La Mesa de Salomón

Varios son los objetos sagrados que han sido buscados desde hace siglos a lo largo y ancho de todo el mundo, como la Lanza de Longinos, el Arca de la Alianza, El Santo Grial, y el que ahora nos ocupa: La Mesa de Salomón, de la que siempre se ha sospechado que recaló temporalmente, o quién sabe si aún continúa oculta, en la ciudad de Toledo.

Pero, ¿qué es exactamente La Mesa de Salomón?. ¿Se trata de un talismán, u otro objeto simbólico?. ¿Era realmente una mesa, o tenía otra forma a pesar de su nombre?. Vayamos por partes, para tratar de explicarlo.

Salomón fue rey de Israel entre los años 978-931 a.C., y según narra la leyenda más extendida escribió todo el conocimiento del universo, incluyendo la fórmula de la creación y el verdadero nombre de Dios (que no puede ser escrito y sólo debe pronunciarse para provocar el acto de crear, según la tradición cabalística), en una tabla o espejo. La importancia de esta tabla, o mesa, se debe a que su poseedor tendría el conocimiento absoluto, ya que al conocer el nombre de Dios conoce también la “fórmula” de su creación. Asegura también la leyenda que el día en que La Mesa de Salomón sea descubierta el fin del mundo estará próximo.

¿Y cómo acabó en Toledo?. Nos tendremos que remontar varios siglos atrás. El lugar donde estaba guardada era el legendario Templo de Jerusalén, donde sobrevivió a la destrucción y saqueos de tiempos de Nabuconodosor II. El templo sufrió una nueva destrucción en época de Tito, y entonces fue trasladada a Roma en el año 70, siendo guardada primero en el templo de Júpiter Capitolino, y posteriormente trasladada a los palacios imperiales.

Allí permaneció hasta el año 410, fecha en que Alarico saqueó Roma y se apoderó de todo el botín de Tito, trasladándolo todo a Carcasona. Allí fue guardada hasta el año 507, en que fueron derrotados por los francos, y Teodorico lleva el tesoro (incluida la Mesa de Salomón) a Rávena. En el año 526 Amalarico reclama el tesoro a Teodorico, quien se lo cede, siendo trasladado a Barcelona. Se supone que desde allí la Mesa y el resto del tesoro fue trasladado a Toledo, nueva capital, aunque de ello sólo queda constancia en una cita documental de Aben Adhari: “Trasladaron tesoros y botines innumerables, entre los cuales se encontraban misteriosos amuletos mágicos, de cuya conservación y custodia dependía la suerte del Imperio fundado por Ataulfo”.

En Toledo el preciado tesoro se funde con otro mito legendario; La Cueva de Hércules. Y es que afirma la tradición que fue en esta milenaria y mágica cueva donde fue guardada la Mesa durante bastantes años. Hasta el 711, año en que Tariq comienza a conquistar la Península para los musulmanes, y se apunta a que la Mesa de Salomón fue trasladada a Medinaceli con el propósito de ponerla a salvo. A partir de entonces las noticias son confusas, ya que algunos textos apuntan a que Tariq se hizo con el tesoro, sufriendo terribles disputas con los suyos por su propiedad. Mientras que otros textos aseguran que si bien Tariq se hizo con una mesa hecha de oro y cuajada de brillantes nada tiene que ver con la que realmente nos ocupa.

Realmente si nos ceñimos a la amalgama de textos y teorías existentes al respecto no llegaremos a una conclusión certera, ya que hay quiénes afirman que jamás se movió de la ciudad de Toledo, y permanece oculta en alguno de sus innumerables subterráneos, mientras otros afirman que posiblemente fuera trasladada en la misma dirección que el hallado Tesoro de Guarrazar, a unos escasos kilómetros de la ciudad de las tres culturas, y fuera ocultada en la Iglesia de Santa María de Melque, vinculada posteriormente a la Orden del Temple, y que dispone de unas amplias y enredadas galerías subterráneas que la convierten en un lugar propicio para esconder el más valioso de los tesoros.

Es innegable que son muchas las posibilidades del destino de la Mesa de Salomón desde su supuesto origen hasta el traslado a Toledo, si es que realmente algún día estuvo aquí. La leyenda y la tradición así lo afirma, y son muchos los estudiosos que, obsesionados con el tema, han creído encontrar la pista definitiva sobre su destino actual. Sin embargo, a fecha de hoy, todavía no ha sido encontrada.

