplicarse las voces de júbilo:

¡Demos gracias a Dios! –gritaba una mujer-. ¡Ahora sabemos que nuestros hijos crecerán con nuestras mismas oraciones!.

¡Vergüenza debería darle a la reina y al obispo querer arrebatarnos nuestras costumbres! –añadía un anciano-. ¡Que hagan ellos lo que quieran y nos dejen en paz a nosotros!.

¿Qué hará ahora el rey que ha comprobado como desaparecía su misal consumido por las llamas?. ¡No se ha salido con la suya!.

Alfonso, viendo que la situación se le había ido de las manos, se levantó y se marchó a su palacio. A su lado marchaban la reina y el arzobispo, que aterrorizados por lo sucedido en el “Juicio de Dios” no se atrevían a alzar los ojos. La ingente cantidad de toledanos congregados en Zocodover regresó a sus hogares, creyendo que tras aquel maravilloso suceso no peligraría su rito tradicional.

A las pocas semanas de este suceso, una noticia vino a alterar el ánimo de los toledanos. El rey Alfonso no había sido capaz de oponerse a las órdenes del Papa, ni a los deseos de su mujer y su arzobispo. El rito mozárabe había sido reemplazado por el romano. La única excepción se hizo en Toledo, donde se conservó el rito mozárabe gracias a lo sucedido aquel día en la plaza de Zocodover.

El pueblo, desengañado y decepcionado, comprendió que de nada sirven sus costumbres y deseos frente a los déspotas que implantan leyes a su capricho. Es entonces cuando nació aquel dicho popular que se ha transmitido de generación en generación, y que tan bien refleja el funcionamiento de la ley en numerosas ocasiones: “Allá van leyes donde quieren reyes”.

Sobre relato de Eugenio de Olavarría y Huarte

La Venganza de un Cristiano

Todo era movimiento y alboroto en el toledano palacio del monarca Al-Qadir. Numerosos esclavos se afanaban en adecentar los camarines y jardines con vistosos tapices y fragantes perfumes preparando una gran fiesta. El motivo era que Ahmed Ben Yusuf, consejero de confianza del monarca, había aprovechado la ausencia de su señor para organizar una gran fiesta. Los sirvientes de Al-Qadir obedecían sin oponerse a las órdenes de Ahmed, no en vano era la máxima autoridad en ausencia de aquél. Paseaba el consejero por los jardines supervisando los preparativos del festejo cuando se acercó uno de los esclavos.

¿Qué quieres?.

Señor –contestó el esclavo-, la cristiana que ordenasteis apresar ya está en palacio. Pero desde que ha llegado no para de llorar.

Buen trabajo. Reúne a mis esclavas favoritas y ponlas a las órdenes de la cautiva. Que la vistan con las mejores alhajas para cuando vaya a buscarla.

En la mirada del consejero se reflejaba la satisfacción por el cumplimiento de sus deseos. De vil manera había raptado a una joven cristiana y deseaba hacerla suya a toda costa. No había nada ni nadie que pudieran interponerse a sus planes.

Entre tanto, en su perfumada celda, la cautiva cristiana María Ordóñez rogaba a Dios para ser liberada del cautiverio y devuelta a su familia. Era tan intenso su llanto que su natural belleza quedaba eclipsada por la descomposición de su rostro.

Así la encontró Ahmed Ben Yusuf cuando fue a verla, y echándose a sus pies como si fuera un esclavo le dijo:

Te ruego que no llores, hermosa cristiana. ¿Es que acaso te falta algo que tenías en tu viejo castillo?. Yo haré que no te falte cuanto desees. Adornaré tu cabeza con doradas coronas y te proporcionaré prendas de tal valor que ninguna mujer puede tenerlas. En tu honor organizaré magníficos festejos y ordenaré que tapicen el suelo que pisas con millares de flores. Te lo ruego, deja de llorar, que traspasas con tu llanto mi corazón. Cesa tu llanto, cristiana, que te ofreceré todo lo que quieras y jamás hayas soñado tener.

No quiero nada de lo que me ofreces; ni tus palabras, ni tus jardines, ni cuantas riquezas dices. Sólo anhelo lo que me has robado; la libertad.

¡Libertad! –exclamó Ahmed herido por el filo del desengaño-. No sabes lo que dices. ¿Es que piensas que me he tomado tantas molestias para devolverte sin más a tu hogar?. No, eso no ocurrirá. Pídeme todo lo que quieras, que yo te lo daré con tal de ver una sonrisa en vuestro rostro.

¡Ya te lo he dicho! –replicó ella-. ¡Si no me devuelves a mi palacio lo único que verás sobre mi rostro serán mis lágrimas deslizarse!. ¿De qué me sirven tus palacios si no tengo libertad?. Dame lo que te pido y me harás feliz.

¡Cristiana, no agotes mi paciencia!. Las esclavas de mi palacio estarían dispuestas hasta a dar su vida por una sola palabra de mi boca.

