La Princesa Galiana

Cuando Tolaitola estaba gobernada por Galafre, en el siglo VIII, existía junto al río un pequeño pero lujoso palacete. Este era el lugar favorito de Galiana, la joven y bella hija de Galafre, quien pasaba allí largas temporadas disfrutando de la paz y tranquilidad que ofrecía el paradisíaco vergel.

Cierta noche veraniega se hallaba la joven conversando con Geloira, su esclava favorita, a la que tenía el cariño suficiente como para confiarle sus más íntimos secretos. La noche era apacible, como tantas otras, pero la joven no era feliz y así se lo hizo saber a su sirvienta.

(1851-05-11). “Vista de las ruinas del palacio de Galiana desde el patio”. Semanario Pintoresco Español (19): 152. ISSN 2171-0538

¿Cómo es posible –preguntaba ésta- que no seas feliz?. Eres hija de un poderoso señor que te proporciona cuanto deseas, tu vida transcurre entre toda clase de comodidades y eres amada por Abenzaide.

Galiana, en el momento en que su esclava mencionó a Abenzaide, lanzó un débil suspiro.

¿Qué te ocurre? –continuó Geloira-. ¿Es que acaso Abenzaide no te ama?.

Al contrario, Geloira –respondió Galiana-. Ya hace tiempo que no deja de importunarme, pero yo no siento nada por él. Sé que es valiente y poderoso, pero a la vez es orgulloso y dominante. Jamás sería feliz a su lado.

¿Y él lo sabe?.

No, pues hace varias lunas que por motivos de gobierno marchó a tierras lejanas sin que haya vuelto a verle. Pero se lo haré saber tan pronto como regrese.

Todavía resonaba en el aire la última palabra de la princesa cuando de entre la espesura del jardín apareció un apuesto caballero que se presentó ante sus miradas. Galiana y Geloira gritaron de terror abrazándose entre sí. El caballero se echó a sus pies tratando de tranquilizarlas.

Perdonadme si mi brusca presentación os ha asustado, pero escondido en el jardín he oído vuestras palabras que me han llenado de dicha. En este momento puedo confesar, sin ofender a la hospitalidad de vuestro padre, que he venido sólo para contemplar vuestra belleza. Ahora, sabiendo que no amáis a Abenzaide, no os ocultaré mi amor. Galiana, pronto he de regresar a mi reino. ¿Queréis cambiar vuestros jardines por los de mi patria?.

Galiana enmudeció. Superado el sobresalto reconoció en el caballero a Carlos, hijo del rey de los francos, que se alojaba en el palacio hace días por hospitalidad de Galafre. Ella se sentía también atraída por el joven príncipe desde que le vio por primera vez, pero había ocultado sus sentimientos por tratarse de un huésped de su padre. Carlos cogió una mano de la princesa estrechándola suavemente con las suyas, mientras con su expectante mirada parecía suplicar una respuesta. Galiana dijo un tímido “¡sí!”, y después ocultó su rostro, enrojecido por el rubor, en el pecho de su esclava. El galán príncipe besó tiernamente la mano de la joven y se marchó despidiéndose hasta el día siguiente.

A los pocos días llegó a Tolaitola Abenzaide, quien había oído lo sucedido y regresaba para pedirle explicaciones a Galiana. Cuando llegó ante el palacio salió a recibirle Geloira, quien hablaba en nombre de su señora.

Alá os guarde, señor. Disculpad a esta esclava que solamente es la portadora de un mensaje de su señora. Galiana desea que os transmita su deseo de no volver a ser importunada por vos, pues su amor es para otro caballero. Deseando vuestra felicidad se despide de vos.

Dile a tu señora –contestó Abenzaide- que no permitiré que su corazón pertenezca a otro. ¡Haré cuanto sea necesario para evitarlo!.

Y tan colérico como sorprendido marchó en busca del caballero que había cautivado el corazón de la mujer a la que amaba.

Encontró a Carlos en el palacio que Galafre tenía en el interior de la ciudad, y presentándose ante él le exigió desagravio mediante duelo a muerte. El joven franco no pudo negarse, y fijaron la celebración del duelo para el amanecer del día siguiente.

Al poco de despuntar el alba era incontable la multitud que se agolpaba en torno al camino que conducía al escenario del duelo, un descampado en la vega que Galafre, como juez imparcial, había elegido. Los asistentes guardaban un respetuoso silencio, sabiendo que aquel día finalizaría echando en falta a un ser humano. Con toda puntualidad llegaron los dos adversarios, ataviados con sus armaduras más resistentes y empuñando sus armas más poderosas. Antes de enfrentarse con sus armas lo hacían a través de sus miradas, en las que se reflejaba toda la tensión y odio acumulados.

El público, formado en su totalidad por sarracenos, mostraba su favoritismo por el extranjero, y es que diferentes motivos habían propiciado tal circunstancia. Por una parte odiaban a Abenzaide por su orgullo ilimitado y la crueldad con que trataba a sus enemigos. Por otra, el joven extranjero, había demostrado gran cortesía y nobleza durante su breve estancia en Tolaitola. La fama de su valor le precedía, al igual que su respeto al adversario. Todos conocían el amor correspondido que sentía hacia Galiana, y nadie

En una tribuna levantada para la ocasión se hallaba Galiana, presa de los nervios, temiendo perder al hombre que realmente amaba. Junto a ella se encontraba su padre, quien hizo la señal para que diera comienzo el combate.