En este programa de Telemadrid, “Rastreadores de Misterios”, Fernando Ruiz de la Puerta y otros conocidos investigadores de Toledo nos dan su visión del tema.

La Roca Tarpeya

En el mismo lugar donde hoy se alza el museo de Victorio Macho existió hace una veintena de siglos una cárcel pequeña, pero contenedora de una gran crueldad en el interior de sus gruesos muros. Era aquella prisión un lugar que aterrorizaba sólo con nombrarlo. Sus húmedos pasillos, y sus reducidos y oscuros calabozos, atemorizaban al más valiente que hubiese osado visitarlos en alguna.

Aquél era el lugar donde los romanos encerraban a los condenados a muerte hasta que llegara el momento de lanzarlos con violencia y crueldad por la llamada “Roca Tarpeya”, donde se deshacían en pedazos al chocar con sus rocosos salientes.

Aseguraban que hubo en aquella terrible cárcel un calabocero fanático del culto a los dioses adorados por Roma, motivo por el cual maltrataba a una hija suya que se ocultaba para rezar, no ante los ídolos que él veneraba, sino ante una pequeña cruz de madera que solía esconder entre sus vestiduras. El cruel padre se torturaba tratando de averiguar quien había infundido aquellas ideas en su hija sin llegar a descubrirlo. Sólo la idea de pensar en el incitador del culto cristiano de su hija alimentaba su sed de venganza, pero a pesar de maltratar a su hija, y agobiarla con pesados interrogatorios, no conocía respuesta a su curiosidad.

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Sin que sepamos exactamente los motivos cayó en aquellos días bajo el poder del pretor toledano un hombre que ingresó en la cárcel destinado a ser arrojado desde la Roca Tarpeya. Los escasos días que estuvo el reo incomunicado en su calabozo los pasó rezando y manoseando un crucifijo que había logrado introducir sin que se percataran sus carceleros, los cuales estaban completamente asombrados de la tranquilidad que mostraba el condenado a pesar de conocer la cercanía de su muerte. No hace falta decir que esta circunstancia sirvió para encender aún más si cabe el odio del cruel carcelero hacia el reo cristiano.

¡Reza, reza! –se burlaba su calabocero-. Veremos si las oraciones a ese crucificado tuyo te sirven para algo. ¡Cómo no le reces al César no sé yo quien puede salvarte!.

 Pero el joven hacía caso omiso a su carcelero, continuando fervorosamente con sus oraciones.

 – ¡Mírale! –decía el carcelero-. Piensa que su Dios va a librarle de la muerte.

No rezo para que Dios me libre de la muerte –contestó el condenado-. Al contrario, rezo para que tras mi muerte pueda comenzar mi verdadera vida y pueda contemplar su rostro.

Llegó el momento en el que el condenado era conducido a la roca para ser arrojado. Al cruzar la cárcel, camino de su ejecución, tuvo la fortuna de encontrarse a la joven hija de su verdugo, con la que intercambió tiernas y románticas miradas que tuvo que reprimir al ser testigo el padre de tan hermosa flor.

Con el rostro descompuesto por la emoción continuó su camino, dio un débil suspiro y se dirigió con paso firme al lugar desde donde sería arrojado.

El calabocero quedó pensativo. ¿Sería tal vez aquel hombre el causante de las ideas que habían nacido en la mente de su hija?. Nunca lo pudo saber con certeza.

Pero se cuenta que la joven hija del calabocero, al presenciar aterrorizada como despeñaban al condenado, cayó fulminada al suelo muriendo en el acto.

Antes de sepultarla el carcelero cogió de entre sus vestidos la cruz de madera y la guardó consigo. Dicen que desde aquel día dejó de adorar a sus ídolos, convirtiéndose al cristianismo y viviendo indiferente a todo cuanto le rodeaba.

Con particular predilección comenzó a cuidar unas flores que su hija plantó tiempo atrás al pie de la Roca Tarpeya, y rogó a Dios que jamás faltaran de aquel lugar aquellas flores que él creía viva imagen de su hija.

Esta es la tradición que se conoce de aquel lugar y así ha llegado hasta nuestros días. Si es cierta o no, ¿quién puede saberlo?.

Lo que sí es cierto es que no hace muchos años el dueño de un huerto que existe en aquel lugar, al comenzar su trabajo plantando arbustos, descubrió junto a la Roca Tarpeya alrededor de treinta fosas de dimensiones regulares cuyo origen siempre se ha atribuido a aquella cruel y siniestra cárcel.

(Sobre relato de Juan Moraleda y Esteban)