El Cementerio de La Misericordia

Existe hoy en día extramuros de Toledo, ante la conocida ermita del “Cristo de la Vega”, un peculiar edificio que suele pasar desapercibido para toledanos y visitantes. Se trata del actual “Centro Cultural San Ildefonso”, propiedad de la Diputación Provincial de Toledo, y que se destina a albergar exposiciones y diferentes actos culturales, aunque no con demasiada frecuencia. El edificio rectangular cuenta con dos plantas, y está rodeado por un típico muro de piedra laminada al que se accede por una portada que no tiene nada que envidiar a las de algunos palacios y monumentos del resto de la ciudad. En un lateral, una puerta de hierro forjado permite vislumbrar el interior del recinto.

Centro Cultural San Ildefonso

Centro Cultural San Ildefonso

Todo el conjunto fue restaurado en la última década del pasado siglo XX para cumplir la función que ya hemos comentado.

Hace varios siglos este terreno fue ocupado por la antigua Basílica de Santa Leocadia, que se extendería hasta la ermita del “Cristo de la Vega”, y posiblemente algo más. La tradición afirma que en esta basílica fue enterrado San Ildefonso, antes de que se trasladaran sus restos a Zamora, por lo que dentro de la propia basílica se construyó una ermita dedicada al santo toledano para servirle de sepultura. Y se piensa que aquel pequeño santuario se levantaba precisamente en este pequeño espacio, hasta el siglo XIII, como afirma el Vizconde de Palazuelos en su “Guía Artística de Toledo”.

Centro Cultural "San Ildefonso". Portada

Centro Cultural “San Ildefonso”. Portada

Antecedía a la ermita un pequeño cementerio en el que eran enterrados todos los fallecidos en el Hospital de la Misericordia y otros establecimientos de beneficencia, teniendo constancia de su última utilización para tal fin en el año 1885, en que se declaro en Toledo la última epidemia de cólera. A partir de aquel año solo se enterraron en aquel cementerio a las religiosas de la Caridad que ayudaban en los diferentes hospicios, motivo por el cual comenzó a conocerse de forma más coloquial como “el cementerio de las monjas”

En este caso lo traigo a Misterios de Toledo por una curiosa inscripción en el dintel de la puerta junto a unas ilustraciones bastante gráficas que dejan bien patente la función del edificio. La inscripción reza “Año de 1710. Teme la ora (sic)”, flanqueada por dos calaveras que están cruzadas por sendas tibias.

Centro Cultural "San Ildefonso". Detalle inscripción

Centro Cultural “San Ildefonso”. Detalle inscripción

No encierra gran misterio este detalle, si nos atenemos al lugar en el que está situado. Aunque resulta curioso el mensaje tan explícito e ilustrado.

También resulta curioso, como chascarrillo final, que en este centro cultural se haya instalado en los últimos años una oficina auxiliar para la presentación de la declaración de la renta, por lo que muchos toledanos que hemos acudido a este lugar, borrador en mano, hayamos sentido un escalofrío al cruzar esta puerta y realmente haber temido la hora.

La Posada de la Hermandad

Hay algunos acontecimientos que quedan grabados a fuego en la mente de las personas que pueden tergiversar totalmente la realidad de los hechos. Y un claro ejemplo es el relacionado con la Posada de la Hermandad. Hace bastantes años, si la memoria no me engaña a finales de la década de los 80 o principios de la de los 90, fue el escenario para una exposición de antiguos instrumentos de tortura. Muchos de aquellos instrumentos eran atribuidos a las torturas propias y de la Santa Inquisición, por lo que desde entonces ha venido relacionándose y confundiéndose con la Santa Hermandad, propietaria en tiempos pretéritos de esta conocida como “Posada de la Hermandad”. Lo cierto es que la Santa Hermandad vino castigando también a sus reos con horrendas torturas, pero poco o nada tenía que ver con la Inquisición, más ocupada en asuntos de supuesta índole religiosa.

Un poco de historia

La llamada Hermandad Vieja fue una agrupación de los ganaderos y leñadores de los Montes de Toledo, en tiempos de Alfonso VIII, con el propósito de defenderse de los bandidos o “golfines” que en aquella época plagaban la zona. Fernando III autorizó e institucionalizó esta agrupación dotándola de jurisdicción propia para poder luchar contra los bandidos que actuaban entre el Tajo y el Guadiana, pudiendo juzgarlos y ejecutarlos. Los miembros de esta Hermandad Vieja eran también conocidos como “cuadrilleros”.

En el año 1476 los Reyes Católicos reestructuraron esta institución y la extendieron por todo su reino, denominándose desde entonces “Santa Hermandad”, aunque algunos autores como Martín Gamero sostienen que esto ya ocurrió con Fernando III. El año 1835 Isabel II decidía suprimir definitivamente esta Santa o Vieja Hermandad.

Con el propósito de disponer de sede propia, y poder encarcelar a todos aquellos maleantes se construyó en el siglo XV el edificio que hoy vemos. En el año 1958 se convirtió en “Museo de la Ciudad”, viniéndose a utilizar en los últimos años como centro cultural con diversos actos y diferentes exposiciones.

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Curiosidad:

Parece ser que el célebre Edgar Alan Poe se inspiró en las tenebrosas mazmorras de la Posada de la Hermandad para situar en ella su obra “El Pozo y el Péndulo”, que narra los pensamientos y angustias de un reo que espera su trágico desenlace, y que reproduzco a continuación.