La joven no pudo resistir el terror, agachó la cabeza y se tapó los oídos para no contemplar el sangriento desenlace. Los caballos de los dos adversarios emprendieron veloz galope y chocaron en horrible estrépito. Las armaduras chirriaban al rozarse entre sí, y caballos y caballeros se hicieron invisibles tras una espesa nube de polvo. Nada pudo verse durante unos instantes, pero un golpe seco indicó que uno de los caballeros había caído a tierra. Los asistentes enmudecieron en espera de poder distinguir lo que había sucedido, y cuando la nube de polvo se desvaneció sonó una atronadora ovación. El júbilo de los congregados animó a Galiana a alzar la vista, y cuando lo hizo pudo distinguir a Carlos, que se hallaba en pie junto al cuerpo sin vida de su rival y dirigía una amorosa mirada al lugar donde ella se encontraba.

Al poco tiempo, Carlos y Galiana, partían juntos a la tierra del príncipe. Allí se unieron en feliz matrimonio.

Sobre relato de Eugenio de Olavarría y Huarte: “Tradiciones de Toledo”, M.P. Montoya y Cía. 1880

El nacimiento de don Pelayo

Todavía reinaban los godos en España cuando vivía en Toledo una hermosa dama, sobrina del rey, llamada doña Luz. Era hija del príncipe Teodofredo, nieta de Chindasvisnto y hermana de Rodrigo, el que sería el último rey godo. La joven dama era admirada y querida por todos, pues desde que se iba haciendo mujer poseía una gran belleza y ternura. Y fueron muchos los nobles que pretendían por esposa a doña Luz. Ella, siempre con sensibilidad, rechazaba todas y cada una de las proposiciones, pues hacía tiempo que estaba enamorada del duque don Favila, hermano de su padre. Éste, prendado también de su hermosa sobrina, vino a Toledo desde Cantabria con la intención de casarse con ella.

Pero al poco tiempo de llegar notó que la joven hacía lo posible por evitar que se les viese juntos, y en su rostro, ahora sin su deslumbrante sonrisa, se reflejaban claros signos de preocupación.

¿Qué te ocurre? –preguntaba don Favila-. ¿Es que acaso ya no me quieres?.

Por supuesto que te quiero –respondió ella-, pero hace tiempo que nuestro proyecto de matrimonio se ve peligrar. Verás, no he encontrado la mejor manera de decírtelo, pero es preciso que lo sepas. Hace tiempo que el rey viene halagándome con sutiles piropos, a los que yo no di mayor importancia al considerarlos inocentes palabras. Pero en los últimos días los galanteos se han convertido en agobiantes insinuaciones y proposiciones que, pese a mi continuo rechazo, no han cesado.

Serio es el problema. Lo más conveniente es que durante los próximos días hagas lo posible para evitar al rey. Yo me ocuparé de acelerar los trámites para que podamos contraer matrimonio lo antes posible, y mientras tanto será mejor que nadie tenga conocimiento de nuestros encuentros.

Y así lo hicieron. Durante los días sucesivos se encontraron clandestinamente en las dependencias de doña Luz, al tiempo que don Favila buscaba los medios de obtener el permiso para poder contraer matrimonio con su sobrina. Pero quiso la mala fortuna que llegaran hasta oídos del rey las pretensiones del duque, que decidió enviarle lejos argumentando su necesaria presencia en el norte del reino. Así despejaría el camino para poder continuar sus andanzas libremente.

Pasó el tiempo sin que cambiara la actitud de doña Luz, que rechazaba incesantemente las proposiciones del monarca. Sin embargo sí que se evidenciaba un significativo cambio en el físico de la hermosa goda. Con gran enojo comprobó el rey que doña Luz se había entregado a otro hombre, pues su avanzado estado de gestación así lo delataba. Y reprimiendo su ira decidió esperar a que naciera el retoño para hacer pública la deshonra y castigar la impureza de la dama.

Así lo sospechó doña Luz, que llegado el momento del alumbramiento hizo todo lo posible por proteger a su hijo, al que ella misma bautizó. Hizo que le construyeran un arca con los materiales más nobles y forrada en rico paño, y después, ayudada por una criada, introdujo al niño en el cofre depositándole con mimo en cierto lugar del Tajo. En un pergamino que acompañaba al niño, la madre explicaba que el niño era de noble linaje, y rogaba que aquél que encontrase al niño le tratase como tal. Doña Luz rezaba fervorosamente mientras veía alejarse a su hijo aguas abajo, rogando a Dios que protegiera al inocente infante. Emocionada regresó la madre a su hogar, escribiéndole al duque y contándole todo lo ocurrido durante su ausencia.

