Una noche toledana

A finales del siglo VIII de nuestra era, Tolaitola era gobernada por un joven consumido por los vicios llamado Jusuf ben-Amrú, que debía su privilegiada posición a la amistad que unía a su padre con el califa Al-Hakam. Al joven gobernador le venía grande su cargo, y vivía únicamente ocupado en sus placeres personales, haciendo raptar a inocentes doncellas que eran conducidas a su palacio y deshonradas impunemente. No mejoraba su actitud son los comerciantes y artesanos de Tolaitola, a los que les exigía impuestos abusivos castigándoles con crueles torturas si se demoraban en el pago. No había un sólo ciudadano que estuviera a favor del despótico mandato del cruel gobernador, pero nadie osaba alzar la más leve protesta, pues los pocos que lo habían hecho habían sido condenados a ejecución pública.

Los nobles toledanos se habían puesto de acuerdo en varias ocasiones, y enviado misivas al califa comunicándole su descontento y solicitando en vano la destitución de Jusuf, pues Al-Hakam nunca dio respuesta a las numerosas solicitudes.

El descontento popular era tan grande y manifiesto que no tardó en llegar el levantamiento de los toledanos. Familias deshonradas, comerciantes explotados y nobles traicionados unieron sus fuerzas en contra del tirano gobernador. Al frente de los sublevados estaba Muley, un respetado noble que había luchado en infinidad de batallas junto al padre de Jusuf. La rabia del pueblo era tan grande que en apenas unos minutos penetraron en el palacio y apresaron al tirano tras aniquilar a toda su guardia. Muley, que a pesar de todo sentía cariño hacia Jusuf debido a la amistad que se unía a su padre, se presentó enseguida en la sala donde se hallaba retenido el malvado joven, y cuando estuvo ante él le dijo:

Sabes, Jusuf, que te conozco desde hace muchos años y soy incapaz de hacerte daño. Por eso te ofrezco la posibilidad de vivir si abandonas Tolaitola con premura.

A lo que contestó el innoble gobernador:

Y tú sabes que no dudaré en volver a Tolaitola para tomar venganza con la sangre de los que han osado enfrentarse a mí.

En ese instante entraron en la sala todos aquellos que habían sufrido las crueldades de Jusuf, y sin que Muley pudiera hacer nada le dieron muerte allí mismo.

El gobierno de la ciudad fue ocupado provisionalmente por Muley, quien envió un mensaje al califa comunicándole lo ocurrido e instándole a nombrar nuevo gobernador. Esta vez la respuesta de Al-Hakam no se hizo esperar, y apenas unos días después llegó personalmente a Tolaitola acompañado del hombre que había elegido para ocupar el cargo vacante.

Los toledanos no daban crédito a lo que sus ojos veían. El hombre elegido para el puesto era Amrú, el padre de Jusuf, que el enterarse de lo ocurrido había rogado a su amigo Al-Hakam que le permitiera gobernar la ciudad para enmendar los errores de su hijo. El califa no pudo negarse a la petición de su amigo, además le consideraba sobradamente preparado para el cargo.

Habían pasado varios meses desde que Amrú se hiciera con el gobierno y la situación era completamente opuesta a la vivida con su hijo. El nuevo gobernador actuaba con una justicia ejemplar, entregado únicamente a los asuntos del palacio, y no tomaba una decisión importante sin haber consultado antes con sus súbditos. Pero en la mente del malvado Amrú anidaban insaciables deseos de venganza contra aquellos que habían acabado con la vida de su hijo, y sólo estaba esperando el momento más apropiado.

La preciada ocasión se presentó cuando Abderramán II, hijo de Al-Hakam, se presentó en la ciudad con cinco mil guerreros. Se dirigía a Zaragoza, pero hubo de detenerse una noche en Tolaitola para descansar. El gobernador toledano recibió al hijo de su amigo el califa con exquisita cordialidad. Le albergó en su palacio situado en el actual barrio de San Cristóbal y le ofreció una suculenta cena. Con tal excusa invitó a su palacio esa misma noche a lo más selecto de la nobleza toledana, quienes acudirían al banquete sin sospechar el trágico desenlace que les aguardaba.

Amrú situó en la entrada del palacio a varios de sus sirvientes, quienes recibían a los invitados con gran cortesía y cordialidad. Pero una vez que los invitados atravesaban la puerta eran agarrados por un grupo de guerreros, antiguos vasallos de Jusuf, para ser decapitados violentamente. El vengativo gobernador quiso contemplar personalmente todas las ejecuciones, y cuando vio rodar ante sus pies la cabeza del último invitado exclamó:

Hijo mío, puedes descansar en paz. ¡Tu muerte está vengada!.

Pero el macabro espectáculo todavía no había finalizado. Al amanecer Amrú hizo colgar a lo largo de las murallas de la ciudad las cabezas de los ejecutados, que en número superaban los cuatro centenares. En lugar destacado ordenó colocar la del noble Muley, antes compañero y amigo personal.