EL POZO Y EL PÉNDULO

      Estaba agotado, agotado hasta no poder más, por aquella larga agonía. Cuando, por último, me desataron y pude sentarme, noté que perdía el conocimiento. La sentencia, la espantosa sentencia de muerte, fue la última frase claramente acentuada que llegó a mis oídos. Luego, el sonido de las voces de los inquisidores me pareció que se apagaba en el indefinido zumbido de un sueño. El ruido aquel provocaba en mi espíritu una idea de rotación, quizá a causa de que lo asociaba en mis pensamientos con una rueda de molino. Pero aquello duró poco tiempo, porque, de pronto, no oí nada más. No obstante, durante algún rato pude ver, pero ¡con qué terrible exageración! Veía los labios de los jueces vestidos de negro: eran blancos, más blancos que la hoja de papel sobre la que estoy escribiendo estas palabras; y delgados hasta lo grotesco, adelgazados por la intensidad de su dura expresión, de su resolución inexorable, del riguroso desprecio al dolor humano. Veía que los decretos de lo que para mí representaba el Destino salían aún de aquellos labios. Los vi retorcerse en una frase mortal; les vi pronunciar las sílabas de mi nombre, y me estremecí al ver que el sonido no seguía al movimiento.
Durante varios momentos de espanto frenético vi también la blanda y casi imperceptible ondulación de las negras colgaduras que cubrían las paredes de la sala, y mi vista cayó entonces sobre los siete grandes hachones que se habían colocado sobre la mesa. Tomaron para mí, al principio, el aspecto de la caridad, y los imaginé ángeles blancos y esbeltos que debían salvarme. Pero entonces, y de pronto, una náusea mortal invadió mi alma, y sentí que cada fibra de mi ser se estremecía como si hubiera estado en contacto con el hilo de una batería galvánico. Y las formas angélicas convertíanse en insignificantes espectros con cabeza de llama, y claramente comprendí que no debía esperar de ellos auxilio alguno. Entonces, como una magnífica nota musical, se insinuó en mi imaginación la idea del inefable reposo que nos espera en la tumba. Llegó suave, furtivamente; creo que necesité un gran rato para apreciarla por completo. Pero en el preciso instante en que mi espíritu comenzaba a sentir claramente esa idea, y a acariciarla, las figuras de los jueces se desvanecieron como por arte de magia; los grandes hachones se redujeron a la nada; sus llamas se apagaron por completo, y sobrevino la negrura de las tinieblas; todas las sensaciones parecieron desaparecer como en una zambullida loca y precipitada del alma en el Hades. Y el Universo fue sólo noche, silencio, inmovilidad.
Estaba desvanecido. Pero, no obstante, no puedo decir que hubiese perdido la conciencia del todo. La que me quedaba, no intentaré definirla, ni describirla siquiera. Pero, en fin, todo no estaba perdido. En medio del más profundo sueño…. ¡no! En medio del delirio…. ¡no! En medio del desvanecimiento…. ¡no! En medio de la muerte…, ¡no! Si fuera de otro modo, no habría salvación para el hombre. Cuando nos despertamos del más profundo sueño, rompemos la telaraña de algún sueño. Y, no obstante, un segundo más tarde es tan delicado este tejido, que no recordamos haber soñado.
Dos grados hay, al volver del desmayo a la vida: el sentimiento de la existencia moral o espiritual y el de la existencia física. Parece probable que si, al llegar al segundo grado, hubiéramos de evocar las impresiones del primero, volveríamos a encontrar todos los recuerdos elocuentes del abismo trasmundano. Y ¿cuál es ese abismo? ¿Cómo, al menos, podremos distinguir sus sombras de las de la tumba? Pero si las impresiones de lo que he llamado primer grado no acuden de nuevo al llamamiento de la voluntad, no obstante, después de un largo intervalo, ¿no aparecen sin ser solicitadas, mientras, maravillados, nos preguntarnos de dónde proceden? Quien no se haya desmayado nunca no descubrirá extraños palacios y casas singularmente familiares entre las ardientes llamas; no será el que contemple, flotando en el aire, las visiones melancólicas que el vulgo no puede vislumbrar; no será el que medite sobre el perfume de alguna flor desconocida, ni el que se perderá en el misterio de alguna melodía que nunca hubiese llamado su atención hasta entonces.
En medio de mis repetidos e insensatos esfuerzos, en medio de mi enérgica tenacidad en recoger algún vestigio de ese estado de vacío, hubo instantes en que soñé triunfar. Tuve momentos breves, brevísimos, en que he llegado a condensar recuerdos que en épocas posteriores mi razón lúcida me ha afirmado no poder referirse sino a ese estado en que parece aniquilada la conciencia. Muy confusamente me presentan esas sombras de recuerdos grandes figuras que me levantaban, transportándome silenciosamente hacia abajo, aún más hacia abajo, cada vez más abajo, hasta que me invadió un vértigo espantoso a la simple idea del infinito en descenso.
También me recuerdan no sé qué vago espanto que experimentaba el corazón, precisamente a causa de la calma sobrenatural de ese corazón. Luego, el sentimiento de una repentina inmovilidad en todo lo que me rodeaba, como si quienes me llevaban, un cortejo de espectros, hubieran pasado, al descender, los límites de lo ilimitado, y se hubiesen detenido, vencidos por el hastío infinito de su tarea. Recuerda mi alma más tarde una sensación de insipidez y de humedad; después, todo no es más que locura, la locura de una memoria que se agita en lo abominable. De pronto vuelven a mi alma un movimiento y un sonido: el movimiento tumultuoso del corazón y el rumor de sus latidos. Luego, un intervalo en el que todo desaparece. Luego, el sonido de nuevo, el movimiento y el tacto, como una sensación vibrante penetradora de mi ser. Después la simple conciencia de mi existencia sin pensamiento, sensación que duró mucho. Luego, bruscamente, el pensamiento de nuevo, un temor que me producía escalofríos y un esfuerzo ardiente por comprender mi verdadero estado. Después, un vivo afán de caer en la insensibilidad. Luego, un brusco renacer del alma y una afortunada tentativa de movimiento. Entonces, el recuerdo completo del proceso, de los negros tapices, de la sentencia, de mi debilidad, de mi desmayo. Y el olvido más completo en torno a lo que ocurrió más tarde. únicamente después, y gracias a la constancia más enérgica, he logrado recordarlo vagamente.
No había abierto los ojos hasta ese momento. Pero sentía que estaba tendido de espaldas y sin ataduras. Extendí la mano y pesadamente cayó sobre algo húmedo y duro. Durante algunos minutos la dejé descansar así, haciendo esfuerzos por adivinar dónde podía encontrarme y lo que había sido de mí. Sentía una gran impaciencia por hacer uso de mis ojos, pero no me atreví. Tenía miedo de la primera mirada sobre las cosas que me rodeaban. No es que me aterrorizara contemplar cosas horribles, sino que me aterraba la idea de no ver nada.
A la larga, con una loca angustia en el corazón, abrí rápidamente los ojos. Mi espantoso pensamiento hallábase, pues, confirmado. Me rodeaba la negrura de la noche eterna. Me parecía que la intensidad de las tinieblas me oprimía y me sofocaba. La atmósfera era intolerablemente pesada. Continué acostado tranquilamente e hice un esfuerzo por emplear mi razón. Recordé los procedimientos inquisitoriales, y, partiendo de esto, procuré deducir mi posición verdadera. Había sido pronunciada la sentencia, y me parecía que desde entonces había transcurrido un largo intervalo de tiempo. No obstante, ni un solo momento imaginé que estuviera realmente muerto. A pesar de todas las ficciones literarias, semejante idea es absolutamente incompatible con la existencia real. Pero ¿dónde me encontraba y cuál era mi estado? Sabía que los condenados a muerte morían con frecuencia en los autos de fe. La misma tarde del día de mi juicio habíase celebrado una solemnidad de especie. ¿Me habían llevado, acaso, de nuevo a mi calabozo para aguardar en él el próximo sacrificio que había de celebrarse meses más tarde? Desde el principio comprendí que esto no podía ser. Inmediatamente había sido puesto en requerimiento el contingente de víctimas, Por otra parte, mi primer calabozo, como todas las celdas de los condenados, en Toledo, estaba empedrado y había en él alguna luz.
Repentinamente, una horrible idea aceleró mi sangre en torrentes hacia mi corazón, y durante unos instantes caí de nuevo en mi insensibilidad. Al volver en mí, de un solo movimiento me levanté sobre mis pies, temblando convulsivamente en cada fibra. Desatinadamente, extendí mis brazos por encima de mi cabeza y a mi alrededor, en todas direcciones. No sentí nada. No obstante, temblaba a la idea de dar un paso, pero me daba miedo tropezar contra los muros de mi tumba. Brotaba el sudor por todos mis poros, y en gruesas gotas frías se detenía sobre mi frente. A la larga, se me hizo intolerable la agonía de la incertidumbre y avancé con precaución, extendiendo los brazos y con los ojos fuera de sus órbitas, con la esperanza de hallar un débil rayo de luz. Di algunos pasos, pero todo estaba negro. Respiré con mayor libertad. Por fin, me pareció evidente que el destino que me habían reservado no era el más espantoso de todos. Y entonces, mientras precavidamente continuaba avanzando, se confundían en masa en mi memoria mil vagos rumores que sobre los horrores de Toledo corrían. Sobre esos calabozos contábanse cosas extrañas. Yo siempre había creído que eran fábulas; pero, sin embargo, eran tan extraños, que sólo podían repetirse en voz baja. ¿Debía morir yo de hambre, en aquel subterráneo mundo de tinieblas, y qué muerte más terrible quizá me esperaba? Puesto que conocía demasiado bien el carácter de mis jueces, no podía dudar de que el resultado era la Muerte, y una muerte de una amargura escogida. Lo que sería, y la hora de su ejecución, era lo único que me preocupaba y me aturdía.
Mis extendidas manos encontraron, por último, un sólido obstáculo, Era una pared que parecía construida de piedra, muy lisa, húmeda y fría. La fui siguiendo de cerca, caminando con la precavida desconfianza que me habían inspirado ciertas narraciones antiguas. Sin embargo, esta operación no me proporcionaba medio alguno para examinar la dimensión de mi calabozo, pues podía dar la vuelta y volver al punto de donde había partido sin darme cuenta de lo perfectamente igual que parecía la pared. En vista de ello busqué el cuchillo que guardaba en uno de mis bolsillos cuando fui conducido al tribunal. Pero había desaparecido, porque mis ropas habían sido cambiadas por un traje de grosera estameña.
Con objeto de comprobar perfectamente mi punto de partida, había pensado clavar la hoja en alguna pequeña grieta de la pared. Sin embargo, la dificultad era bien fácil de ser solucionada, y, no obstante, al principio, debido al desorden de mi pensamiento, me pareció insuperable. Rasgué una tira de la orla de mi vestido y la coloqué en el suelo en toda su longitud, formando un ángulo recto con el muro. Recorriendo a tientas mi camino en torno a mi calabozo, al terminar el circuito tendría que encontrar el trozo de tela. Por lo menos, esto era lo que yo creía; pero no había tenido en cuenta ni las dimensiones de la celda ni mi debilidad. El terreno era húmedo y resbaladizo. Tambaleándome, anduve durante algún rato. Después tropecé y caí. Mi gran cansancio me decidió a continuar tumbado, y no tardó el sueño en apoderarse de mí en aquella posición. Al despertarme y alargar el brazo hallé a mi lado un pan y un cántaro con agua. Estaba demasiado agotado para reflexionar en tales circunstancias, y bebí y comí ávidamente. Tiempo más tarde reemprendí mi viaje en torno a mi calabozo, y trabajosamente logré llegar al trozo de estameña. En el momento de caer había contado ya cincuenta y dos pasos, y desde que reanudé el camino hasta encontrar la tela, cuarenta y ocho. De modo que medía un total de cien pasos, y suponiendo que dos de ellos constituyeran una yarda, calculé en unas cincuenta yardas la circunferencia de mi calabozo. Sin embargo, había tropezado con numerosos ángulos en la pared y esto impedía el conjeturar la forma de la cueva, pues no había duda alguna de que aquéllo era una cueva.