Entre tanto el arca continuó su descenso por el río, llegando sin interrupción hasta el pueblo de Alcántara. Quiso el destino que fuera encontrado por un tío de doña Luz, llamado Gafreses, que observó con curiosidad el extraño objeto que flotaba en el río. Acercándose a él, y ayudándose con una vara para atraerlo a la orilla, quedó sorprendido al encontrar al niño dentro de un lujoso y elaborado cofre. Tomando el pergamino lo leyó, y estrechando con ternura al crío lo llevó hasta su casa. A continuación hizo llamar a un amigo suyo, también de sangre noble, que sufría gran dolor al haber perdido recientemente a una hija de pocos meses. Las intenciones de Gafreses, que no eran otras que ofrecer la criatura a su amigo, se vieron realizadas, pues éste se ofreció voluntariamente para hacerse cargo del chiquillo.

Mientras, en Toledo, el rey ya había notado con asombro que doña Luz había recuperado su esbelta figura, y, por qué no decirlo, su belleza había ido en aumento como suele suceder en estos casos. Inútilmente trató de averiguar por todos los medios qué había ocurrido con su hijo, y al no conseguirlo recurrió a métodos más duros y rastreros.

Cierto día de solemnidad se hallaba reunida la Corte cuando ante el asombro de los presentes se levantó un caballero, llamado Melías, que acusó a doña Luz de cometer acciones deshonestas. Ni que decir tiene que tal sujeto estaba conchabado con el rey para ejecutar su venganza. Sin embargo ninguno de los presentes quiso responder, pues todos consideraron que el propio monarca, al estar emparentado con la acusada, saldría en defensa suya. Pero no fue así, y haciendo llamar a su sobrina le dijo:

Graves son las acusaciones que hay en tu contra, y al no alzarse ninguna voz en tu defensa debo creer que son reales. La falta que has cometido es imperdonable, y si en las próximas Cortes que se celebrarán dentro de dos meses no se presenta ningún caballero que defienda tu honor, serás condenada a morir en la hoguera.

De nada sirvieron las lágrimas que copiosamente vertió doña Luz, asegurando que jamás había visto al tal Melías. El indigno rey sonreía satisfecho, creyendo que sus planes iban por buen camino. Pero la providencia no podía abandonar a la desdichada doña Luz.

Pasaron los dos meses y los caballeros se hallaban reunidos en nuevas Cortes, siendo esta vez la acusación a la hermosa goda el tema principal. Puesta en pie frente a ellos escuchaba asustada las palabras de un asistente, que con voz solemne exclamaba:

Doña Luz: nos hallamos aquí reunidos por las graves faltas de las que don Melías te acusa. Como quedó sentenciado hace dos meses serás condenada a morir en la hoguera si no se presenta ningún testigo que defienda tu causa. ¿Existe algún testigo?.

¡Sí, lo hay! –exclamaba un caballero que en ese mismo instante irrumpía en la instancia-.

El noble, que no era otro que el duque Favila, se puso frente a Melías, y acusándole de mentiroso le arrojó el guante a la cara, retándole así a un duelo a muerte. Quedó contrariado el rey, pues si el duque salía victorioso del duelo no tendría más remedio que liberar a la joven limpia de toda imputación. El desafío quedó fijado para tres días después, en los campos de la Vega.

Llegó el momento del enfrentamiento, y el duque, diestramente instruido en el ejercicio de las armas, derrotó fácilmente a Melías, al que cortó la cabeza para mostrársela rabioso al rey.

Siempre resulta lamentable la pérdida de uno de mis hombres –le increpó éste-, pero sobre todo resulta inapropiado que le hayas decapitado para regodearte con su muerte. Sin embargo, y como dicta la ley, me veré obligado a liberar a la acusada.

¡Un momento majestad, que yo quiero repetir tal acusación!.

En ese momento descendía al escenario del duelo Bristes, un primo del caballero muerto, deseoso de vengar la muerte de su familiar.

Yo aseguro que Melías tenía razón, y estoy dispuesto a batirme en duelo por sus mismas convicciones.

Duque Favila –dijo el rey-, si quieres defender de nuevo el honor de doña Luz, estás en tu derecho. Te doy dos días de plazo para que te recuperes del esfuerzo realizado hoy.

Si no os importa, majestad –respondió-, prefiero hacerlo ahora mismo.

El ruin monarca asintió, dando comienzo el nuevo reto entre Favila y Bristes. Aquél demostró la misma destreza que en el combate anterior, y, aunque más cansado, no le costó derrotar al calumniador. Esta vez, temiendo el reproche del rey, le dio la oportunidad de retractarse de sus palabras.

¡Confiesa, maldito!. ¡Di que tus acusaciones son falsas!.

Pero el derrotado caballero, por orgullo propio, no lo hizo, decapitándole el duque sin que el rey pudiera reprocharle nada. Por el contrario, no tuvieron más remedio éste y los jueces que liberar a doña Luz libre de acusaciones, y ésta, abrazando a su amado, se retiró con él para curarle las heridas.