Abderramán, que había sido testigo de excepción de toda la cruel venganza, no se atrevió a tomar represalias contra Amrú, y cogiendo sus tropas partió de inmediato hacia Zaragoza.

Sobre relato de Juan Campos Payo en “Esto es Toledo”

La Peña del Moro

Corría el año 1084 de nuestra era cuando Tolaitola sufría un largo asedio cristiano que ya se prolongaba más de un lustro. A la cabeza de los sitiadores se hallaba el leonés Alfonso, aquél a quien siendo joven diera cobijo durante su destierro el monarca musulmán Al-Mamún. Gran amistad se fraguó entre sarraceno y cristiano durante el exilio toledano de este último, llegando incluso a prometer Alfonso que en caso de recuperar su trono de León no atacaría a su nuevo aliado. Pero ya había pasado tiempo desde aquello. Al-Mamún había muerto y su trono había sido ocupado por su segundo hijo, Al-Qadir, que carecía de las virtudes de las que gozaba su antecesor para gobernar una plaza tan importante. El cristiano, muerto Al-Mamún, consideró extinto su pacto, y se disponía a añadir Tolaitola a sus conquistas.

Todo parecía perdido para Al-Qadir, quien en su desesperación había solicitado el auxilio de soberanos de otras taifas sin que sus súplicas fueran escuchadas. Pero quiso la providencia que por aquellos días se hallara de visita en la ciudad Abul Walid, joven príncipe africano prometido con Sobeyha, la única hija de Al-Qadir. Abul, ansioso de ganar fama como guerrero y el respeto del padre de su amada, se presentó ante el monarca y se ofreció a viajar con premura a su tierra para reclutar un ejército con el que regresar a Tolaitola y hacer frente al cristiano. El monarca musulmán recibió con gozo tal ofrecimiento, pues la situación era insostenible y era cuestión de poco tiempo que el enemigo tomara la ciudad.

A los pocos días partía Abul, no sin antes preguntar a su anfitrión los recursos necesarios y despedirse de su amada. Ésta le despidió con lágrimas en los ojos, pues desde que se habían prometido no habían pasado un solo día sin verse y su amor era puro y verdadero.

No te entristezcas, Sobeyha, pues dentro de poco volveré a vuestro lado con los medios necesarios para salvar nuestra adorada Tolaitola –decía el joven príncipe acariciando con ternura el cabello negro azabache de la sarracena-.

No me entristece tu marcha –contestó Sobeyha-, pues sé que nuestro amor es auténtico y pronto regresarás a mi lado. Lo que me preocupa es el pensar que tal vez cuando lo hagas sea demasiado tarde.

No permitiré que eso ocurra –contestó Abul, y después de abrazar a su amada y despedirse de Al-Qadir subió a su caballo para perderse al poco tiempo en el horizonte-.

El tiempo pasaba inexorablemente y los cristianos continuaban arrasando la vega y sometiendo a los musulmanes a agobiante asedio, pero de Abul no existía ninguna noticia. Había pasado un año, y con él se habían desvanecido las esperanzas de los asediados. Había quien creía que Abul había sido capturado y asesinado por los soldados cristianos, e incluso quien pensaba que les había traicionado para unirse al ejército de Alfonso. En lo que todos coincidían era en afirmar que ya no regresaría, olvidando la palabra que había dado un año atrás.

Había sin embargo una persona que no compartía estas opiniones, pues en su corazón no había lugar para dudar de la promesa de su amado. Sobeyha, que era esa persona, vivía expectante a cuantos rumores llegaban sobre el posible retorno de su amado, pero una y otra vez sus ilusiones se veían rotas por la falsedad de las noticias. A consecuencia de las continuas desilusiones la pobre princesa enfermó gravemente, y una voz interior le gritaba que moriría sin volver a ver a su amado. Consumida por ello llegó un día en que la delicada flor no tuvo fuerzas para levantarse de su lecho.

La ciudad entera mostraba su preocupación. La pobre niña era muy querida, y su muerte podía presagiar la muerte de su pueblo. Su padre no pudo esconder sus sentimientos y lloró amargamente. Desde un principio los galenos auguraron la gravedad de la enfermedad, pero no conocían remedio contra ella. La voz de la dulce Sobeyha se debilitaba, su pulso se hacía más lento y su vida parecía escapar poco a poco.

Al-Qadir, consternado, preguntaba a los galenos:

¿Cuál es la enfermedad?.