No ponía gran interés en aquellas investigaciones, y con toda seguridad estaba desalentado. Pero una vaga curiosidad me impulsó a continuarlas. Dejando la pared, decidí atravesar la superficie de mi prisión. Al principio procedí con extrema precaución, pues el suelo, aunque parecía ser de una materia dura, era traidor por el limo que en él había. No obstante, al cabo de un rato logré animarme y comencé a andar con seguridad, procurando cruzarlo en línea recta. De esta forma avancé diez o doce pasos, cuando el trozo rasgado que quedaba de orla se me enredó entre las piernas, haciéndome caer de bruces violentamente.
En la confusión de mi caída no noté al principio una circunstancia no muy sorprendente y que, no obstante, segundos después, hallándome todavía en el suelo, llamó mi atención. Mi barbilla apoyábase sobre el suelo del calabozo, pero mis labios y la parte superior de la cabeza, aunque parecían colocados a menos altura que la barbilla, no descansaban en ninguna parte. Me pareció, al mismo tiempo, que mi frente se empapaba en un vapor viscoso y que un extraño olor a setas podridas llegaba hasta mi nariz. Alargué el brazo y me estremecí descubriendo que había caído al borde mismo de un pozo circular cuya extensión no podía medir en aquel momento. Tocando las paredes precisamente debajo del brocal, logré arrancar un trozo de piedra y la dejé caer en el abismo. Durante algunos segundos presté atención a sus rebotes. Chocaba en su caída contra las paredes del pozo. Lúgubremente, se hundió por último en el agua, despertando ecos estridentes. En el mismo instante dejóse oír un ruido sobre mi cabeza, como de una puerta abierta y cerrada casi al mismo tiempo, mientras un débil rayo de luz atravesaba repentinamente la oscuridad y se apagaba en seguida.
Con toda claridad vi la suerte que se me preparaba, y me felicité por el oportuno accidente que me había salvado. Un paso más, y el mundo no me hubiera vuelto a ver. Aquella muerte, evitada a tiempo, tenía ese mismo carácter que había yo considerado como fabuloso y absurdo en las historias que sobre la Inquisición había oído contar. Las víctimas de su tiranía no tenían otra alternativa que la muerte, con sus crueles agonías físicas o con sus abominables torturas morales. Esta última fue la que me había sido reservada. Mis nervios estaban abatidos por un largo sufrimiento, hasta el punto que me hacía temblar el sonido de mi propia voz, y me consideraba por todos motivos una víctima excelente para la clase de tortura que me aguardaba.
Temblando, retrocedí a tientas hasta la pared, decidido a dejarme morir antes que afrontar el horror de los pozos que en las tinieblas de la celda multiplicaba mi imaginación. En otra situación de ánimo hubiese tenido el suficiente valor para concluir con mis miserias de una sola vez, lanzándome a uno de aquellos abismos; pero en aquellos momentos era yo el más perfecto de los cobardes. Por otra parte, me era imposible olvidar lo que había leído con respecto a aquellos pozos, de los que se decía que la extinción repentina de la vida era una esperanza cuidadosamente excluida por el genio infernal de quien los había concebido.
Durante algunas horas me tuvo despierto la agitación de mi ánimo. Pero, por último, me adormecí de nuevo. Al despertarme, como la primera vez, hallé a mi lado un pan y un cántaro de agua. Me consumía una sed abrasadora, y de un trago vacié el cántaro. Algo debía de tener aquella agua, pues apenas bebí sentí unos irresistibles deseos de dormir. Caí en un sueño profundo parecido al de la muerte No he podido saber nunca cuánto tiempo duró; pero, al abrir los ojos, pude distinguir los objetos que me rodeaban. Gracias a una extraña claridad sulfúrea, cuyo origen no pude descubrir al principio, podía ver la magnitud y aspecto de mi cárcel.
Me había equivocado mucho con respecto a sus dimensiones. Las paredes no podían tener más de veinticinco yardas de circunferencia. Durante unos minutos, ese descubrimiento me turbó grandemente, turbación en verdad pueril, ya que, dadas las terribles circunstancias que me rodeaban, ¿qué cosa menos importante podía encontrar que las dimensiones de mi calabozo? Pero mi alma ponía un interés extraño en las cosas nimias, y tenazmente me dediqué a darme cuenta del error que había cometido al tomar las medidas de aquel recinto. Por último se me apareció como un relámpago la luz de la verdad. En mi primera exploración había contado cincuenta y dos pasos hasta el momento de caer. En ese instante debía encontrarme a uno o dos pasos del trozo de tela. Realmente, había efectuado casi el circuito de la cueva. Entonces me dormí, y al despertarme, necesariamente debí de volver sobre mis pasos, creando así un circuito casi doble del real. La confusión de mi cerebro me impidió darme cuenta de que había empezado la vuelta con la pared a mi izquierda y que la terminaba teniéndola a la derecha. También me había equivocado por lo que respecta a la forma del recinto. Tanteando el camino, había encontrado varios ángulos, deduciendo de ello la idea de una gran irregularidad; tan poderoso es el efecto de la oscuridad absoluta sobre el que sale de un letargo o de un sueño. Los ángulos eran, sencillamente, producto de leves depresiones o huecos que se encontraban a intervalos desiguales. La forma general del recinto era cuadrada. Lo que creía mampostería parecía ser ahora hierro u otro metal dispuesto en enormes planchas, cuyas suturas y junturas producían las depresiones.
Toda la superficie de aquella construcción metálica estaba embadurnada groseramente con toda clase de emblemas horrorosos y repulsivos, nacidos de la superstición sepulcral de los frailes. Figuras de demonios con amenazadores gestos, con formas de esqueleto y otras imágenes de horror más realista, llenaban en toda su extensión las paredes. Me di cuenta de que los contornos de aquellas monstruosidades estaban suficientemente claros, pero que los colores parecían manchados y estropeados por efecto de la humedad del ambiente. Vi entonces que el suelo era de piedra. En su centro había un pozo circular, de cuya boca había yo escapado, pero no vi que hubiese alguno más en el calabozo.
Todo esto lo vi confusamente y no sin esfuerzo, pues mi situación física había cambiado mucho durante mi sueño. Ahora, de espaldas, estaba acostado cuan largo era sobre una especie de armadura de madera muy baja. Estaba atado con una larga tira que parecía de cuero. Enrollábase en distintas vueltas en torno a mis miembros y a mi cuerpo, dejando únicamente libres mi cabeza y mi brazo izquierdo. Sin embargo, tenía que hacer un violento esfuerzo para alcanzar el alimento que contenía un plato de barro que habían dejado a mi lado sobre el suelo. Con verdadero terror me di cuenta de que el cántaro había desaparecido, y digo con terror porque me devoraba una sed intolerable. Creí entonces que el plan de mis verdugos consistía en exasperar esta sed, puesto que el alimento que contenía el plato era una carne cruelmente salada.
Levanté los ojos y examiné el techo de mi prisión. Hallábase a una altura de treinta o cuarenta pies y pareciese mucho, por su construcción, a las paredes laterales. En una de sus caras llamó mi atención una figura de las más singulares. Era una representación pintada del Tiempo, tal como se acostumbra representarle, pero en lugar de la guadaña tenía un objeto que a primera vista creí se trataba de un enorme péndulo como los de los relojes antiguos. No obstante, algo había en el aspecto de aquella máquina que me hizo mirarla con más detención. Mientras la observaba directamente, mirando hacia arriba, pues hallábase colocada exactamente sobre mi cabeza, me pareció ver que se movía. Un momento después se confirmaba mi idea. Su balanceo era corto y, por tanto, muy lento. No sin cierta desconfianza, y, sobre todo, con extrañeza, la observé durante unos minutos. Cansado, al cabo, de vigilar su fastidioso movimiento, volví mis ojos a los demás objetos de la celda.
Un ruido leve atrajo mi atención. Miré al suelo y vi algunas enormes ratas que lo cruzaban. Habían salido del pozo que yo podía distinguir a mi derecha. En ese instante, mientras las miraba, subieron en tropel, a toda prisa, con voraces ojos y atraídas por el olor de la carne. Me costó gran esfuerzo y atención apartarlas.
Transcurrió media hora, tal vez una hora —pues apenas imperfectamente podía medir el tiempo—, cuando, de nuevo, levanté los ojos sobre mí. Lo que entonces vi me dejó atónito y sorprendido. El camino del péndulo había aumentado casi una yarda, y, como consecuencia natural, su velocidad era también mucho mayor. Pero, principalmente, lo que más me impresionó fue la idea de que había descendido visiblemente. Puede imaginarse con qué espanto observé entonces que su extremo inferior estaba formado por una media luna de brillante acero, que, aproximadamente, tendría un pie de largo de un cuerno a otro. Los cuernos estaban dirigidos hacia arriba, y el filo inferior, evidentemente afilado como una navaja barbera. También parecía una navaja barbera, pesado y macizo, y ensanchábase desde el filo en una forma ancha y sólida. Se ajustaba a una gruesa varilla de cobre, y todo ello silbaba moviéndose en el espacio.
Ya no había duda alguna con respecto a la suerte que me había preparado la horrible ingeniosidad monacal. Los agentes de la Inquisición habían previsto mi descubrimiento del pozo; del pozo, cuyos horrores habían sido reservados para un hereje tan temerario como yo; del pozo, imagen del infierno, considerado por la opinión como la última Tule de todos los castigos. El más fortuito de los accidentes me había salvado de caer en él, y yo sabía que el arte de convertir el suplicio en un lazo y una sorpresa constituía una rama importante de aquel sistema fantástico de ejecuciones misteriosas. Por lo visto, habiendo fracasado mi caída en el pozo, no figuraba en el demoníaco plan arrojarme a él. Por tanto, estaba destinado, y en este caso sin ninguna alternativa, a una muerte distinta y más dulce. ¡Más dulce! En mi agonía, pensando en el uso singular que yo hacía de esta palabra, casi sonreí.
¿Para qué contar las largas, las interminables horas de horror, más que mortales, durante las que conté las vibrantes oscilaciones del acero? Pulgada a pulgada, línea a línea, descendía gradualmente, efectuando un descenso sólo apreciable a intervalos, que eran para mí más largos que siglos. Y cada vez más, cada vez más, seguía bajando, bajando.
Pasaron días, tal vez muchos días, antes de que llegase a balancearse lo suficientemente cerca de mí para abanicarme con su aire acre. Hería mi olfato el olor del acero afilado. Rogué al Cielo, cansándolo con mis súplicas, que hiciera descender más rápidamente el acero. Enloquecí, me volví frenético, hice esfuerzos para incorporarme e ir al encuentro de aquella espantosa y movible cimitarra. Y luego, de pronto, se apoderó de mí una gran calma y permanecí tendido, sonriendo a aquella muerte brillante, como podría sonreír un niño a un juguete precioso. Transcurrió luego un instante de perfecta insensibilidad. Fue un intervalo muy corto. Al volver a la vida no me pareció que el péndulo hubiera descendido una altura apreciable. No obstante, es posible que aquel tiempo hubiese sido larguísimo. Yo sabía que existían seres infernales que tomaban nota de mi desvanecimiento y que a su capricho podían detener la vibración.
Al volver en mí, sentí un malestar y una debilidad indecibles, como resultado de una enorme inanición. Aun entre aquellas angustias, la naturaleza humana suplicaba el sustento. Con un esfuerzo penoso, extendí mi brazo izquierdo tan lejos como mis ligaduras me lo permitían, y me apoderé de un pequeño sobrante que las ratas se habían dignado dejarme. Al llevarme un pedazo a los labios, un informe pensamiento de extraña alegría, de esperanza, se alojó en mi espíritu. No obstante, ¿qué había de común entre la esperanza y yo? Repito que se trataba de un pensamiento informe. Con frecuencia tiene el hombre pensamientos así, que nunca se completan. Me di cuenta de que se trataba de un pensamiento de alegría, de esperanza, pero comprendí también que había muerto al nacer. Me esforcé inútilmente en completarlo, en recobrarlo. Mis largos sufrimientos habían aniquilado casi por completo las ordinarias facultades de mi espíritu. Yo era un imbécil, un idiota.