Mientras tanto había llegado Gafreses a Toledo, que oyendo lo que podría ocurrirle a su sobrina se dirigió a la ciudad. Llegó tarde para defender el honor de su familiar, pero por fortuna Favila ya lo había hecho bastante bien. Reuniéndose con ellos les instó a casarse rápidamente para evitar que en lo sucesivo se volvieran a repetir idénticas sucesiones, acudiendo personalmente ante la presencia del rey y solicitándole permiso para celebrar el casorio. De mala gana concedió la autorización el monarca, que veía de esta manera esfumarse definitivamente todas sus posibilidades de venganza. Así, y ya sin nada que temer, la enamorada pareja pudo unirse en matrimonio ese mismo día.

Pese a ello Gafreses notó en los ojos de su sobrina la huella de una profunda tristeza, y extrañado le preguntó:

-¿Qué te ocurre, Luz?. ¿Es que no eres feliz?.

Claro que lo soy, tío. Pero más lo sería si tuviese a mi hijo a mi lado. Verás, no se lo he contado a nadie, pero hace meses que alumbré a un retoño que me vi obligada a abandonar, pues de no haberlo hecho el rey me lo hubiera arrebatado y posiblemente dado muerte. No sabía cuál era la mejor manera de protegerle, y le deposité en el Tajo dentro de un arca para que la providencia velara por él. No sé que habrá sido de su vida.

Quedó, sorprendido Gafreses, al comprender que el hijo de su sobrina era aquél que tiempo atrás había rescatado de las aguas del río. Así se lo hizo saber a doña Luz, haciendo que el niño fuera recogido y entregado a sus padres, que lo recibieron con una alegría inimaginable, viviendo desde aquel día los tres felices y gozosos.

El tiempo pasó, y aquel afortunado niño, llamado Pelayo, se convirtió en un glorioso caballero. Concretamente en el afamado caudillo fundador del reino de Asturias, protagonista de las más importantes victorias frente al invasor musulmán.

Sobre relato de Vicente García de Diego: “Antología de leyendas de la literatura universal”. Ed. Labor 1955

El último arriano

Corría el año 610 de nuestra era cuando en Toledo existían acaloradas discusiones entre católicos y arrianos. Ya hacía varios años que el rey Recaredo había oficializado el catolicismo como religión del reino. Pero ahora, llegado al trono Viterico, se proponía reinstaurar de nuevo el arrianismo. Por eso los cristianos censuraban la intención del monarca, aportando importantes razones que iban en beneficio de la cultura y del bienestar del pueblo godo. Los partidarios del arrianismo, por su parte, elogiaban las radicales medidas del monarca, mostrando descaro e insolencia. Pero afortunadamente éstos últimos eran los menos, pues la sociedad visigoda había comprobado en los últimos años las excelencias del catolicismo, y veía en su líder al principal enemigo del reino.

Witerico, rey de los Visigodos (Museo del Prado), por Benito Soriano Murillo

Las referidas discusiones se desarrollaban primero en los palacios de los nobles godos, directamente descendientes de Recaredo, pero con el tiempo se extendieron a las calles, plazas y mercados.

Conociendo Viterico el peligro de su impopularidad, se esforzaba en mantener satisfecha a la guardia real, temiendo ser algún día el blanco de las iras públicas. Pese a ello no había abandonado su vida libertina, ocupado en acudir a numerosas fiestas y en relacionarse con mujeres de dudosa reputación.

El descontento popular creció ante esta conducta licenciosa y frívola, y los nobles y vasallos comentaban persistentemente la necesidad de eliminar al miserable Viterico por el bien del reino.

La ocasión se presentó en uno de los numerosos banquetes que el arriano organizó en los salones de su palacio. A él estaban invitados todos los miembros de la nobleza toledana, que, como ya dijimos, hacía tiempo que detestaban al rey. Reunidos todos los comensales, y presidido el banquete por el propio rey, transcurrió el convite sin incidencias. Pero finalizado éste, y de improviso, numerosos nobles acompañados por sus sirvientes rodearon al sorprendido Viterico, que inmediatamente después moriría acribillado a puñaladas. Nada pudieron hacer los escasos vasallos fieles al rey, que con estupor habían presenciado todo lo ocurrido.

Los nobles, acto seguido, entregaron el cadáver al pueblo, que lo arrastró por todas las calles de la ciudad para después enterrarlo en un lujar alejado y que se desconoce.

Este fue el fin del último arriano.

Sobre relato de Juan Moraleda y Esteban

El Rey Wamba

En el año 672, poco después de fallecer el rey Recesvinto, se reunieron en Toledo todos los nobles del reino visigodo en unas conflictivas reuniones para proclamar nuevo soberano. El motivo del conflicto era que muchos de ellos se veían con derecho al trono, siendo solamente una la plaza vacante. Ninguno cedía en su empeño, por lo que aquellas reuniones se prolongaron durante largo tiempo. Cuando alguien propuso el nombre de Wamba todos callaron, pues era el único que no se había propuesto a sí mismo.

Wamba era conocido por todos. Sabían que era un anciano virtuoso en una época de libertinaje, trabajador entre holgazanes, humilde entre orgullosos. Todos eligieron unánimemente a Wamba, no porque realmente le quisieran como rey, sino porque veían más fácil destronar al anciano que salir elegidos en aquella asamblea.