Pero éstos silenciaban agachando la cabeza y declarándose impotentes para definirla. Y el pueblo, que conocía esto, murmuraba:

Alá se la lleva. Nos la arrebata porque todos vamos a perecer y quiere apartarla de este sufrimiento…

Un atardecer, uno más de esos que Sobeyha pensó que era su último ocaso, hizo llamar a su esclavo Abén, que había cuidado de ella desde que era niña, y con la voz debilitada por las escasas fuerzas que le restaban le dijo:

Me siento morir, Abén, y sé que apenas me quedan unas horas, pero antes quiero hacerte un encargo que sé que cumplirás por el cariño que siempre has mostrado a tu señora. Dentro de poco tiempo Tolaitola caerá en manos del ejército cristiano, y mi prometido vendrá a rescatarla cuando por desgracia ya será demasiado tarde. Te ruego que no acompañes a mi padre en su exilio, sino que te quedes muy cerca de Tolaitola, y cuando sepas que Abul está próximo salgas a su encuentro y le digas que no he dudado nunca de él, que he muerto porque no venía, pero que he muerto esperándole.

Así lo haré –contestó el esclavo que roto en lágrimas no paraba de besar las manos de su señora-.

Al día siguiente amaneció un día espléndido en la ciudad del Tajo. Los pájaros trinaban alegremente, las flores se mostraban en todo su colorido, y el aire se cargaba de dulces perfumes. Esta era la forma en que la naturaleza saludaba con amor el alma de la dulce joven, que se había unido a ella.

Poco tiempo después, el 25 de Mayo de 1085, llegó el terrible día tan temido por los habitantes de Tolaitola. Alfonso VI logra conquistar la ciudad y penetrar en ella entre los gritos entusiastas de los suyos, mientras que Al-Qadir logra huir hacia el Este acompañado por un puñado de caballeros de su séquito. El derrotado monarca, antes de perderse en el horizonte, vuelve su mirada para poder contemplar por última vez la ciudad donde se había criado y descansaban para siempre los restos de su padre y de su hija. Ahora Tolaitola había pasado a manos cristianas.

Apenas se habían asentado los de Alfonso VI en su nueva conquista cuando una inquietante noticia vino a apagar su reciente euforia. Desde África, y encabezadas por Abul, llegaban numerosas tropas que acudían para enfrentarse a los cristianos. Por causas ajenas a su voluntad el sarraceno se había demorado en la ayuda prometida, y es que cuando llegó a su tierra la encontró inmersa en guerras internas que hubo de sofocar primero. Además, una extraña enfermedad, de la que no se encontraba plenamente recuperado, le había postrado en cama durante varias semanas. Debilitado por la enfermedad, pero con las fuerzas que le daban los deseos de reencontrarse con su amada, se dirigía presuroso hacia Tolaitola ignorando la suerte que la ciudad había corrido.

Se hallaban cerca de su destino y el príncipe agareno arengaba a los suyos cuando ante ellos se presentó un joven esclavo. Se trataba de Abén, el fiel sirviente de Sobeyha, que salía al encuentro de los recién llegados para cumplir la última voluntad de su señora. Abul le reconoció al instante, y extrañado por su presencia se temió lo peor.

¿Qué haces aquí, Abén?. ¿Qué ha pasado?.

Señor, la desgracia se ha cernido sobre este lugar. Huid de aquí antes de que os alcance a vosotros también. Los que dejasteis como hombres libres ahora son esclavos. Tolaitola se ha rendido a los cristianos y el rey camina hacia Valencia con su séquito.

¿Se halla Sobeyha con ellos?.

Lo lamento, pero murió antes de la rendición. Posiblemente Alá se la llevara para apartarla de este sufrimiento. Antes de su muerte me dijo que debería venir a vuestro encuentro, pues estaba segura de que vendríais, y os dijera que murió por vuestra ausencia, pero que murió en vuestra espera.

Se hizo un incómodo silencio y Abul inclinó la cabeza. Dos gruesas lágrimas descendieron por sus tostadas mejillas y durante unos segundos nadie habló. Sólo los sollozos y lamentos del joven rompían el silencio, mientras que Abén, con los ojos vidriados, le miraba compasivamente. Cuando el guerrero pudo recuperarse del duro golpe sufrido, alzó la cabeza y dijo:

Si Sobeyha murió esperando que cumpliera mi promesa no la defraudaré. Prometí liberar la ciudad de los cristianos y así lo haré. Abén, quédate entre nosotros.

Os lo agradezco, pero cumplido el encargo de mi señora regresare a Tolaitola para velar el lugar donde duerme su último sueño. Que Alá os guíe en vuestra empresa.

Y Abén se marchó sin que nadie se lo impidiera. Cuando Abul se recuperó de la tristeza que le embargaba dio orden a los suyos de reanudar la marcha, que en pocas horas les llevó hasta el valle toledano. Una vez allí, e instalado su campamento, Abul se subió a una roca desde la que se dominaba todo el paisaje, y dirigiéndose a sus hombres gritó con voz potente:

Llegamos tarde, pues la ciudad ya ha caído en manos de los cristianos, pero existe dentro de ella una población valiente que nos apoyará en nuestra lucha. Lucharemos por derrotar al cristiano y recobrar lo que es nuestro, pero si alguno de vosotros duda de esta empresa le doy libertad para marcharse. ¡Os juro por el nombre de Alá que no me moveré de aquí hasta que Tolaitola caiga de nuevo en nuestras manos!.