Pero yo no soy una de tus esclavas. Devuélveme a mi hogar y te garantizo que mis servidores no te harán el más leve daño.

¿Y qué daño podrían causarme unos servidores que no pudieron hacer nada cuando mis soldados te apresaron?. Ineptos y confiados dormían mientras eras traída ante mí.

Te lo ruego, dame la libertad.

 Y se postró humildemente a sus pies.

Levántate, cristiana.

¿Me vas a conceder la libertad?.

No me hagas enfurecer. Ya te he dicho lo que pienso al respecto.

Eres un cobarde, un cobarde que se vale de su fuerza para obligar a una mujer a sucumbir en contra de su voluntad. Prefiero morir. Si las cristianas sabemos llorar para conmover corazones también sabemos morir cuando se hace necesario.

No te lo voy a preguntar más veces, ¿quieres ser la sultana de mis palacios?.

Y yo no te voy a responder más veces; sólo quiero libertad.

Tú lo has querido, cristiana. No sólo te niego la libertad, sino que a partir de ahora serás una esclava más de mi harén.

Y dicho esto se marchó el obstinado Ahmed con la contrariedad reflejada en su rostro.

Pasaron sólo unos pocos días y la cautiva cristiana enferma gravemente. Los médicos consultados desconocían el nombre de su enfermedad, pero todos coincidían en afirmar que estaba provocada por el gran sufrimiento de la joven cautiva. La pobre María, encerrada en el harén como cualquier esclava, ve incrementado su tormento con una cruel enfermedad.

Muere la tarde y con ella la cautiva cristiana. Entra Ahmed pesaroso en el harén y se arrodilla junto al lecho de María besando sus blancas vestiduras. Ante sí tiene el delicado cuerpo de la cautiva cristiana, pero su alma ya había ascendido al Cielo para reunirse con su Creador.

Ya se encontraba Al-Qadir en Tolaitola, y Ahmed tenía todavía fresco el recuerdo de este triste suceso cuando otra preocupación pasó a ocupar su mente.

La ciudad estaba sitiada por las tropas cristianas del rey Alfonso VI, y los guerreros sarracenos esperan en las murallas a las valientes huestes contrarias comandadas por el Cid. Ahmed, en un intento desesperado por evitar su entrada, se ofrece voluntario para salir con un grupo de hombres a combatir contra el enemigo en el exterior de la muralla. Pero los cristianos, encabezados por Rodrigo Díaz de Vivar, son superiores en número y fuerza.

Pronto estuvo la ancha vega llena de combatientes. Los moros luchaban más con el corazón que la cabeza, dándose cuenta de lo que supondría su derrota, pero la superioridad de los cristianos era manifiesta. Pedazos de armas volaban por el aire y espantosos sonidos de choque de armaduras estremecían la vega. Los sarracenos, alentados por Ahmed Ben Yusuf, resistían estoicamente, pero la derrota parecía inevitable.

De entre los caballeros cristianos surgió un encorajinado guerrero que se plantó ante Ahmed, y de un brusco golpe logró arrebatarle al alfanje de las manos para después atravesarle el pecho con su pesada espada. El musulmán cayó al suelo herido de muerte, y el cristiano se arrodilló junto a él cogiéndole por los hombros y preguntándole:

¿Sabes quién soy?. ¿Conoces mi escudo de armas?.

¡Sí te conozco! –contestó el consejero de Al-Qadir-. Eres Pedro Ordóñez. ¡Déjame morir tranquilo y apártate de mi vista!.

Maldito, ¿qué has hecho con mi hermana, robada por tus soldados cuando mi castillo estaba protegido solamente por unos viejos escuderos?. ¡Dime donde está!.

Por más que la busques no la encontrarás, pues hace tiempo que murió de pesar echando en falta a los suyos. Te ruego que perdones a este despreciable ser y le dejes morir tranquilo y avergonzado ante sus hombres.

¡No mereces perdón!.

Y el cristiano elevó su brazo con la intención de descargar su pesado acero sobre la cabeza del moro. Pero no pudo hacerlo, pues su fe cristiana no le lo consentía. Alzando sus ojos al cielo exclamó:

¡Dios mío, soy un caballero cristiano y sé que no debo ser vengativo!.

Después miró compasivamente al moribundo Ahmed, y agachándose le susurró al oído:

Te perdono, muere en paz.

El musulmán, hasta entonces tan orgulloso y rastrero, admirado y conmovido por la actitud de su adversario, le rogó:

¡Cristiano, quiero ser cristiano!.

Oyendo esto don Pedro se acercó a la orilla del Tajo y llenó su yelmo de agua. Después bautizó con ella a Ahmed, que agradecido murió pidiendo perdón a Dios y a su enemigo por su crimen. Con la muerte del sarraceno quedó vengada la de la inocente cristiana.

A las pocas horas de este suceso don Pedro Ordóñez se reunió con el rey Alfonso y el Cid Campeador para entrar triunfantes en Toledo, la antigua joya musulmana.

Sobre relato de Vicente Mena Pérez en Revista Toledo nº 106. 1918.