La oscilación del péndulo se efectuaba en un plano que formaba ángulo recto con mi cuerpo. Vi que la cuchilla había sido dispuesta de modo que atravesara la región del corazón. Rasgaría la tela de mi traje, volvería luego y repetiría la operación una y otra vez. A pesar de la gran dimensión de la curva recorrida —unos treinta pies, más o menos— y la silbante energía de su descenso, que incluso hubiera podido cortar aquellas murallas de hierro, todo cuanto podía hacer, en resumen, y durante algunos minutos, era rasgar mi traje.
Y en este pensamiento me detuve. No me atrevía a ir más allá de él. Insistí sobre él con una sostenida atención, como si con esta insistencia hubiera podido parar allí el descenso de la cuchilla. Empecé a pensar en el sonido que produciría ésta al pagar sobre mi traje, y en la extraña y penetrante sensación que produce el roce de la tela sobre los nervios. Pensé en todas esas cosas, hasta que los dientes me rechinaron. Más bajo, más bajo aún. Deslizábase cada vez más bajo. Yo hallaba un placer frenético en comparar su velocidad de arriba abajo con su velocidad lateral. Ahora, hacia la derecha; ahora, hacia la izquierda. Después se iba lejos, lejos, y volvía luego, con el chillido de un alma condenada, hasta mi corazón con el andar furtivo del tigre. Yo aunaba y reía alternativamente, según me dominase una u otra idea. Más bajo, invariablemente, inexorablemente más bajo. Movíase a tres pulgadas de mi pecho. Furiosamente, intenté libertar con violencia mi brazo izquierdo. Estaba libre solamente desde el codo hasta la mano. únicamente podía mover la mano desde el plato que habían colocado a mi lado hasta mi boca; sólo esto, y con un gran esfuerzo. Si hubiera podido romper las ligaduras por encima del codo, hubiese cogido el péndulo e intentado detenerlo, lo que hubiera sido como intentar detener una avalancha. Siempre más bajo, incesantemente, inevitablemente más bajo. Respiraba con verdadera angustia, y me agitaba a cada vibración. Mis ojos seguían el vuelo ascendente de la cuchilla y su caída, con el ardor de la desesperación más enloquecida; espasmódicamente, cerrábanse en el momento del descenso sobre mí. Aun cuando la muerte hubiera sido un alivio, ¡oh, qué alivio más indecible! Y, sin embargo, temblaba con todos mis nervios al pensar que bastaría que la máquina descendiera un grado para que se precipitara sobre mi pecho el hacha afilada y reluciente. Y mis nervios temblaban, y hacían encoger todo mi ser a causa de la esperanza. Era la esperanza, la esperanza triunfante aún sobre el potro, que dejábase oír al oído de los condenados a muerte, incluso en los calabozos de la Inquisición.
Comprobé que diez o doce vibraciones, aproximadamente, pondrían el acero en inmediato contacto con mi traje. Y con esta observación entróse en mi ánimo la calma condensada y aguda de la desesperación. Desde hacía muchas horas, desde hacía muchos días, tal vez, pensé por vez primera. Se me ocurrió que la tira o correa que me ataba era de un solo trozo. Estaba atado con una ligadura continuada. La primera mordedura de la cuchilla de la media luna, efectuada en cualquier lugar de la correa, tenía que desatarla lo suficiente para permitir que mi mano la desenrollara de mí cuerpo. ¡Pero qué terrible era, en este caso, su proximidad! El resultado de la más ligera sacudida había de ser mortal. Por otra parte ¿habrían previsto o impedido esta posibilidad los secuaces del verdugo? ¿Era probable que en el recorrido del péndulo atravesasen mi pecho las ligaduras? Temblando al imaginar frustrada mi débil esperanza, la última, realmente, levanté mi cabeza no bastante para ver bien mi pecho. La correa cruzaba mis miembros estrechamente, juntamente con todo mi cuerpo, en todos sentidos, menos en la trayectoria de la cuchilla homicida.
Aún no había dejado caer de nuevo mi cabeza en su primera posición, cuando sentí brillar en mi espíritu algo que sólo sabría definir, aproximadamente, diciendo que era la mitad no formada de la idea de libertad que ya he expuesto, y de la que vagamente había flotado en mi espíritu una sola mitad cuando llevé a mis labios ardientes el alimento. Ahora, la idea entera estaba allí presente, débil, apenas viable, casi indefinida, pero, en fin, completa. Inmediatamente, con la energía de la desesperación, intenté llevarla a la práctica.
Hacía varias horas que cerca del caballete sobre el que me hallaba acostado se encontraba un número incalculable de ratas. Eran tumultuosas, atrevidas, voraces. Fijaban en mí sus ojos rojos, como si no esperasen más que mi inmovilidad para hacer presa. «¿A qué clase de alimento —pensé— se habrán acostumbrado en este pozo?»
Menos una pequeña parte, y a pesar de todos mis esfuerzos para impedirlo, habían devorado el contenido del plato. Mi mano se acostumbró a un movimiento de vaivén hacia el plato; pero a la larga, la uniformidad maquinal de ese movimiento le había restado eficacia. Aquella plaga, en su voracidad, dejaba señales de sus agudos dientes en mis dedos. Con los restos de la carne aceitosa y picante que aún quedaba, froté vigorosamente mis ataduras hasta donde me fue posible hacerlo, y hecho esto retiré mi mano del suelo y me quedé inmóvil y sin respirar.
Al principio, lo repentino del cambio y el cese del movimiento hicieron que los voraces animales se asustaran. Se apartaron alarmados y algunos volvieron al pozo. Pero esta actitud no duró más de un instante. No había yo contado en vano con su glotonería. Viéndome sin movimiento, una o dos de las más atrevidas se encaramaron por el caballete y olisquearon la correa. Todo esto me pareció el preludio de una invasión general. Un nuevo tropel surgió del pozo. Agarráronse a la madera, la escalaron y a centenares saltaron sobre mi cuerpo. Nada las asustaba, ni el movimiento regular del péndulo. Lo esquivaban y trabajaban activamente sobre la engrasada tira. Se apretaban moviéndose y se amontonaban incesantemente sobre mí. Sentía que se retorcían sobre mí garganta, que sus fríos hocicos buscaban mis labios.
Me encontraba medio sofocado por aquel peso que se multiplicaba constantemente. Un asco espantoso, que ningún hombre ha sentido en el mundo, henchía mi pecho y helaba mi corazón como un pesado vómito. Un minuto más, y me daba cuenta de que la operación habría terminado. Sobre mí sentía perfectamente la distensión de las ataduras. Me daba cuenta de que en más de un sitio habían de estar cortadas. Con una resolución sobrehumana, continué inmóvil.
No me había equivocado en mis cálculos. Mis sufrimientos no habían sido vanos. Sentí luego que estaba libre. En pedazos, colgaba la correa en torno de mi cuerpo. Pero el movimiento del péndulo efectuábase ya sobre mi pecho. La estameña de mi traje había sido atravesada y cortada la camisa. Efectuó dos oscilaciones más, y un agudo dolor atravesó mis nervios. Pero había llegado el instante de salvación. A un ademán de mis manos, huyeron tumultuosamente mis libertadoras. Con un movimiento tranquilo y decidido, prudente y oblicuo, lento y aplastándome contra el banquillo, me deslicé fuera del abrazo de la tira y del alcance de la cimitarra. Cuando menos, por el momento estaba libre. ¡Libre! ¡Y en las garras de la Inquisición! Apenas había escapado de mi lecho de horror, apenas hube dado unos pasos por el suelo de mi calabozo, cesó el movimiento de la máquina infernal y la oí subir atraída hacia el techo por una fuerza invisible. Aquella fue una lección que llenó de desesperación mi alma. Indudablemente, todos mis movimientos eran espiados. ¡Libre! Había escapado de la muerte bajo una determinada agonía, sólo para ser entregado a algo peor que la muerte misma, y bajo otra nueva forma. Pensando en ello, fijé convulsivamente mis ojos en las paredes de hierro que me rodeaban. Algo extraño, un cambio que en un principio no pude apreciar claramente, se había producido con toda evidencia en la habitación. Durante varios minutos en los que estuve distraído, lleno de ensueños y de escalofríos, me perdí en conjeturas vanas e incoherentes.
Por primera vez me di cuenta del origen de la luz sulfurosa que iluminaba la celda. Provenía de una grieta de media pulgada de anchura, que extendiese en torno del calabozo en la base de las paredes, que, de ese modo, parecían, y en efecto lo estaban, completamente separadas del suelo. Intenté mirar por aquella abertura, aunque como puede imaginarse, inútilmente. Al levantarme desanimado, se descubrió a mi inteligencia, de pronto, el misterio de la alteración que la celda había sufrido. Había tenido ocasión de comprobar que, aun cuando los contornos de las figuras pintadas en las paredes fuesen suficientemente claros, los colores parecían alterados y borrosos. Ahora acababan de tomar, y tomaban a cada momento, un sorprendente e intensísimo brillo, que daba a aquellas imágenes fantásticas y diabólicas un aspecto que hubiera hecho temblar a nervios más firmes que los míos. Pupilas demoníacas, de una viveza siniestra y feroz, se clavaban sobre mí desde mil sitios distintos, donde yo anteriormente no había sospechado que se encontrara ninguna, y brillaban cual fulgor lúgubre de un fuego que, aunque vanamente, quería considerar completamente imaginario. ¡Imaginario! Me bastaba respirar para traer hasta mi nariz un vapor de hierro enrojecido. Extendíase por el calabozo un olor sofocante. A cada momento reflejábase un ardor más profundo en los ojos clavados en mi agonía. Un rojo más oscuro se extendía sobre aquellas horribles pinturas sangrientas. Estaba jadeante; respiraba con grandes esfuerzos. No había duda con respecto al deseo de mis verdugos, los más despiadados, los más demoníacos de todos los hombres.
Me aparté lejos del metal ardiente, dirigiéndome al centro del calabozo. Frente a aquella destrucción por el fuego, la idea de la frescura del pozo llegó a mi alma como un bálsamo. Me lancé hacia sus mortales bordes. Dirigí mis miradas hacia el fondo. El resplandor de la inflamada bóveda iluminaba sus cavidades más ocultas. No obstante durante un minuto de desvarío, mi espíritu negóse a comprender la significación de lo que veía. Al fin, aquello penetró en mi alma, a la fuerza, triunfalmente. Se grabó a fuego en mi razón estremecida. ¡Una voz, una voz para hablar! ¡Oh horror! ¡Todos los horrores, menos ése! Con un grito, me aparté del brocal, y, escondido mi rostro entre las manos, lloré con amargura.
El calor aumentaba rápidamente, y levanté una vez más los ojos, temblando en un acceso febril. En la celda habíase operado un segundo cambio, y ése efectuábase, evidentemente, en la forma. Como la primera vez, intenté inútilmente apreciar o comprender lo que sucedía. Pero no me dejaron mucho tiempo en la duda. La venganza de la Inquisición era rápida, y dos veces la había frustrado. No podía luchar por más tiempo con el rey del espanto. La celda había sido cuadrada. Ahora notaba que dos de sus ángulos de hierro eran agudos, y, por tanto, obtusos los otros dos. Con un gruñido, con un sordo gemido, aumentaba rápidamente el terrible contraste.
En un momento, la estancia había convertido su forma en la de un rombo. Pero la transformación no se detuvo aquí. No deseaba ni esperaba que se parase. Hubiera llegado a los muros al rojo para aplicarlos contra mi pecho, como si fueran una vestidura de eterna paz. «¡La muerte! —me dije—. ¡Cualquier muerte, menos la del pozo!» ¡Insensato! ¿Cómo no pude comprender que el pozo era necesario, que aquel pozo único era la razón del hierro candente que me sitiaba? ¿Resistiría yo su calor? Y aun suponiendo que pudiera resistirlo, ¿podría sostenerme contra su presión? Y el rombo se aplastaba, se aplastaba, con una rapidez que no me dejaba tiempo para pensar. Su centro, colocado sobre la línea de mayor anchura, coincidía precisamente con el abismo abierto. Intenté retroceder, pero los muros, al unirse, me empujaban con una fuerza irresistible. Llegó, por último, un momento en que mi cuerpo, quemado y retorcido, apenas halló sitio para él, apenas hubo lugar para mis pies en el suelo de la prisión. No luché más, pero la agonía de mi alma se exteriorizó en un fuerte y prolongado grito de desesperación. Me di cuenta de que vacilaba sobre el brocal, y volví los ojos…
Pero he aquí un ruido de voces humanas. Una explosión, un huracán de trompetas, un poderoso rugido semejante al de mil truenos. Los muros de fuego echáronse hacia atrás precipitadamente. Un brazo alargado me cogió el mío, cuando, ya desfalleciente, me precipitaba en el abismo. Era el brazo del general Lasalle. Las tropas francesas habían entrado en Toledo. La Inquisición hallábase en poder de sus enemigos.