Los soldados musulmanes respondieron a estas palabras con exaltados vítores, ya que desde el momento en que dieron vista a la ciudad quedaron prendados de su grandiosidad y querían recuperarla a toda costa.

La roca desde la que Abul arengó a los suyos se convirtió en su lugar favorito para planear la reconquista, pues desde ella podía controlar con un solo golpe de vista toda la población. Largas horas pasaba allí el sarraceno, cuya silueta infundía verdadero terror a los cristianos, que no se atrevían a abandonar la ciudad por miedo a sus sitiadores. Éstos, pacientemente, esperaban la ocasión propicia para cruzar el río y caer sobre sus enemigos ayudados por los moros de la ciudad.

Pero he aquí que cierta noche, Rodrigo Díaz de Vivar, que se encontraba al mando de la ciudad al no hallarse en ella Alfonso VI, ideó un plan para mermar las fuerzas de los sitiadores. Aprovechando la oscuridad de la noche, y en ausencia de luna, cruzó el Tajo con un nutrido grupo de voluntarios dirigiéndose al campamento de Abul. Llegados allí sembraron el desorden y se retiraron sin sufrir pérdida alguna. Los musulmanes, desconcertados por el ataque sorpresa, comenzaron a luchar entre sí, permaneciendo de esta manera hasta que las primeras luces del amanecer les hicieran percatarse de su error. Intentando rehacerse comprueban con espanto que su líder no se halla entre ellos, y al poco una voz da la alarma. Abul se encontraba sobre la roca en la que tantas horas había pasado, con una flecha atravesada en el pecho y el rostro desencajado por el dolor.

Muerto su caudillo se reúnen los oficiales más veteranos del ejército, y unánimemente deciden emprender la retirada al haber sufrido cuantiosas bajas. Como Abul les manifestó su voluntad de no moverse de allí sin recuperar la ciudad, optaron por enterrar su cuerpo bajo la roca que tanto le gustaba, y de aquella forma durmiera la eternidad mirando hacia el lugar donde lo hacía su amada.

Asegura la tradición que, después de la partida del ejército africano, el alma de Abul salía todas las noches de la sepultura y se sentaba sobre la roca para no dejar de contemplar la ciudad de su amada, regresando a su tumba con el alba. Una noche, cerca ya del amanecer, se arrodilló suplicándole a Alá que le permitiera permanecer allí también durante el día. Y Alá, al verle tan desdichado, le concedió su petición convirtiéndole en piedra. Allí está desde entonces desafiando el paso de los siglos y deplorando la muerte de Sobeyha.

Prueba de ello es la existencia, bajo la peña que los toledanos llamamos “del Moro”, de varios peñascos, unos sobre otros, que asemejan la cabeza de un hombre ceñida por un turbante. Sin duda alguna aquella es la imagen de Abul Walid, que a pesar del paso de los siglos todavía permanece allí contemplando la ciudad donde perdió la vida y entregó su corazón.

Sobre relato de Eugenio de Olavarría y Huarte en “Tradiciones de Toledo”

La Rosa de la Pasión

Cuenta Gustavo Adolfo Bécquer, en una de sus leyendas más conocidas, que durante la época en que la enemistad entre cristianos y judíos era más intensa vivía en una de las callejas más recónditas y escondidas de Toledo un viejo judío llamado Daniel Leví. Leví era bien conocido por todos, no sólo por la enorme riqueza que atesoraba, sino por su especial odio y saña contra los cristianos y todo lo que pudiera estar relacionado con ellos. Ya hemos dicho que tenía una inmensa fortuna, pero en cambio se pasaba todo el día entretenido en elaborar pulseras y cadenillas con las que luego negociaba. Junto a él vivía Sara, su única y joven hija, una bella judía pretendida por casi todos los jóvenes de su religión.

He aquí que cierto día, un joven enojado por sufrir los constantes rechazos de Sara, acudió a casa de Leví, que se hallaba inmerso en su labor artesanal. Acercándose a él le dijo:

¿Tienes conocimiento, Daniel, de que entre nuestros hermanos hay habladurías sobre tu hija?.

El viejo judío interrumpió bruscamente su labor, y levantó la mirada clavando sus ojos en los del recién llegado.

¿Y qué es lo que dicen esas habladurías?.

Pues varias cosas, pero sobre todo que tu hija se ha enamorado de un cristiano.

Al decir estas palabras calló el despechado, pues conocía el odio que el anciano tenía a los fieles de Cristo. Leví, bajando la cabeza y continuando con su labor, respondió:

¿Y cómo sé yo que esos rumores no proceden de algún enemigo que pretende perjudicarnos a mí y a mi hija?.