Wamba, que hasta entonces no había dicho una sola palabra, dándose cuenta de las intenciones de todos los nobles, comenzó a hablar:

Queridos nobles: agradezco la confianza que depositáis en mí con tal nombramiento, pero no me considero apto para ocupar el trono, ya que mi edad es avanzada. Pienso que mis dominios ya son más que suficientes, pues son enormes los esfuerzos que debo realizar para mantener la prosperidad.

Entonces se levantó uno de los nobles, desenvainó su espada, y se la puso a Wamba ante el pecho, gritando con rabia:

Si no aceptas la corona, conocerás el sabor de mi acero!.

Y de esta manera, pocos días después, Wamba era coronado rey en la iglesia toledana de Santa María un 20 de octubre del 672.

Todavía no se había extinguido el eco de las fiestas siguientes a la coronación cuando llegó un mensajero a la ciudad regia portador de malas noticias; los vascones se habían sublevado. A nadie sorprendió tal noticia, pero sí la energía que el anciano Wamba exhibió al formar un fuerte ejército encabezado por él personalmente, mostrando así que aún le restaban sobradas fuerzas para soportar el peso de la corona. La campaña fue breve, llegando el monarca godo fácilmente a los Pirineos y atravesando toda la Vasconia.

No le dio tiempo al valiente Wamba a reponerse del fragor de esta empresa, ya que al poco tiempo le comunicaron el levantamiento de Hilderico, conde de Nines. Para colmo de males el conde Flavio Paulo, enviado por el rey para sofocar el levantamiento de Hilderico, se reveló proclamándose a sí mismo rey nada más cruzar los Pirineos.

No tuvo más remedio el legítimo rey, apenas repuesto, que partir personalmente a enfrentarse a los traidores, a quienes derrotó de manera rápida y contundente. Los desleales nobles fueron apresados para el resto de sus días, y una vez restablecida la calma el soberano pudo regresar a su capital.

Intranquilo y desconfiado por las sucesivas infidelidades no quiso Wamba entrar en Toledo de forma triunfal, sino que prefirió adelantarse a sus tropas para infiltrarse de incógnito entre sus súbditos. De esta manera no llevaría nuevas y desagradables sorpresas. Pero pronto el honrado rey pudo comprobar que la corrupción y el vicio eran constantes en sus nobles y súbditos. Los mismos males que habían propiciado la caída del imperio romano amenazaban ahora con hundir el visigodo, antes tan fuerte y austero. El pueblo que gobernaba vivía despreocupado de sus obligaciones, entregados por completo a las apuestas en los espectáculos del Circo y los excesos. Mientras, las clases más humildes vivían hundidas en el hambre y la miseria. Wamba ya había podido ver suficiente por sí mismo.

Ahora sí. El monarca efectuó su entrada triunfal en Toledo conociendo a la perfección los puntos débiles de su reino. Por ello convocó un concilio para aprobar nuevas leyes. Su principal objetivo era recuperar la honradez que había caracterizado a su pueblo anteriormente. Comprendiendo lo complicado del momento, dado que se habían registrado sucesivas invasiones, su primer esfuerzo se centró en reforzar el ejército, implantando severas condenas para los que cometieran delito de traición. Pretendiendo fortalecer la defensa de la ciudad ordenó reconstruir la deshecha muralla, y como el material escaseaba ordenó tomar el Circo como cantera. De paso evitaba la repetición de los bochornosos espectáculos que se venían celebrando allí frecuentemente. Todas las ciudades regidas por Wamba comenzaron un período de prosperidad. Se mejoraron los accesos y las infraestructuras, se potenció la agricultura y las cosechas mejoraron notablemente. No había duda que el impulso dado por Wamba contribuyó a la mejora del reinado visigodo. Incluso la primera vez que los musulmanes invadieron la Península fueron expulsados con relativa facilidad.

Sin embargo muchos de los ambiciosos nobles no olvidaban el propósito con el que habían coronado al aparentemente frágil Wamba, e, impacientes, aguardaban la ocasión propicia para destronar al anciano y arrebatarle su corona. Pero esta ocasión parecía no llegar, dado el gran cariño que el pueblo mostraba a su soberano.

Era el año 680, y después de ocho años de un próspero mandato se habían disipado todos los temores de una posible rebelión. Quizás por ello la traición interna pilló desprevenido al honrado rey. Ervigio, noble que gozaba de la confianza de Wamba, urdió un malévolo plan para destronar al rey sin tener que matarle, pues este supuesto podría suponer ganarse la enemistad del pueblo. El plan consistió en administrar al viejo monarca un narcótico, haciéndole creer después que se estaba muriendo. Una vez conseguido el engaño le afeitó, cortó el pelo y vistió con hábito de penitente.