Detalle en un calabozo de la Posada de la Hermandad. Fotografía de M. Rex

Detalle en un calabozo de la Posada de la Hermandad. Fotografía de M. Rex

Fotografía de Contando Estrelas

Detalle en un calabozo de la Posada de la Hermandad. Fotografía de Contando Estrelas

Fotografía de Contando Estrelas

Detalle en un calabozo de la Posada de la Hermandad. Fotografía de Contando Estrelas

Sucesos extraños:

Al margen de leyendas tradicionales y exposiciones más o menos truculentas, en los últimos años se han escuchado diferentes sucesos extraños ocurridos en el interior de los muros de este histórico edificio. La primera vez que escuché algo al respecto fue en el año 1998, en una conferencia a cargo del profesor Fernando Ruiz de la Puerta, celebrada en el paraninfo de la Universidad Lorenzana, con el título “Las Casas Encantadas de Toledo”, en el que detalló a todos los asistentes como en los años anteriores numerosas personas habían sido víctimas de diferentes fenómenos y sensaciones. Fue en la época en que las dependencias de la Posada de la Hermandad habían sido utilizadas provisionalmente como aulas del conservatorio, cuando profesores y alumnos aseguraban haber visto, pero sobre todo sentido, presencias extrañas. No facilitó muchos más detalles al respecto.

Quiso la casualidad que poco tiempo después el Ayuntamiento cediera a una Asociación Cultural, de la que yo era miembro, una habitación del edificio para poder utilizarla como sede y almacenar allí nuestros enseres y documentos. He de reconocer que por lo escuchado previamente en la citada conferencia pudiera ir con algo de sugestión, pero bien es cierto que en ningún momento me encontré cómodo en los largos ratos que tuve que permanecer a solas en aquella habitación. No fui capaz por entonces de probar a realizar ninguna grabación por el temor de poder captar algo que me impidiera volver con un mínimo de tranquilidad a aquel lugar, aunque hubiera sido complicado extraer algo en limpio, ya que a través del pequeño patio se colaban numerosas voces y sonidos de los edificios aledaños. En mi caso, insisto, tal vez por fuerza de la sugestión, todo eran impresiones desagradables al permanecer allí, con la incómoda sensación de verme observado, o al menos que no estaba solo a pesar de que en realidad sí que era así.

Por aquellos días también sucedió algo que trascendió y de lo que incluso se habló en algún medio de comunicación. Uno de los conserjes estaba revisando el edificio antes de cerrar para asegurarse que no quedaba nadie dentro, cuando sintió una mano sobre su hombro. Se dio la vuelta para comprobar de quien se trataba y comprobó que tras él no había nadie. Asustado salió corriendo, abandonó el edificio, y cerró la puerta principal. Al día siguiente lo comentó con varios compañeros, y entraron juntos para revisar todas las dependencias, comprobando que allí dentro no había quedado nadie encerrado.

En este audio del programa “La Novena Puerta” de DSK radio relatan cómo fue aquel suceso.

Ya hace unos años de aquello, y las veces que he vuelto a la Posada de la Hermandad las sensaciones han sido diferente. Posiblemente porque ha sido para visitar exposiciones con bastante concurrencia de público, y no es lo mismo que permanecer sólo allí dentro. Pero desde luego, las historias y leyendas de sus mazmorras son suficiente para no sentirse cómodo en su interior.

Sucesos extraños en el Alcázar de Toledo

Un poco de historia:

Emplazado sobre una elevada y estratégica colina, es éste el motivo que ha justificado la existencia de una fortaleza más o menos importante en este mismo lugar desde épocas remotas. Según restos encontrados podemos confirmar este supuesto desde prácticamente tiempos romanos. Este hecho no pasa desapercibido para el reconquistador Alfonso VI, quien aprovechando restos de un castillo árabe levantó una fortaleza encomendando la vigilancia a Rodrigo Díaz de Vivar “el Cid Campeador”. El edificio debería poseer especial importancia, ya que era el lugar elegido como residencia por los monarcas durante su estancia en Toledo.

En el siglo XVI, con Carlos V ocupando el trono, llegó el momento cumbre del Alcázar, ya que el soberano quiso reformarlo creando un palacio digno del Emperador. Alonso de Covarrubias fue el encargado de las trazas en 1537, diseño que fue seguido por Francisco de Villalpando, Juan de Herrera y más constructores de reputada talla. Un siglo después, con el traslado de la capital a Madrid, el edificio perdió la principal función para la que había sido destinado y comenzó un período de declive, sufriendo distintas utilizaciones: cuadra, granero, cárcel, etc.

En 1710 fue incendiado por las tropas del archiduque Carlos, siendo restaurado en 1774 por Ventura Rodríguez para convertirlo en Real Casa de Caridad por orden del cardenal Lorenzana. Otro incendio, provocado en 1810 por las tropas napoleónicas, asoló de nuevo el edificio, que no fue rehecho hasta 1867 para ser utilizado como Academia de Infantería. No fue éste el último incendio sufrido, ya que en 1887 el edificio fue de nuevo pasto de las llamas, siendo posteriormente reparado con aspecto más notable.

El grandioso edificio fue de nuevo protagonista del desastre, ya que en 1936, a causa de la Guerra Civil española, el edificio fue prácticamente reducido a escombros. Afortunadamente fue reconstruido por el Ministerio del Ejército y Regiones Devastadas. Para ello utilizaron como modelo fotografías y planos existentes, dotando al Alcázar de un aspecto similar al que presentaba antes de su destrucción.

Durante los últimos años el Alcázar albergó dependencias del Gobierno Militar, siendo actualmente sede de la Biblioteca de Castilla la Mancha y desde el año 2010 el Museo del Ejército.

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Con todo lo sucedido a lo largo de la historia en el emblemático edificio, incluidas múltiples tragedias como la acontecida en el verano de 1936, en que el Alcázar fue testigo y protagonista de una Guerra Civil que enfrentó a hermanos y amigos entre sí y esperemos que no vuelva a repetirse jamás, es normal que se considere que el monumento esté “impregnado” de energías que puedan manifestarse de una u otra forma.

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A mediados de la década de los noventa del pasado siglo, una conocida publicación toledana se hizo eco de ciertas habladurías que corrían como la pólvora. Por entonces el edificio, además de como museo, era utilizado como gobierno militar. No es de extrañar entonces que la vigilancia de parte de sus instalaciones fuera llevada a cabo por los reclutas de un servicio militar que vivía sus últimos años. Fueron algunos de estos reclutas los que afirmaban haber vivido algunos momentos un tanto insólitos. Afirmaban que durante sus guardias se acercaba a ellos un militar de alta graduación, con uniforme que catalogaban de anticuado, que les recriminaba no cuadrarse y realizar el saludo correctamente, marchándose de igual manera que había llegado. Al finalizar su guardia, y dar las novedades al superior correspondiente, este no acertaba a saber de quién podría tratarse, ya que en ese momento no se encontraba ningún oficial o suboficial dentro del Alcázar.

Por aquella época también fue cuando el célebre profesor e investigador F. Ruiz de la Puerta, con otros acompañantes, realizó una psicofonía en una casa cercana, que ha sido emitida en numerosos programas especializados en el misterio. En dicha psicofonía, entre la conversación de los investigadores parecen colarse unas voces de fondo que gritan “cerdos, fascistas, asesinos…”

En el año 1999 tuve la oportunidad, junto a mi buen amigo D. Yáñez, de poder filmar con el edificio cerrado al público todas las dependencias del museo, incluyendo los sótanos y otras estancias hoy no disponibles, pudiéndome dar cuenta en ese momento de la sensación que uno vive al recorrer sólo el interior de estos muros que vivieron unos momentos tan trágicos. La calidad del vídeo no es muy buena, pero sirve para recordar cómo eran estos espacios abiertos al público hasta hace no muchos años.

Más recientemente, y desde que en su interior se encuentra la Biblioteca de Castilla la Mancha y el Museo del Ejército, son también varios los trabajadores que aseguran haber vivido algún que otro fenómeno extraño, aunque son reticentes a la hora de facilitar detalles. Luces que se apagan y se encienden solas cuando los vigilantes realizan sus rondas, objetos que aparecen en lugares que no deberían estar, sombras fugaces que se ven por ciertos rincones es algo que parecen vivir con cierta asiduidad.

La fortuna que tenemos con este histórico monumento es que cualquier ciudadano puede visitar su biblioteca o el Museo del Ejército, pudiendo acceder prácticamente cualquier día a gran parte de sus dependencias. Aunque por supuesto no es lo mismo que permanecer dentro cuando nadie o casi nadie queda en su interior.