Porque yo personalmente les he visto reunirse en tu propia casa mientras tú acudes a las reuniones secretas con los nuestros.

¡Je, je, je! –rió malvadamente Leví-. ¿Acaso crees que pueden engañarme?. ¿Piensas que un maldito cristiano puede arrebatarme a mi única alegría sin que yo me entere?.

¿Es que acaso lo sabías?.

Claro que lo sabía –dijo el viejo semita levantándose y dando una palmadita en la espalda al mensajero-. Lo sabía desde hace tiempo, pero rezaba a Yahvé para que no lo supiera nadie antes de que yo lo resolviera. Ahora que lo sabéis tomaré las medidas oportunas. Vete y avisa a nuestros hermanos para que podamos reunirnos esta noche en el lugar acostumbrado. Dentro de un par de horas yo estaré con ellos y resolveremos este desgraciado asunto.

Aquella noche de Viernes Santo reinaba un silencio total, roto solamente por los pasos de algún viandante que se perdía en las riberas del Tajo. Mientras, en el embarcadero, el dueño de una pequeña embarcación murmuraba entre dientes:

Barca de Pasaje en la actualidad, junto a la conocida como “Casa del Diamantista”

¡Malditos judíos!. ¿Qué tramarán hoy, que no dejan de utilizar mi barca estando tan cercano el puente?.

Estaba pensando esto cuando apareció Sara, a la que llevaba tiempo esperando. La joven judía había escuchado la conversación que tuvo su padre por la tarde, y llena de preocupación quería enterarse de lo que su padre planeaba. Subiéndose a la embarcación le preguntó al dueño:

¿Ha pasado ya mi padre?.

Hace tiempo que lo hizo.

¿Iba sólo?.

Sí, pero después han pasado tantos que ni contarlos he podido.

¿Y no sabe cuál es el motivo de su reunión?.

Lo desconozco por completo, pero creo que esperan a alguien. No sé a quién ni para qué, pero supongo que para nada bueno.

Sara, preocupada, comenzó a tener oscuros presentimientos.

¿Se habrá enterado mi padre de quién es mi amado y querrá vengarse de él? –pensaba la joven-. He de llegar cuanto antes y detenerles.

Cuando la barca llegó a la orilla Sara puso el pie en tierra nerviosamente, sacó unas cuantas monedas y se las entregó a su guía.

¿Podéis decirme cuál es el camino que toman?.

No lo sé, pues cuando llegan a la peña del Moro desaparecen por la izquierda. Sólo Satanás y ellos saben a dónde se dirigen.

Sara comenzó a ascender por un tortuoso camino observada por el barquero, quien la perdió de vista cuando llegó a lo alto del cerro.

Por entonces existían en aquel paraje los restos de un antiguo templo del que sólo quedaban en pie sus muros laterales, envueltos completamente por frondosas enredaderas. Sara se acercó, y comprobando que del ruinoso edificio salía luz se escondió detrás de uno de sus muros. Desde allí pudo observar que en el interior se hallaba su padre, con los ojos enrojecidos por la cólera. Junto a él un gran número de judíos que realizaban extraños ritos. Presidiendo la ceremonia se hallaba una gran cruz de madera rodeada por un círculo de fuego, mientras algunos de los asistentes tejían coronas de zarzas o afilaban grandes clavos. Sara recordó entonces que los cristianos habían acusado a los judíos de cometer horribles crímenes, acusación que ella consideraba una calumnia para desprestigiar a los de su raza. Pero ahora, delante de sus ojos, tenía las tenebrosas pruebas que demostraban la cruda realidad.

La decepcionada hebrea no pudo contener su indignación, y se presentó en la entrada del templo causando la sorpresa de todos los presentes. Su padre, enojado, se acercó a ella raudo:

¿Se puede saber a qué has venido tú aquí?.

Ella contestó sosegadamente.

Vengo a recriminaros lo indeseable de vuestro acto, y a advertiros que en vano esperáis, pues di aviso al cristiano que estáis aguardando para que no venga.

¡Sara! –gritó su padre poseído por la cólera-. Tú no has podido hacerme eso. No puede ser cierto que hayas traicionado a tu propia raza. Si es verdad cuanto dices, ¡tú ya no eres mi hija!.

Bien dices, pues he descubierto que tengo otro padre que me ama realmente. Se trata de aquel al que vosotros clavasteis injustamente en una cruz. Gracias a vosotros ahora soy cristiana, y me avergüenzo de mi origen.

Leví, fuera de sí, se abalanzó sobre su hija, y cogiéndola salvajemente de los cabellos la arrojó a los pies de la cruz. Después dijo a todos cuantos estaban a su alrededor:

Hemos venido a matar a un cristiano y así lo vamos a hacer. ¡Ahí la tenéis!. ¡Tomad venganza de esta infiel que ha traicionado a su raza!.