Juan Antonio Ribera – Wamba renunciando a la corona, 1819

De esta guisa lo presentó ante el pueblo, asegurándoles que Wamba había enloquecido e indicando que no sería adecuado mantenerle al frente del pueblo visigodo. A partir de ese momento Ervigio se autoproclamó rey, y el pueblo aprobó con estruendosa ovación tal decisión, pues consideraban indigno que tal cargo fuera ocupado por el demente Wamba. Y aunque a éste pronto se le pasó en breve el efecto del narcótico no pudo recuperar su trono, ya que el pueblo había aprobado su destitución. Esta es la manera en que el ingrato pueblo godo mostró su agradecimiento a un ser humano que, sin desearlo, recibió un reino corrompido y lo hizo prosperar.

El amargor de lo sucedido hizo enfermar realmente a Wamba, que al poco tiempo moría en el monasterio de Pampliega. Pero sin duda Dios recibiría con cariño en su reino a un nuevo súbdito que había sabido ser un gran rey.

Sobre relato de Antonio Delgado: “Leyendas de la Ciudad del Tajo”, Toledo 1946

El Pañuelo Ensangrentado

Cuando Toledo era la principal joya de la corona visigoda, dialogaban acaloradamente en la fortaleza real, ubicada en el mismo lugar que hoy preside el Alcázar, la reina Clotilde y el rey Amalarico. Ella era una prudente dama, hermana de cuatro reyes galos, casada con el visigodo para unir almas y reinos. Por todos sus vasallos querida y sin ningún enemigo declarado. Él, en cambio, era un orgulloso monarca engreído y ególatra. Nada le preocupaba más que mantener sus posesiones y humillar a sus numerosos enemigos. Pero si hay algo que diferenciaba a ambos, además de su carácter y el afecto recibido de sus vasallos, era su credo, pues ella era devota católica, mientras él era fiel al arrianismo. Ese era el motivo de la intensa disputa, pues la ingenua Clotilde pretendía convertir a su orgulloso esposo al catolicismo.

¡Yo soy el rey –gritaba Amalarico encolerizado-, y todavía no ha nacido ser humano que pueda gobernar mis ideas!.

Pero esposo mío –respondió ella, manteniendo en cambio la serenidad-, ya son numerosos los súbditos de tu reino que han reconocido al catolicismo como la única religión verdadera. Y mis cuatro hermanos, que son tan reyes como tú, ya hace tiempo que lo abrazaron. ¿Por qué no lo meditas y haces como ellos?.

Retrato imaginario de Amalarico († 532), rey de los Visigodos e hijo del rey Alarico II y de la reina Teodegonda. Leopoldo Sánchez del Bierzo

A lo que contestó el monarca herido en su orgullo, que era lo que más le dolía:

¡En mi reino decido yo, y nada me importa lo que haga ningún rey extranjero al que no temo!.

Y Clotilde, sacando una pequeña cruz que llevaba oculta en su pecho, se la muestra a su esposo respondiendo:

No temas a los reyes terrenales si quieres. Pero teme a éste, que es el único rey verdadero.

Ahora sí que estaba gravemente herido el orgullo del soberbio godo, que abalanzándose violentamente contra su esposa gritaba intentando arrebatarle la cruz:

¡Tira eso inmediatamente!.

¡Jamás! –responde la devota dama protegiendo la preciada cruz-. ¡Antes muerta!.

Amalarico, fuera de control, golpeó sin piedad el rostro de su esposa, brotando al punto tal cantidad de sangre que, a duras penas, tuvo suficiente para enjugarla con su fino pañuelo de seda. Después, sin mostrar síntomas de arrepentimiento, abandonó la estancia dando un fuerte portazo tras de sí. A los pocos instantes penetró en la habitación Watario, aquel capitán galo, clandestino enamorado de Clotilde, al que sus hermanos habían asignado como escolta por su nobleza y fidelidad. Preocupado por el alboroto acudió presuroso a la cámara de su señora, y al verla arrodillada y con el pañuelo ensangrentado, exclama:

Majestad, ¿quién se ha atrevido a alzar la mano contra vos?.

Respondiendo ella:

Te equivocas.

¿Entonces por qué se adivina la marca de cinco indignos dedos en vuestro rostro?. Decidme quién ha sido el culpable, que vuestros hermanos han de tener conocimiento.

Ya te he dicho que te equivocas, y no podrás probarlo.

El fiel vasallo, con un rápido movimiento, le arrebata a su señora el ensangrentado pañuelo, arrodillándose ante ella.

Os ruego que me disculpéis por mi irreverencia, pero esta prueba me será necesaria para confirmar mis palabras. Me encomendaron la misión de velar por vuestra integridad y honor, y cumpliré dicha misión. Ahora sólo me resta despedirme de vos, pues he de partir inmediatamente en busca de los vuestros.

Han pasado apenas unas semanas de lo referido anteriormente, cuando el ególatra Amalarico recibe en su palacio la visita de un mensajero. Éste, que no es otro que Watario, tras hacer una no sentida reverencia, le entrega un pergamino en el que se lee:

‹‹Hacia Toledo se dirigen cuatro galos, unidos por su sangre y por la afrenta de verla derramada por vos. El objetivo de su visita no es otro que vengar la sangre vertida, marcando en el rostro del infame Amalarico cuatro señales, una por hermano››.