Polvorines de la Fábrica de Armas

Tengo previsto realizar en breve una entrada sobre la el Campus Universitario de la Fábrica de Armas, y es que, según el profesor Ruiz de la Puerta, éste es sin duda el punto más caliente de fenómenos extraños en Toledo. Mientras estoy recopilando material al respecto he recibido un par de correos comentándome ciertos rumores y habladurías respecto a la zona de los polvorines de la Fábrica de Armas, que se encuentran al otro lado del río, y a la que se accede desde la zona conocida como “La Olivilla”.

No le di mucha importancia en un principio a estos correos, ya que provenían de fuentes anónimas y desconocidas para mí, y facilitaban datos muy vagos y más propios de leyendas urbanas conocidas en Toledo, pero con base poco sólida. Me alertaban sobre la posibilidad de la celebración de extraños ritos en los ruinosos edificios a cargo de extraños personajes encapuchados, en los que encendían hogueras e incluso sacrificaban animales. Afirmaba una de estas fuentes que en cierta ocasión presenció como un grupo de unos ocho individuos que se ocultaban bajo una capucha huían a toda velocidad de uno de estos edificios dispersándose por diferentes caminos de la zona.

Hace años, concretamente durante la primera mitad de la década de los 90, hubo cierto auge de algunas sectas de corte satánico en toda España, y Toledo no se libró de ella. Los cementerios del barrio de Azucaica y el propio de Toledo fueron profanados, y los expertos lo atribuyeron a rituales de este tipo de sectas. En muchos callejones del Casco Histórico de Toledo aparecieron diferentes pintadas, que afirmaban los estudiosos no podrían ser obra de bromistas, y durante un buen tiempo se habló de ello, y con el tiempo pasó al olvido.

Al no ser un experto en este tema no puedo afirmar nada con rotundidad, pero la lógica me hace pensar que en caso de que volvieran a aflorar este tipo de sectas en la ciudad no se reunirían en un lugar de tan fácil acceso al resto de mortales, sino que lo harían en un lugar a salvo de miradas ajenas. Por eso lo consideré una simple anécdota, fruto posiblemente de un grupo de bromistas, y decidí no darle importancia.

Sin embargo hace unos días pasé ante la entrada de la zona de los polvorines, y por simple curiosidad decidí entrar a echar un vistazo. Es un parque que ya conocía con anterioridad, ya que ofrece muy buenas vistas de Toledo y a pesar del estado de abandono al que está sometido es un lugar agradable para pasear. Pero en ese momento, con mi cámara de foto colgada al hombro y la grabadora preparada, quería observar más detenidamente aquellos edificios medio ruinosos que siempre habían pasado inadvertidos para mi.

Lo primero que me gustaría advertir es que se trata de un lugar peligroso por causas físicas, y es que el estado de abandono se refleja en la falta de tapaderas de alcantarillas que pueden ocasionar un buen disgusto a cualquier transeúnte que camine por allí con poca luz. Por ello recomiendo encarecidamente no transitar por allí cuando no haya luz.

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polvorines 058Al poco de entrar por la puerta de acceso desde “La Olivilla” nos encontramos con el primer polvorín, sin ningún tipo de restricción de acceso, completamente abandonado, y lleno de graffitis.

polvorines 008polvorines 009polvorines 010polvorines 011Poco más abajo de este, de tamaño algo mayor y con unas vistas impresionantes a Toledo, existe otro polvorín, también completamente abandonado, lleno de pintadas, y con indicios de que allí hace poco ha podido pernoctar alguien, al encontrar enseres como mantas y colchones viejos, así como restos de hogueras y envases de combustible. Al haber también cascos viejos lo más probable es que allí se refugiaran recientemente, en época de frío, algunos operarios de obras que se realizaran en la zona. Respecto al tipo de pintadas, nada atribuible a esos “extraños ritos” que me indicaban, bajo mi punto de vista.

polvorines 015polvorines 018polvorines 019Prácticamente frente a este segundo polvorín nos encontramos con lo que parece una antigua vivienda en avanzado estado de ruina, y bastante peligrosa, al no tener cerrado el acceso y mostrar un deterioro bastante evidente. Es un edificio bastante amplio, y en su día tuvo que ser bastante acogedor, con unas vistas privilegiadas, aunque con el murmullo del río demasiado cercano. Al igual que en los polvorines las paredes están cubiertas con diferentes graffitis y pintadas, algunas de ellas intentando simular pintadas “satánicas” (por denominarlas de alguna forma), aunque confundiendo la estrella de David con el pentáculo. Por tanto, tampoco nada que reseñar.

polvorines 026polvorines 028polvorines 030polvorines 031polvorines 040Poco más abajo, otra vivienda bastante más amplia, y aislada del resto. Destaca un amplio y oscuro sótano con un antiguo corral, y que este edificio ha sido ahogado en los últimos años por el avance de la naturaleza, ya que está completamente rodeado de árboles y maleza. El acceso a la parte alta de la vivienda es prácticamente imposible, y peligroso al no ver donde se pisa.

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polvorines 043polvorines 049polvorines 052polvorines 048polvorines 045polvorines 052polvorines 055Por último, separado del resto de edificios, y más cerca al conocido “Puente de Polvorines”, encontramos un último polvorín más pequeño que los dos anteriores. Se encuentra en un estado algo menos deteriorado, y en este caso sí que me llamó la atención los restos de un pequeño animal en su interior.

polvorines 059polvorines 061polvorines 063Como curiosidad quise hacer una serie de grabaciones en los diferentes edificios, esperando poder capturar algún tipo de sonido, pero las grabaciones fueron completamente limpias. Lo único reseñable lo grabé en el primer polvorín, en el que se escucha una débil campanada en el 3’58” aproximadamente.

La lógica me lleva a pensar en que puede tratarse de un insecto o pequeño ave impactando con el tejado de chapa del edificio, pero lo dejo como curiosidad.

Por lo demás nada extraño en la zona. Es posible que se pueda haber visto a determinados individuos encapuchados por la zona, que se trataría posiblemente de los grafiteros tratando de no ser reconocidos. El resto es sin duda fruto de la imaginación popular.

En este caso el verdadero misterio es cómo una zona que puede ser un vistoso paseo disfrutado por todos los toledanos esté en semejante estado de abandono y con un peligro tan evidente, que debería solucionar de forma urgente el responsable, ya sea el Ayuntamiento, la Junta de Comunidades, o la Universidad de Castilla la Mancha.

Por último mi insistencia en no transitar por la zona en ausencia de luz, por el peligro físico que ello conlleva.

El Castillo de San Servando

Un poco de historia

Su procedencia se remonta a época árabe, hecho supuesto y probado pero del que no existe constancia documental. Tenemos que remontarnos a los años posteriores a la Reconquista para tener datos puntuales sobre la fortaleza. El 11 de Marzo de 1088 el monarca Alfonso VI fundó en este lugar un monasterio dedicado a los santos Servando y Germano, dotándolo de importantes donaciones y privilegios.

Los monjes se vieron obligados a abandonar el monasterio entre el 1099 y el 1010, debido a los constantes ataques musulmanes facilitados por su situación extramuros. La reina doña Urraca cedió el edificio en 1113 al arzobispo don Bernardo, perteneciendo a la Catedral como mínimo hasta principios del siglo XIII. Desde esta época hasta fines del siglo XIV no sabemos los avatares sufridos por el monasterio, hasta que entre 1380 y 1389, tras las intestinas guerras entre Pedro I y su hermano ilegítimo Enrique de Trastámara, fue reconstruido por el arzobispo Pedro Tenorio.

No permaneció en buen estado mucho tiempo, ya que en el siglo XVI parece ser que volvió a presentar estado de ruina, no siendo restaurado pero sí utilizado para distintas funciones, como consta la de polvorón en 1857. En 1873, a causa de su deplorable estado, salió a subasta por precio inferior a 3.500 ₧ (21 €), lo que originó que interviniera en 1874 la Comisión Provincial de Monumentos declarando al castillo Monumento Nacional, siendo el primer castillo en la península en recibir tal denominación. Distintos trabajos arqueológicos realizados en 1920 descubrieron varias tumbas medievales.

El edificio fue cedido en 1945 a la Delegación de Juventudes, quien restauró el castillo para fines propios. En la actualidad es utilizado como albergue y residencia universitaria.

Dos leyendas tradicionales, con idéntico título:


EL FANTASMA DE SAN SERVANDO 

(Sobre relato de Leopoldo Aguilar de Mera)

Numerosos son los avatares que ha sufrido el Castillo de San Servando desde su remota construcción, allá en época árabe. Alfonso VI, tras la reconquista de Toledo, considerando su importancia estratégica, lo restauró cediendo su custodia a Rodrigo Díaz de Vivar el Cid, siendo destinado años más tarde al cobijo de los Caballeros Templarios. La historia que sigue a continuación ocurrió precisamente en esta etapa, cuando la fortaleza estaba custodiada por dichos caballeros.

Era una gélida noche de noviembre marcada por la ventisca y la lluvia, que no había cesado desde el amanecer. En los campanarios de la ciudad retumbaron diez campanadas, y el silencio de la noche sólo era roto por los súbitos y violentos golpes de viento. Todos los inquilinos de la fortaleza yacían en profundo sueño, a excepción de los vigías y de don Nuño Alvear, el viejo caballero al que tocaba hacer guardia esa madrugada. El centinela pasaba la vigilia en su angosta habitación, calentada por una débil hoguera en la chimenea, en espera de caminantes que al llegar tarde a la ciudad encontraran sus puertas cerradas y necesitaran albergue donde pernoctar.

Se hallaba don Nuño Alvear inmerso en sus pensamientos, medio adormecido por el monótono chisporroteo de la chimenea, cuando unida al soplo del viento creyó escuchar una tenebrosa y estremecedora voz. El viejo hidalgo no distinguió palabras, pero sí un susurro que le llenó de terror.

Poco tiempo después oyó al pie de la torre la caracola de los peregrinos, seguida de dos fuertes aldabonazos en la puerta que le hicieron sobresaltarse y dirigir una asustada mirada hacia el lugar donde se encontraba el vigía. Lo más seguro es que se tratara de algún necesitado, pero no había que confiar en los que andaban errantes a tan altas horas.

Don Nuño, intranquilo, escuchaba tras la puerta al recién llegado, que dialogaba con los soldados de la entrada suplicando albergue. Su voz tenía un acento cascado, que se confundía con el fuerte azote del viento.