Al siguiente amanecer la vida continuaba con normalidad en la ciudad de Toledo. Las campanas tañían llamando a maitines, y los ciudadanos deambulaban por las calles como otro día cualquiera. Leví, como de costumbre, se afanaba en sus labores artesanales a la puerta de su casa.

Pero nunca más volvió a saberse de su inocente hija…

Dicen que años después encontraron entre los muros del ruinoso templo una flor desconocida en el paraje. Cavando entre los restos del templo, buscando el origen de aquel portento, hallaron el esqueleto de una joven mujer.

Nunca se supo realmente a quién pertenecía aquel cadáver, pero aquella flor hoy se ha hecho bastante común en la zona, y es conocida como “La Rosa de la Pasión”.

El Diablo Confesor

Don Ángel Arellano era un peculiar personaje de mísero aspecto, nariz aguileña, ojos oscuros y frondoso mostacho que tenía su morada en una lúgubre casona de la calle de San Pedro.

A pesar de su descuidado aspecto don Ángel era conocido en todo Toledo sobre todo por su generosidad, sabiduría, prudencia y paciencia a prueba de todas las adversidades de la vida.

Si en toda la ciudad era conocida la bondad de don Ángel también lo era la maldad de don Gonzalo, su único hijo. Eran innumerables las doncellas a las que el malvado Gonzalo había humillado con falsas promesas, numerosos los alguaciles que conocían sus andanzas, y cuantiosas las ocasiones en que sus fechorías habían finalizado en el calabozo. Calumnias alzadas contra inocentes mujeres, piadosas imágenes con bigotes pintarrajeados, roedores liberados para alboroto de ancianas beatas en su momento de mayor recogimiento, infamantes rótulos que un amanecer sí y otro también aparecían en las portadas de los conventos… Todo ello era obra de la malvada pero hábil mano de don Gonzalo, que sabía esconderse siempre astutamente de la acusación.

Confesionario en el Convento de San Clemente

Unos culpaban a su padre por no haber sabido educar a su hijo con férrea mano; otros a la justicia por no acabar de una vez por todas con las impertinencias del libertino joven. En lo que todos coincidían era en afirmar que el alma de don Gonzalo era posesión del diablo, y que gran parte de las riquezas del pobre don Ángel habían pasado a engrosar las arcas de la justicia a causa de los vandálicos actos de su hijo.

Una mañana de Jueves Santo don Ángel salió de su casa y acudió a la Catedral con el fin de cumplir piadosos deberes, buscando confesión y deseando pedir al confesor consejos para encauzar la conducta de su hijo, que tantos disgustos le estaba acarreando.

Por las naves del templo serpenteaban largas filas de devotos, que aguardaban con impaciencia su turno en los escasos confesionarios que se hallaban atendidos por sacerdotes. Pero la inminente celebración de los oficios propiciaría la suspensión de las confesiones.

Este hecho hizo titubear a don Ángel, pero alzando la vista advirtió que junto a la puerta del Perdón existía un confesionario vacío en el que creyó ver como se adentraba una figura vestida con sotana. Sin dudarlo un instante se acercó al confesionario y permaneció allí postrado durante varios minutos.

Cuando lo abandonó su rostro estaba pálido, gruesas gotas de sudor brotaban de su frente y su cuerpo temblaba.

Tras él, al ver que se hallaba ocupado el confesionario, ya se habían alineado numerosos fieles. Cuando se marchó don Ángel se acercó una mujer, que a los pocos segundos se volvió a los presentes diciendo con indignación:

¡Ver para creer!. Hay hombres que no respetan ni lo más sagrado. Nos ha engañado para reírse. ¡Que Dios le perdone!.

Dentro del confesionario no había nadie…

Al amanecer del Viernes Santo don Gonzalo fue asesinado en su lecho. Todas las pruebas acusaban claramente a su padre, pero éste se defendió argumentando que el confesor le había aconsejado quitar la vida a su hijo para evitar así que continuara con su libertina vida.

Acudieron presurosos los alguaciles a tomar declaración al supuesto sacerdote, y se encontraron con que el responsable de aquel confesionario se hallaba en cama desde hacía un mes a causa de unas extrañas y fuertes fiebres.

A ello se añadió la declaración de varios fieles que aseguraron haber sido engañados por don Ángel, haciéndoles creer que un confesionario vacío estaba siendo atendido por un sacerdote.

Don Ángel, que se mantenía firme en su palabra, fue encarcelado y ejecutado poco tiempo después.

A los pocos días del suceso corrió por toda la ciudad el rumor de que un empleado de la Catedral percibió un fuerte olor a azufre y otros aromas infernales mientras confesaba don Ángel. Encendiéndose las fantasías se extendió por Toledo la noticia de que el diablo en persona era quien había confesado a don Ángel para llevarse la pecadora alma de su hijo, y con ella la del padre que dejó de ser santa con aquel acto.