Se enoja el impetuoso godo, y raudo reúne los mejores hombres de su ejército para salir a cortar el avance enemigo. Junto a él cabalgan Watario y Teudis, siendo la peor escolta que pudiera llevar el rey godo. Todos sabemos los sentimientos de Watario hacia la reina, y por tanto la aversión hacia su infame marido. Pero no queda rezagado el odio de Teudis hacia Amalarico, pues aquél era el principal candidato a ocupar el trono visigodo. Por ello resulta fácilmente comprensible la estrepitosa derrota sufrida contra las huestes galas, viéndose obligado el líder hispano a emprender veloz retirada, en un intento desesperado por salvar su vida y parte de sus riquezas.

En esta tesitura lo encontró Teudis, recorriendo exasperadamente su palacio de un extremo a otro. Al verlo cruzar la puerta, le dice:

¡Teudis, hay que huir!. ¡Rápido, ayúdame y llevemos cuantas riquezas nos sea posible salvar junto a nuestras cabezas!.

Así sea, señor –responde éste-. Pero tengo un amigo entre los galos que podrá ayudarnos. Voy en su busca.

Y abandona Teudis el palacio en busca de Watario, que se encuentra esperándole en las afueras de la ciudad, llegando enseguida junto a él.

El miserable se encuentra en su palacio preparándose para huir.

No necesitó Watario oír más. Veloz se subió sobre su corcel, dirigiéndose al campamento galo donde informó a los hermanos de Clotilde de lo que estaba sucediendo.

Pocos instantes después, irrumpía Teudis de nuevo en la estancia donde se encontraba un nervioso Amalarico.

Ya era hora, Teudis. ¿Dónde demonios estabas?.

Pero enmudeció el rey al ver entrar tras el godo a Watario y los cuatro reyes galos. Childeberto, que era el mayor de ellos, le dice con desprecio:

-Ha llegado el momento de que paguéis la bofetada que disteis a una indefensa mujer. Y para que haya justicia sólo recibiréis una por cada ofendido.

Y dirigiéndose a sus hermanos, añade:

Mejor será que utilicemos los guanteletes de acero para que nuestras manos no se contaminen de tocar la inmundicia.

Se acerca el primero de ellos, y golpeando violentamente el rostro de Amalarico, afirma:

¡Aquí tenéis, cobarde, mi pago!.

Haciendo otro tanto el segundo hermano le golpea en el mismo lugar.

¡Tomad, que yo también soy generoso!.

El lado derecho del rostro del visigodo queda cubierto por la espesa sangre, que a borbotones brota de nariz, boca y oído. Llegando junto a él el tercero de los hermanos de Clotilde, añade:

No es justo que sólo se os pague la mitad –dice mientras le golpea en la mejilla izquierda-. ¡No dejemos que este lado quede sin su merecido!.

Childeberto, que ha observado atentamente lo hecho por sus hermanos, se pone pausadamente al lado del ensangrentado visigodo, que se tambalea apoyándose en la pared para no caerse, y agarrándole por los pelos, concluye:

Ya sólo os queda el pago del último plazo. ¡Tomad!.

Y golpea con tanta violencia el rostro del debilitado Amalarico que cae fulminado al suelo sin vida, envuelto en tanta sangre que hubieran hecho falta un centenar de pañuelos para enjugarla.

Finaliza el día, y los toledanos celebran que ya no es el miserable Amalarico quien lleva la corona, sino el traidor Teudis. Mientras, rumbo a tierras galas, se dirigen cuatro reyes, a quienes acompañan montados sobre un negro corcel Clotilde y el enamorado Watario.

Sobre relato de Federico Mendizábal: “Romancero de Leyenda” – Colección Hispania, Madrid 1964

Santa Leocadia

A principios del siglo IV d.C., siendo los romanos dueños de la ciudad de Toledo, trataron de frenar por todos los medios la incursión en ésta de la semilla del cristianismo, que poco a poco se estaba propagando por todo el imperio. Los ciudadanos de Toledo, que habían abrazado el cristianismo tiempo atrás, se resistieron a aquella imposición pretendida por los romanos, viéndose éstos obligados a dar parte al senado de Roma. Desde allí llegaron órdenes tajantes; o los ciudadanos toledanos reconocían la divinidad de los dioses romanos o sufrirían terribles tormentos. Para cumplir aquellas órdenes enviaron a Daciano, el cual no tardó en ejercer su atroz potestad.

Su primera víctima fue una tierna adolescente llamada Leocadia, que desde muy niña se había criado en el más puro cristianismo. Cansado de tratar por todos los medios imaginables de hacerla renegar de su fe, decidió encerrarla en una mazmorra y azotarla salvajemente hasta que cediera en sus ideas religiosas. Varias veces fue azotada la delicada Leocadia quedando más cerca del otro mundo que de éste, pero cuanta más violencia utilizaban con ella más se fortalecía su fe.

Desde que la tierna adolescente fue apresada, los ciudadanos toledanos no dejaron de rezar por ella, ya que en más de una ocasión oyeron de sus inocentes labios la doctrina de Jesucristo y se habían encariñado de ella. Posiblemente aquella tromba de súplicas fue escuchada por el Cielo, que ayudó a que se cumpliera la voluntad de Leocadia; poder morir por Jesucristo.