Pocos minutos después se presentó en la cámara del Templario un viejo canoso de larga y blanca barba. Sus manos sarmentosas sostenían a duras penas el báculo de peregrino, y sus pies descalzos se arrastraban penosamente por las losas del pavimento. Don Nuño, sobrecogido, se levantó de su asiento dirigiendo su temerosa mirada al anciano, que le dijo:

 – Por fin me presento ante vos.

– ¿De dónde venís y a dónde os dirigís? –preguntó el anfitrión con voz temblorosa-.

– De dónde vengo es un enigma, pero allí he de regresar de nuevo.

El centinela del castillo no acertaba a comprender las palabras del visitante. Se encontraba aturdido a causa del miedo, hasta el punto que llegó a frotarse los ojos creyendo que soñaba. Viendo que no era sí, preguntó de nuevo al anciano:

– Decidme, ¿quién sois y a qué habéis venido?.

– A por vos. O mejor aún, a por vuestra alma, que escapa de vuestro pecho como el humo escapa de la llama. Ahora estáis en mis manos. ¡Soy vuestra muerte!.

Un escalofrío recorrió el cuerpo del Templario, que aterrorizado cogió una trompa para llamar a sus guardias.

– Es inútil –le advirtió el anciano-. En vuestro pecho no queda fuerza para el más leve soplo. Debéis afrontar vuestro destino.

– ¡Os lo ruego –suplicaba don Nuño-, dejadme!.

– De nada sirven vuestros ruegos ante los testimonios de los que os acusan ante Dios. ¡Mirad, mirad!.

Entonces, entre las llamas de la chimenea, comenzaron a reflejarse multitud de rostros marcados por el dolor que le hacían muecas de trágica burla. Don Nuño reconoció todos y cada uno de ellos. Se trataba de los numerosos desdichados que habían sufrido a manos del cruel Templario. Entre ellos se encontraban los innumerables musulmanes que había hecho crucificar por leves delitos, las jóvenes doncellas que fueron arrojadas por un precipicio al negarse a satisfacer sus sucios deseos, los pacíficos peregrinos que huían humeando en carne viva al serle derramado aceite hirviendo desde lo alto de las torres del castillo. Todas las escenas fueron revividas por don Nuño, que cayó al suelo echándose las manos a los ojos sintiendo que le ardían las entrañas. Todo esto ocurría bajo la atenta mirada del anciano peregrino, que permanecía imperturbable ante el horrible sufrimiento del Templario. Poco después se le nubló la vista, el corazón comenzó a agitársele bruscamente y un zumbido atronó en su cerebro.

Al despuntar el alba uno de los soldados se dirigió a la cámara de don Nuño, comprobando con espanto que éste se hallaba muerto en el suelo, con el pelo más blanco, y con abundante sangre manando de su nariz, boca y ojos.

Del misterioso peregrino no supieron nada.


EL FANTASMA DEL CASTILLO DE SAN SERVANDO

(Sobre relato de Vicente Mena Pérez)

Sin duda aquella fue una época en la que surgieron en Toledo numerosos hidalgos que serán recordados por todas las generaciones por su valor y arrojo. No en vano las cuantiosas campañas militares que tan a menudo se desarrollaban facilitaban enormemente la labor a todos aquellos que ansiaban hallar la gloria en poco tiempo.

Uno de estos insignes caballeros era don Lorenzo de Cañada, protagonista de nuestra historia, uno de los más afamados nobles de la ciudad. Ya no gozaba del privilegio de la juventud, pero sus pretéritas hazañas en Flandes al servicio de Felipe II le habían otorgado un puesto de confianza al frente de la guardia de la ciudad. Se encontraba en su cámara del Alcázar una fría noche de invierno cuando el jefe de la guardia del Puente de Alcántara irrumpió repentinamente. La brusca entrada del centinela sobresaltó a don Lorenzo, pues ya hacía por lo menos dos horas que se había dado el toque de queda y la interrupción de su subordinado no podría deberse a nada bueno:

– ¿Qué es lo que pasa?. ¿Es que ocurre algo en el Puente? –preguntó-.

El soldado, que apenas podría articular palabra a causa de la precipitación con la que había acudido ante la presencia de su señor, comenzó a explicar atropelladamente:

– Señor, se trata del Castillo de San Servando. Hace un buen rato que hemos comenzado a oír fuertes voces y a ver como sus centinelas corrían de un lado a otro de sus almenas. Desconocíamos el motivo de tal alboroto y por eso he mandado a diez hombres para comprobar lo que ocurría.

– ¿Y ya han vuelto?.

– Así es.

– ¿Y que es lo que han averiguado?.

– Pues que el motivo de tal alboroto es la extraña muerte del alférez Valdivia, al que han hallado poco después de la media noche con evidentes signos de violencia.

– ¿Y habéis capturado al asesino, supongo?.

– No hemos podido –dijo el soldado avergonzado-.

– ¿Y cuál es el motivo que os lo ha impedido?.

– Pues veréis, señor –prosiguió el centinela-, tras numerosas indagaciones hemos comprobado que en el momento de la muerte de Valdivia todos los inquilinos del Castillo, sin excepción, se hallaban reunidos en el salón principal, por lo que ninguno de ellos ha podido ser el asesino. Al contrario, todos ellos han podido escuchar con terror los desesperados gritos del alférez suplicando ayuda.

– Habéis inspeccionado todo el Castillo por si era algún indeseable que se hubiera ocultado entre sus muros?.

– Sí señor. Examinamos el Castillo piedra a piedra, y os aseguro que en su interior no se hallaba nadie más.

Tras oír la explicación de lo ocurrido don Lorenzo dio permiso a su centinela para marchar, no sin antes ordenarle que convocara a todos los jefes de guardia para una reunión urgente en el Alcázar.

Al día siguiente, poco después de salir el sol, los responsables de todas las guarniciones se hallaban reunidos en el Alcázar, pero lejos de alcanzar un acuerdo discutían acaloradamente sobre que resolución tomar. Finalmente, por imposición del alcaide, Ferrán Cid, se decidió dejar el castillo sin vigilancia, repartiendo su guarnición por los puntos más débiles de la ciudad. Pero esta decisión no fue aceptada de buen grado por los hombres más veteranos, especialmente don Lorenzo, quienes veían en esta resolución más muestra de cobardía que de prudencia por tratar de evitar nuevas víctimas.

Pasaron varias semanas desde el trágico suceso y en lugar de extinguirse su recuerdo era cada vez más comentado en la ciudad, pues eran innumerables los testigos que afirmaban haber visto en las proximidades del Castillo de San Servando la sombra de la figura de un descomunal guerrero ataviado con una resplandeciente armadura que exhalaba terroríficos alaridos.

Tal circunstancia provocó que nadie se atreviera a transitar por las cercanías del Castillo, situación que causó en lógico desasosiego entre los componentes de la guardia de la ciudad, que no se atrevían a tomar ninguna medida. Tuvo que ser nuestro valiente caballero, don Lorenzo, quien tomara la iniciativa para acabar con aquellos temores.

Cierta noche, tan fría y solitaria como aquella en la que murió el alférez Valdivia, el valiente hidalgo dirigió sus decididos pasos hacia el Castillo, dispuesto a acabar con el misterio de tan trágicos sucesos. Con gran determinación cruzó el Puente de Alcántara, y con paso firme llegó hasta el pie del Castillo. Una vez allí quedó extrañado, pues halló su puerta cerrada cuando sus antiguos vigilantes la habían dejado abierta de par en par. Sin dudarlo se puso ante ella, dando dos fuertes aldabonazos que retumbaron en el interior del siniestro y solitario edificio.

Apenas unos segundos después, sin que mano humana interviniera, la puerta comenzó a abrirse con un chirrido estridente y aterrador. Pero don Lorenzo, lejos de acobardarse, se acomodó su capa de manera que no pudiera estorbarle, y desenvainando su espada se adentró en el Castillo trazando círculos de derecha a izquierda rememorando viejos tiempos gloriosos.

Nunca se supo lo que ocurrió después en el interior de San Servando, pero lo ciento es que nunca volvió a verse el aterrador fantasma desde que nuestro valiente protagonista se enfrentó a él.

Son muchos los que cuando veían a don Lorenzo paseando por Zocodover le interrogaban acerca de lo ocurrido en aquel misterioso enfrentamiento, pero nuestro valiente caballero, atusándose su poblado mostacho, sólo esgrimía una amplia sonrisa como respuesta.

Misterios que se cuentan

Con toda la historia de la que los muros del Castillo han sido testigos, y protagonizar las leyendas citadas entre otras, no podía escapar este edificio a historias actuales de fenómenos extraños e inexplicables. No son tan llamativos y espectaculares como en otros lugares de Toledo, pero afirman algunos de los estudiantes que allí se han alojado, concretamente en la habitación T4, que por la noche resulta bastante difícil conciliar el sueño. Hablan de voces y ruidos inexplicables, cuando el resto de estancias del albergue están desocupadas. Y afirman que los empleados del Castillo, para evitar problemas, intentan siempre que es posible no asignar esta habitación a ningún huesped.

Hasta la fecha me ha sido imposible contactar con ningún testigo directo de estos fenómenos, por lo que me ciño a informaciones extendidas por la ciudad, a la espera de poder conocerlo más detalladamente de primera mano.

El caso de San Pedro Mártir

Claustro de San Pedro Mártir. Fotografía de José Luis Filpo Cabana

Claustro de San Pedro Mártir. Fotografía de José Luis Filpo Cabana

Si tuviéramos que elegir un lugar de Tóledo célebre por sucesos extraños acontecidos en él, y conocidos por casi todos los habitantes de la ciudad, ese no es otro que el antiguo convento de San Pedro Mártir. Y es que este edificio, hoy reconvertido en Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales, es uno de los más visitados por los estudiantes toledanos, ya sea por que están allí matriculados, o simplemente porque van a hacer uso de su amplia y tranquila biblioteca.

