Los Niños Hermosos

De todas las maldades cometidas por el infame Fernando Gonzalo hubo una que destacó por su especial repugnancia.

Cierto domingo el despreciable paseaba por las calles toledanas acompañado por sus esbirros cuando acertó a pasar por una en la que dos pequeños se entretenían alegres en juegos infantiles. De blanca piel, rubios cabellos, sonrosadas mejillas y ojos azulados, eran tan iguales los infantes que el uno del otro parecían fiel espejo. Se detuvo Gonzalo observándoles pausadamente, y volviéndose le preguntó a uno de los suyos:

¿Quiénes son?

Son los hijos gemelos de un mercader que vive cerca –le respondió-.

Jamás en mi vida vi rostros tan perfectos –añadió el alcaide-.

Pues tendríais que ver el de la madre, del que son retrato exacto.

¿De verdad? –dijo el malvado con una sonrisa-. Pues aguardad aquí escondidos, y cuando nadie os vea atrapáis a esos mocosos y los lleváis hasta mi palacio.

Los sirvientes de Gonzalo, acostumbrados a estas fechorías, secuestraron impunemente a los dos niños siguiendo las órdenes de su amo y sin que nadie pudiera observarles.

El sol estaba a punto de esconderse en el horizonte, y doña Leonor, la bella y humilde madre de los pequeños, preguntaba desconsolada por sus hijos. Pero nadie pudo darle respuesta, pues realmente nadie sabía nada. Desesperadamente los buscó durante tres días y tres noches, sin encontrar el mínimo indicio que le pusiera tras su pista. Finalmente, y tras verter innumerables lágrimas, un extraño mensajero le entregó una nota que aclaraba lo que sucedía. En ella pudo leer:

‹‹Vuestros hijos se hallan presos en casa del alcaide. Si queréis recuperarlos tendréis que presentaros sola antes de tres días. Si no lo hacéis, o no guardáis secreto sobre el asunto, lo pagaréis con la vida de vuestros retoños.››

La pobre Leonor quedó horrorizada por aquella nota que exigía su honor a cambio de sus hijos, y horrorizada por la terrible afrenta propuesta se sintió desfallecer. Sin embargo se dirigió a una iglesia cercana, donde se veneraba una imagen de la Virgen a la que tenía gran devoción, y de rodillas ante ella comenzó a suplicar:

A vos Señora, que también fuisteis madre, os lo suplico. Ayudadme a solucionar este grave problema sin perder mi honra.

Entre tanto pasaron los tres días fijados sin que la pobre madre supiera nada de sus pequeños y sin encontrar ningún remedio a sus pesares. Se amparaba la desdichada mujer en su fe, cuando recibió un segundo mensaje que aumentó su dolor:

‹‹Han pasado ya los tres días y no habéis acudido al lugar donde se os citó. De no hacerlo antes de la medianoche vuestros hijos serán arrojados al Tajo.››

Pudo más el amor de madre que el honor de mujer, y aprovechando la ausencia de su esposo se dispuso a salir en dirección a malvado, para entregar su honra a cambio de sus adorados hijos. Después, intentando limpiar la horrible mancha del deshonor, se arrojaría al Tajo, entregando su vida por la de sus hijos.

Salió la dama de su hogar encaminando sus pasos al palacio del infame, pero llegando a las cercanías del Alcázar se vio bloqueada por una barrera humana que lanzaba gritos de entusiasmo. Sorprendida miró por encima de la gente, y pudo distinguir cómo sobre un caballo avanzaba un distinguido caballero. Sospechando de quien se trataba franqueó la pared humana, y postrándose ante el caballo comenzó a gritar deshecha en lágrimas:

¡Majestad, justicia!.

El rey Fernando III, que era el personaje en cuestión, bajó de su montura, y ayudando a la dama a levantarse escuchó sus quejas con atención.

Cálmate, mujer, que haré justicia a tu causa.

Poco después se hallaban reunidos en el palacio de Fernando Gonzalo todos los implicados en el suceso: el rey, el alcaide, doña Leonor, y los dos niños, que locos de alegría no dejaban de besar a su madre. Fernando III leía detenidamente las cartas del alcaide, que avergonzado se mantenía frente a él con la cabeza agachada.

Son claras las pruebas en tu contra –dijo el rey-, y seréis juzgado esta misma mañana en la plaza de Zocodover, para que todos los toledanos puedan ser testigos.

Así se hizo, juzgado en público el malvado fue acusado todavía de más atrocidades. Finalmente el rey le condenó a ejecución pública, y para que las generaciones siguientes tuvieran conocimiento de lo ocurrido, ordeno colocar un grabado con la escena sobre la puerta del Sol.

También dispuso el rey, en honor de los inocentes infantes, que la calle donde vivían comenzara a llamarse desde aquel día con el nombre de “los Niños Hermosos”.

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