La aparición de santa Leocadia a san Ildefonso y el rey Recaredo, óleo sobre lienzo, 265 x 156 cm, Iglesia colegial de Santa María, Talavera de la Reina

Aquella noche los centinelas de la prisión donde se hallaba recluida la indefensa niña sintieron voces en su interior que no acertaban a comprender, quizás porque fueran coros de ángeles que bajaron para acompañar el alma de Leocadia hasta el Altísimo. Al día siguiente, con intención de comprobar lo que habían escuchado por la noche, acudieron a la mazmorra de la mártir encontrando sólo su cuerpo rígido.

Cuando el perverso enviado de Roma, Daciano, tuvo conocimiento del suceso, ordenó que el cadáver fuera arrojado, como era costumbre, detrás de un templo pagano en ruinas que en aquel tiempo existía en la vega junto al río. Y así se hizo. Los soldados imperiales tomaron sin la más mínima delicadeza el cuerpo flagelado de la frágil Leocadia, atándolo al vehículo destinado a este servicio, y la condujeron al lugar mencionado. Allí la arrojaron sin darla siquiera sepultura.

Los toledanos lloraron impotentes al ver el inhumano trato dado a su querida paisana, y se la hubieran arrancado de las manos a sus perversos portadores si no hubieran temido las más que seguras represalias posteriores. Ocultando sus sentimientos, obligándose a no llorar para no darles satisfacción a los romanos, acordaron reunirse aquella noche para dar digna sepultura a su paisana. Y así lo hicieron:

Apenas se ocultaron los últimos rayos de sol salieron los toledanos en gran número. La luna estaba oculta por negros y espesos nubarrones, circunstancia que aprovecharon los cristianos para no ser vistos. Cuando llegaron junto al cadáver de la virgen y mártir se arrodillaron junto a él, entonando rezos e implorando la pronta acogida de su alma en el Cielo. Después, abriendo una profunda losa, colocaron los restos de la Santa y los cubrieron con enormes piedras. Terminada esta obra los cristianos, que habían acudido por centenares, regresaron a la ciudad formando pequeños grupos para no generar sospechas.

A partir de aquel día comenzaron a rezar ante el lugar donde habían enterrado a aquella Santa joven, dedicando años más tarde una basílica a Santa Leocadia en aquel lugar, basílica que siglos más tarde sirvió como escenario a algunos de los más importantes Concilios.

Sobre relato de Juan Moraleda y Esteban: “Tradiciones de Toledo” (El Sepelio de una mártir). Menor Hermanos, 1888

Iglesia de Santa Leocadia en Toledo. Imagen de Yildori (Creative Commons)

Todavía hoy existe una parroquia con su nombre en el lugar donde nació Leocadia, y dentro de esta iglesia podemos ver la cueva donde asegura la tradición que hizo sus primeras oraciones.

Quisiera dejar también a continuación una versión sobre un pequeño fragmento del “Toledo en la Mano” de Sixto Ramón Parro, en el que narra la tradición sobre la aparición de Santa Leocadia.

LA APARICIÓN DE SANTA LEOCADIA

Cuando el 9 de diciembre de 306 los romanos martirizaron y asesinaron a la frágil santa toledana, como prohibían sus leyes enterrar a nadie dentro de poblado, la arrojaron en un despoblado cercano al río, donde después fue sepultada en secreto por los muchos cristianos que por entonces habitaban clandestinamente en la ciudad. Con los años cesó la persecución a que se veían sometidos los cristianos, y gracias a ello pudieron edificar libremente una pequeña ermita sobre el lugar que había servido de sepultura a la inocente mártir, ermita que con el paso de los años fue ampliada y convertida en la célebre basílica que sirvió de escenario a numerosos e importantes Concilios.

Era el 9 de diciembre de 666, aniversario de la muerte de la santa, cuando en la basílica de su nombre se celebraba uno de estos Concilios. A él asistían el arzobispo Ildefonso con su clero, el rey Recesvinto con su séquito, y gran cantidad de ciudadanos. Antes de comenzar la asamblea rezaron unos instantes ante la lápida bajo la cual suponía la tradición haber sido enterrada Leocadia, cuando ocurrió algo increíble.

La losa del sepulcro se levantó sin que interviniera mano humana, y en él se incorporó una hermosísima doncella que ante la presencia de todos dio las gracias al santo prelado, en nombre de la Virgen María, por la insistente defensa que había hecho de su perpetua virginidad. En mitad de la confusión producida por el maravilloso portento, entregó el rey al arzobispo su cuchillo, que con él cortó un pedazo del velo de santa Leocadia.

De esta manera supieron con certeza que aquella era la sepultura de la santa toledana, y, en recuerdo de aquel suceso, decidieron conservar el fragmento del velo y el cuchillo, reliquias que hoy en día permanecen en el Ochavo de la Catedral de Toledo.

(Sobre fragmento de Sixto Ramón Parro en “Toledo en la Mano”, Tomo I, pág. 610)