Un poco de historia

En el año 1407, sobre unas casas propiedad de doña Guiomar de Meneses y don Alonso Tenorio de Silva, se ubicó en este lugar un convento de frailes dominicos bajo la advocación de San Pedro Mártir. Poco a poco, con el paso de los años, los frailes recibieron en donación más propiedades aledañas o fueron comprándolas, llegando a ocupar una extensión de casi doce mil metros cuadrados. Se dio la circunstancia que tuvieron que unir parte de sus propiedades con un cobertizo, e incluso construir en una calle pública, por lo que el Ayuntamiento les obligó a perpetuidad a que permitieran el paso a los ciudadanos por el interior del templo y del claustro, que por este motivo fue conocido como el “claustro de las procesiones”. Esta obligación debía cumplirse desde la salida hasta la puesta del sol, y estuvo vigente hasta la exclaustración del templo en 1835.

Este convento tuvo gran importancia, no sólo por su tamaño, sino por otras circunstancias peculiares, como por ejemplo que en él establecieron los Reyes Católicos la primera imprenta que hubo en Toledo. Aquí se imprimían las famosas bulas que se comerciaban en la cercana calle que tomó nombre de esta actividad, la calle de las Bulas. La actividad de la imprenta duró hasta finales del XIX, por la constancia que queda de las últimas obras allí impresas.

Otro motivo por el que es célebre este convento es por haber sido sede del Tribunal de la Inquisición en 1485, ya que los dominicos tenían encomendado el juicio de las causas. Desde aquí es desde donde partían a Zocodover los encausados por la Inquisición, camino a la plaza de Zocodover, en donde tendría lugar el auto de fe. Nada más lejos de la leyenda urbana que afirma que en este convento los inquisidores torturaban y ejecutaban a herejes y acusados de injurias contra la fe. En esta época, la de mayor auge del convento, llegaron a morar entre sus paredes más de sesenta frailes, muchos de ellos afamados miembros del Santo Oficio.

Otro capítulo importante del edificio se puede datar durante la invasión francesa, en dónde tropas del ejército de Napoleón lo tomaron como albergue, llegando a causar notables desperfectos.  Son estos acontecimientos los que utilizó Bécquer para una de sus más célebres leyendas,  la de “el beso”, cuya lectura recomiendo encarecidamente.

Estatua orante en la Iglesia de San Pedro Mártir - Fotografía de Fjdrevorio

Estatua orante en la Iglesia de San Pedro Mártir – Fotografía de Fjdrevorio

Tras la exclaustración del convento fue utilizado para fines diversos. Primero como cuartel de Milicias Nacionales. Posteriormente pasó a la Comisión Provincial de Monumentos que lo declaró “Panteón Provincial” y lo utilizó para guardar las obras artísticas salvadas de otros edificios, como diversos mausoleos. En el año 1846 el edificio se cede a la Diputación Provincial, que lo utilizó como asilo, circunstancia que acarreó que la imprenta en esta época se conociera como “Imprenta del Asilo”.

El 27 de mayo de 1993, tras una profunda remodelación, se inauguró el edificio que iba a ser destinado a sede de la Delegación del Gobierno y de la Administración del Estado, pero en la ceremonia inaugural el por entonces Presidente de la Junta de Comunidades de Castilla La Mancha, José Bonó, solicitó al Ministerio del Interior que le cediese el edificio para edificio universitario, fin que hoy en día sigue cumpliendo.

(Historia Tomada del libro “Fantasía y Realidad de Toledo”, de Ángel Santos y Emilio Vaquero, Ed. Azacanes).

Lo que se cuenta

Desde que San Pedro Mártir fue ocupado por cientos de profesores, alumnos, y empleados de la Universidad de Castilla la Mancha son del dominio público los rumores que afirman que entre aquellos antiguos muros suceden algunas cosas que carecen de explicación lógica. Y esto resulta de mayor interés si cabe debido a la coincidencia de los testimonios de numerosos testigos que afirman haber visto algo muy parecido, al margen de su edad u ocupación en el centro.

De hecho los testimonios provienen de alumnos, empleados de limpieza, empleados de seguridad, personal de la Universidad, o simples visitantes.

Uno de los testimonios más repetidos se refieren a la visión de una figura difuminada, que algunos describen como una débil humareda blanca, que suele verse por algunos lugares del antiguo convento, principalmente algunas zonas como el claustro, la biblioteca, la iglesia, o la sillería superior. Afirman los testigos que esta humareda blanca se desplaza como si fuera flotando, y de manera bastante rápida, de forma que nunca suele verse por un periodo superior a tres o cuatro segundos. Algunos testigos han ido más lejos, e incluso afirman haber visto este fenómeno de forma más clara, pudiéndose vislumbrar una figura femenida ataviada con una especie de hábito blanco, como si de una monja se tratase. Esta versión está bastante extendida entre el personal de limpieza, quienes incluso, tal vez para vencer el temor que pudiera causar, se refieren a esta figura como “Encarna”. Y es que, con toda naturalidad del mundo, cuando las limpiadoras van a entrar en alguna de las dependencias en donde suele manifestarse esta visión, lo hacen al aviso de “Encarna, no me asustes que voy a entrar”, llegando a despedirse de la misma forma que entraron.

Cabe destacar que en la historia de San Pedro Mártir no destaca la presencia de ninguna mujer, ya que siempre albergó religiosos del sexo masculino. No obstante casi todos los enterramientos que hay allí son de los religiosos dominicos, con la excepción de dos enterramientos de mujeres traídos aquí durante su uso como “Panteón Provincial)

Estas limpiadoras protagonizaron un conocido capítulo en estos fenómenos de San Pedro Mártir. Tras limpiar una de las aulas de la planta baja del claustro, y dejar perfectamente limpia la clase y bien ordenadas las más de cincuenta mesas y sillas, subieron al primer piso del claustro para continuar con sus labores. Al subir las escaleras vieron que la luz del aula que acababan de limpiar se encontraba encendida, y volvieron con el fin de apagarla. Su sorpresa fue mayúscula cuando al entrar comprobaron que la totalidad de mesas y sillas que habían dejado perfectamente colocadas se encontraban desorganizadas, y eso en apenas un minuto de tiempo. Sin comprender que podía haber pasado, ya que el edificio estaba cerrado al alumnado y sólo ellas y el conserje estaban en ese momento en su interior, se dirigieron a éste, quien decidió llamar a la policia por si alguien se había colado en el centro. Al poco se personó la policía en el viejo convento, y tras hacer una inspección comprobaron que allí no había nadie escondido.

Otro tanto sucede con el personal de seguridad, que tiene que pasar largas horas en San Pedro Mártir cuando no hay nadie más en su interior. Cabe destacar que estos trabajadores son los menos dados a hablar del tema, ya que comprensiblemente pueden temer por su puesto de trabajo. Durante un tiempo desempeñé un puesto similar, y conozco de primera mano que las empresas de seguridad no hacen caso y desprecian este tipo de comentarios de sus trabajadores. Pero aún así son muchos los relatos que en los últimos años por boca de estos guardias de seguridad se han extendido entre la comunidad universitaria, y por extensión entre los ciudadanos de Toledo.

Mucho se ha hablado del extraño funcionamiento de los ascensores durante la noche sin que nadie pueda operar los botones. Los ascensores comienzan a funcionar deteniéndose en cada planta, abriendo sus puertas, y volviéndolas a cerrar. Fenómeno muy repetido en otros emplazamientos similares. No creo que se debiera dar mayor importancia a esto, ya que muchos ascensores están programados para retornar pasado cierto tiempo a la planta en donde hay más afluencia de público. O incluso un fallo en la botonera pudiera causar este extraño funcionamiento. Aún así se comenta que más de un vigilante de seguridad se ha sobresaltado por ello, y no hay explicaciones lógicas que les tranquilicen.

También se habló hace varios años que estos vigilantes de noche escuchaban ruidos en las plantas superiores, como de pasos y arrastrar de muebles, y que cuando subían a comprobar qué era lo que ocurría no encontraban el motivo del ruido de los inexplicables pasos, pero sí encontraban el mobiliario en algunos lugares colocado de forma diferente a la habitual, lo que en más de una ocasión propició la correspondiente llamada a la policía.

Tristes y conocidos son en la ciudad los dos fallecimientos de vigilantes de seguridad durante su servicio nocturno en un lugar determinado; la iglesia conventual. Según se afirma uno de estos fallecimientos puede tener su explicación lógica, ya que el trabajador llegó precipitadamente al cambio de turno y con evidentes signos de fatiga. El diagnóstico del fallecimeinto fue infarto de miocardio. El otro compañero no tiene explicación tan sencilla, aunque posiblemente tenga también su lógica explicación, a pesar de tratarse de un joven sin aparentes problemas de salud. Lo que llama la atención es que un hecho tan poco habitual como es el fallecimiento de un vigilante se haya repetido en un intervalo de menos de diez años en el mismo lugar. Aún así, y debido a lo delicado del tema, son cosas de las que no se ha vuelto a hablar abiertamente.

Portada de la Iglesia de San Pedro Mártir - Fotografía de Miguel Hermoso Cuesta

Portada de la Iglesia de San Pedro Mártir – Fotografía de Miguel Hermoso Cuesta

La biblioteca de San Pedro Mártir es uno de los lugares más utilizados por la comunidad universitaria de Toledo, y suele estar siempre llena de alumnos que acuden allí a estudiar con tranquilidad. Pero eso es en las horas de mayor tránsito, ya que a últimas horas esta biblioteca no suele estar tan solicitada. De hecho, en épocas de exámenes, la Universidad suele habilitar otras aulas para su uso como estudio. Sin embargo muchas de ellas no son ocupadas, debido al recelo de los estudiantes a permanecer en ellas cuando la ocupación no es alta.

Finalmente son muchos los estudiantes que aseguran haber visto también esta figura vaporosa que se desliza por ciertas zonas, aunque habría que ver si en algunos casos es mera sugestión, o simple afán de protagonismo. Aún así es llamativo que todos los testimonios coinciden en la descripción de esta “humareda o nube blanca”, sin alarde ni fuegos artificiales que exageren la visión.

Lo que sí es cierto que el edificio de San Pedro Mártir es a día de hoy el edificio de Toledo dónde más conocidos son sus extraños fenómenos. Puede ser que tenga una explicación lógica, que se trate de una sugestión generalizada, o incluso cierta histeria colectiva. Pero mientras no llegue esta explicación continuará siendo uno de los misterios toledanos más destacados.

En este enlace se puede ver reportaje sobre el asunto emitido en el programa “Cuarto Milenio” (Buscar 1:33’15”)

http://www.mitele.es/programas-tv/cuarto-milenio/temporada-7/programa-274/