Para evitar más habladurías las autoridades catedralicias decidieron volver el confesionario contra el muro. Y así seguiría si no fuera porque manos imprudentes lo tornaron a su posición original, aún a pesar del riesgo que corre cada alma arrepentido que allí acuda en busca de consejo…

Sobre relato de Leopoldo Aguilar de Mera. Revista Toledo nº 152. 1920

El Pozo Amargo

Cuando en Tolaitola se aglutinaban las tres grandes religiones, existía un palacete en las proximidades de la Mezquita Mayor donde tenía su residencia Leví, uno de los judíos más ricos y conocidos de la ciudad. La fama de Leví no se debía exclusivamente a sus riquezas, sino también al odio manifiesto y desmesurado que sentía hacia los cristianos y todo lo relacionado con ellos. El judío era fanático de la ley de Moisés, y detestaba a los cristianos al considerarles los principales enemigos de su religión.

El Pozo Amargo en la actualidad

Pero dentro del corazón del hebreo existía un hueco para el más puro de los sentimientos. Ese hueco estaba ocupado por su hija Raquel, de sólo dieciséis años, que era el punto débil de Leví. Raquel se había criado únicamente con el amor paterno, pues su madre había fallecido al poco de su nacimiento, por lo que sólo conocía el amor de su padre que vivía por y para ella. Pero he aquí que la joven descubrió que en su corazón había espacio para otro sentimiento que ni siquiera había imaginado. Y es que poco tiempo atrás, cierto día de primavera, se había enamorado perdidamente de un caballero que paseaba frecuentemente bajo su ajimez. Raquel, que no guardaba secretos con su padre, no se atrevió a decírselo, posiblemente por temor a ser reprendida.

Apenas pasaron unas semanas de esto cuando llegó al palacio de Leví un viejo amigo de la familia, que había estado presente durante el nacimiento de Raquel y la amaba como si de su propia hija se tratara. Rubén, que así se llamaba el recién llegado, encontró a Leví inmerso en la lectura del Talmud, pero éste interrumpió su lectura cuando vio aparecer a su amigo.

¡Querido Rubén! –exclamó-. ¿Qué es lo que te trae por mi casa?.

Me temo, Leví –dijo-, que no soy portador de buenas noticias, pero prefiero decírtelo yo personalmente antes de que te enteres por otros medios.

Me estás asustando, viejo amigo. ¿De qué se trata?.

De tu hija.

¿De Raquel?.

Rubén asintió con la cabeza dudando si continuar, pero Leví preguntó con inquietud y el rostro desencajado:

¿Qué es lo que ocurre, Rubén?. ¿Qué pasa con mi hija?.

¿No has notado ningún cambio en ella últimamente?.

El excitado padre quedó pensativo, y enseguida contestó a la pregunta de Rubén.

Pues ahora que lo dices sí. Hace unas semanas que no es la misma. Se ha convertido en una mujer y parece no tener la misma confianza en mí que cuando era una niña. Apenas tiene apetito, y se pasa la mayor parte del día encerrada en su alcoba suspirando.

¿Y eso no te dice nada?.

Leví miró a su amigo, y sin saber qué contestar se encogió de hombros.

Yo te diré –continuó Rubén- qué es lo que le ocurre a tu hija. Se llama amor. Gracias a fuentes de toda confianza sé que Raquel está viéndose a escondidas con un joven del que dicen está enamorada.

Una cuchillada directamente en el corazón de Leví no le hubiera causado tanto daño como las palabras de su amigo. El protector padre todavía veía a su hija como una niña indefensa, y la idea de verla en brazos de otro hombre le rompió el corazón. Las palabras de Rubén podían ser más que probables, pues supondría una explicación razonable al repentino cambio en la conducta de Raquel. Tratando de no aparentar tristeza, y con un nudo en la garganta, contestó:

Pues si mi hija desea unir su vida a la de otro hombre no seré yo quien se oponga, pues Yahvé llenará el vacío que deje la ausencia de mi hija con la alegría de nietos que harán mi vejez más llevadera.

Según decía estas últimas palabras no pudo contener las lágrimas, porque sabía que jamás volvería a tener en su regazo a aquella niña que era toda su vida. Pero la felicidad de su hija estaba en juego, y la dicha de la niña estaba por encima de su egoísmo paternal. Pero Rubén, cuyo rostro había permanecido imperturbable, añadió:

No te he contado todo, pues aún te queda por conocer la parte más horrible.

El rostro de Leví volvió a desencajarse de nuevo, y sin fuerzas para hablar dirigió una mirada a Rubén, como si le rogara que continuase.

Me duele tener que decírtelo con franqueza, pero el hombre del que se ha enamorado tu hija no es digno de ella.

Leví, que apenas pudo hablar con un hilo de voz, preguntó de forma casi ininteligible:

¿De quién se trata?.

De un cristiano –contestó Rubén seca y enérgicamente-.

La tristeza del padre se tornó en una rabia contenida a duras penas, y entre exacerbados aspavientos comenzó a recorrer la habitación de un extremo a otro.

¡Un cristiano! –gritaba-. ¡Dime, Rubén, cuéntame todo lo que sepas!.

Realmente no es gran cosa lo que conozco. Dicen que por la noche, cuando se han apagado las luces de tu aposento, salta la tapia de tu palacio un joven adorador del crucificado. Una vez superada la tapia se dirige al pozo del jardín, donde al poco tiempo llega Raquel para reunirse con él durante largo tiempo. Cuando amenazan los primeros rayos de sol se funden en un apasionado abrazo, y después el joven se marcha por el mismo lugar que ha llegado.

¿Y qué más?.

Eso es todo cuanto sé.

Gracias Rubén, es suficiente. Hubiera dado todo cuanto tengo para no haber oído lo que me has contado, pero más vale conocer la verdad que vivir en mentira. Ahora siéntate junto a mí y escucha cómo voy a resolver este desafortunado asunto.

La noche era casi cerrada cuando Rubén abandonó el palacio despidiéndose afectuosamente de Leví. La puerta se cerró tras él con un golpe seco y un espeso manto de nubes ocultaba el firmamento. Una densa niebla comenzó a propagarse por el jardín de Leví, acompañada de un inquietante silencio que creaba un ambiente tenebroso, como presagio de algún funesto suceso. Aprovechando el refugio que facilitaba la niebla avanzaba una figura por el jardín, deteniéndose tras unos arbustos existentes junto al pozo. Era el viejo judío, quien alertado había decidido comprobar por sí mismo si era verdad cuanto le habían contado. Una vez en su escondite murmuró entre dientes:

Desde aquí veré llegar al infame que quiere arrebatarme a mi hija. Le daré su merecido y recuperaré el corazón de mi hija, que me acompañó en mis largas horas de soledad.

Apenas llevaba allí unos minutos cuando escuchó sonido de pasos que se acercaban tras la tapia. Al poco un joven saltó sobre ella y se dejó caer suavemente sobre el húmedo césped. Con paso firme y decidido se dirigió al lugar donde se hallaba oculto el viejo israelita. Cuando se hallaba a apenas un par de metros de Leví saltó éste sobre él, y comenzó entre ambos una lucha feroz y breve. Feroz porque los dos contendientes ponían todas sus energías, y breve porque un puñal de reluciente hoja penetró violentamente en uno de los cuerpos. Luego se oyó un débil lamento, y el joven amante cayó pesadamente a tierra.

¡Muere, perro cristiano!. ¡Vete allí donde no puedas entrometerte entre el amor de un padre con su hija!.

En esto se oyó el sonido de una puerta que se abría, y Leví, no queriendo ser descubierto por su hija, volvió a su escondite. La enamorada joven acudía ilusionada a reunirse con su amante, al que había oído saltar la tapia. Pero cuando llegó al lugar acostumbrado comprobó horrorizada que su amante clandestino yacía en el suelo con el puñal de su padre incrustado en el pecho. Comprendiéndolo todo dio un grito de terror, y se lanzó al suelo abrazando entre sollozos el cuerpo sin vida de aquel hombre que le había enseñado a amar.

Leví, que había visto conmovido la reacción de su hija, salió de su escondite y se acercó a la joven con intención de consolarla, pero ésta se levantó impulsivamente y dirigió a su padre una mirada llena de odio y rencor. No dijo una palabra, volvió a inclinarse sobre el cadáver de su enamorado y comenzó a dar sonoras carcajadas. La pobre niña había enloquecido a causa de la impresión.

Desde aquel día no volvió a sonreír la joven hebrea, cuya vida se volvió triste y solitaria. Acostumbraba a bajar al jardín todos los días a la misma hora en que se reunía con su amante desaparecido sin que nadie se lo impidiera, e inclinada sobre el pozo vertía en sus cristalinas aguas todas sus lágrimas. Una noche la desdichada joven no soportó más la amargura, y creyendo oír la voz de su amado en el fondo del pozo se arrojó al fondo para reunirse con él.

Al día siguiente los sirvientes de Leví rescataron del pozo, ya sin vida, el cuerpo de la desconsolada Raquel.

Ya no quedan restos de aquel palacio, pero sí el pozo al que los toledanos conocen hoy en día como “El pozo amargo”. Aseguran que sus aguas se volvieron así a causa de la cantidad de lágrimas que la infeliz judía derramó sobre ellas.

Sobre relato de Eugenio de Olavaría y Huarte en “Tradiciones del Toledo”. Ed. Zocodover.