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La Posada de la Hermandad
/0 Comentarios/en Edificios Oficiales/por Jesús J. CerdeñoHay algunos acontecimientos que quedan grabados a fuego en la mente de las personas que pueden tergiversar totalmente la realidad de los hechos. Y un claro ejemplo es el relacionado con la Posada de la Hermandad. Hace bastantes años, si la memoria no me engaña a finales de la década de los 80 o principios de la de los 90, fue el escenario para una exposición de antiguos instrumentos de tortura. Muchos de aquellos instrumentos eran atribuidos a las torturas propias y de la Santa Inquisición, por lo que desde entonces ha venido relacionándose y confundiéndose con la Santa Hermandad, propietaria en tiempos pretéritos de esta conocida como “Posada de la Hermandad”. Lo cierto es que la Santa Hermandad vino castigando también a sus reos con horrendas torturas, pero poco o nada tenía que ver con la Inquisición, más ocupada en asuntos de supuesta índole religiosa.
Un poco de historia
La llamada Hermandad Vieja fue una agrupación de los ganaderos y leñadores de los Montes de Toledo, en tiempos de Alfonso VIII, con el propósito de defenderse de los bandidos o “golfines” que en aquella época plagaban la zona. Fernando III autorizó e institucionalizó esta agrupación dotándola de jurisdicción propia para poder luchar contra los bandidos que actuaban entre el Tajo y el Guadiana, pudiendo juzgarlos y ejecutarlos. Los miembros de esta Hermandad Vieja eran también conocidos como “cuadrilleros”.
En el año 1476 los Reyes Católicos reestructuraron esta institución y la extendieron por todo su reino, denominándose desde entonces “Santa Hermandad”, aunque algunos autores como Martín Gamero sostienen que esto ya ocurrió con Fernando III. El año 1835 Isabel II decidía suprimir definitivamente esta Santa o Vieja Hermandad.
Con el propósito de disponer de sede propia, y poder encarcelar a todos aquellos maleantes se construyó en el siglo XV el edificio que hoy vemos. En el año 1958 se convirtió en “Museo de la Ciudad”, viniéndose a utilizar en los últimos años como centro cultural con diversos actos y diferentes exposiciones.
Curiosidad:
Parece ser que el célebre Edgar Alan Poe se inspiró en las tenebrosas mazmorras de la Posada de la Hermandad para situar en ella su obra “El Pozo y el Péndulo”, que narra los pensamientos y angustias de un reo que espera su trágico desenlace, y que reproduzco a continuación.
EL POZO Y EL PÉNDULO Estaba agotado, agotado hasta no poder más, por aquella larga agonía. Cuando, por último, me desataron y pude sentarme, noté que perdía el conocimiento. La sentencia, la espantosa sentencia de muerte, fue la última frase claramente acentuada que llegó a mis oídos. Luego, el sonido de las voces de los inquisidores me pareció que se apagaba en el indefinido zumbido de un sueño. El ruido aquel provocaba en mi espíritu una idea de rotación, quizá a causa de que lo asociaba en mis pensamientos con una rueda de molino. Pero aquello duró poco tiempo, porque, de pronto, no oí nada más. No obstante, durante algún rato pude ver, pero ¡con qué terrible exageración! Veía los labios de los jueces vestidos de negro: eran blancos, más blancos que la hoja de papel sobre la que estoy escribiendo estas palabras; y delgados hasta lo grotesco, adelgazados por la intensidad de su dura expresión, de su resolución inexorable, del riguroso desprecio al dolor humano. Veía que los decretos de lo que para mí representaba el Destino salían aún de aquellos labios. Los vi retorcerse en una frase mortal; les vi pronunciar las sílabas de mi nombre, y me estremecí al ver que el sonido no seguía al movimiento. |

Detalle en un calabozo de la Posada de la Hermandad. Fotografía de M. Rex

Detalle en un calabozo de la Posada de la Hermandad. Fotografía de Contando Estrelas

Detalle en un calabozo de la Posada de la Hermandad. Fotografía de Contando Estrelas
Sucesos extraños:
Al margen de leyendas tradicionales y exposiciones más o menos truculentas, en los últimos años se han escuchado diferentes sucesos extraños ocurridos en el interior de los muros de este histórico edificio. La primera vez que escuché algo al respecto fue en el año 1998, en una conferencia a cargo del profesor Fernando Ruiz de la Puerta, celebrada en el paraninfo de la Universidad Lorenzana, con el título “Las Casas Encantadas de Toledo”, en el que detalló a todos los asistentes como en los años anteriores numerosas personas habían sido víctimas de diferentes fenómenos y sensaciones. Fue en la época en que las dependencias de la Posada de la Hermandad habían sido utilizadas provisionalmente como aulas del conservatorio, cuando profesores y alumnos aseguraban haber visto, pero sobre todo sentido, presencias extrañas. No facilitó muchos más detalles al respecto.
Quiso la casualidad que poco tiempo después el Ayuntamiento cediera a una Asociación Cultural, de la que yo era miembro, una habitación del edificio para poder utilizarla como sede y almacenar allí nuestros enseres y documentos. He de reconocer que por lo escuchado previamente en la citada conferencia pudiera ir con algo de sugestión, pero bien es cierto que en ningún momento me encontré cómodo en los largos ratos que tuve que permanecer a solas en aquella habitación. No fui capaz por entonces de probar a realizar ninguna grabación por el temor de poder captar algo que me impidiera volver con un mínimo de tranquilidad a aquel lugar, aunque hubiera sido complicado extraer algo en limpio, ya que a través del pequeño patio se colaban numerosas voces y sonidos de los edificios aledaños. En mi caso, insisto, tal vez por fuerza de la sugestión, todo eran impresiones desagradables al permanecer allí, con la incómoda sensación de verme observado, o al menos que no estaba solo a pesar de que en realidad sí que era así.
Por aquellos días también sucedió algo que trascendió y de lo que incluso se habló en algún medio de comunicación. Uno de los conserjes estaba revisando el edificio antes de cerrar para asegurarse que no quedaba nadie dentro, cuando sintió una mano sobre su hombro. Se dio la vuelta para comprobar de quien se trataba y comprobó que tras él no había nadie. Asustado salió corriendo, abandonó el edificio, y cerró la puerta principal. Al día siguiente lo comentó con varios compañeros, y entraron juntos para revisar todas las dependencias, comprobando que allí dentro no había quedado nadie encerrado.
En este audio del programa “La Novena Puerta” de DSK radio relatan cómo fue aquel suceso.
Ya hace unos años de aquello, y las veces que he vuelto a la Posada de la Hermandad las sensaciones han sido diferente. Posiblemente porque ha sido para visitar exposiciones con bastante concurrencia de público, y no es lo mismo que permanecer sólo allí dentro. Pero desde luego, las historias y leyendas de sus mazmorras son suficiente para no sentirse cómodo en su interior.
El milagro del Greco
/0 Comentarios/en Históricos y Leyendas/por Jesús J. CerdeñoEn la primavera de 1577 llega a Toledo uno de los mayores genios de la pintura universal; Doménico Theotocópuli “el Greco”. Este artista de origen cretense (de ahí su apodo), no viene a Toledo por azar, sino para trabajar en el retablo de Santo Domingo el Antiguo por encargo del deán de la Catedral, don Diego de Castilla. En dicho retablo el artista pinta diez lienzos, entre los que destaca el central; “La Asunción de la Virgen”. Tanto éxito tuvo el Greco con esta obra que ese mismo año el cabildo de la Catedral le encargó otro cuadro, finalizado dos años después, que contribuyo a enaltecer más la imagen del pintor; “El Expolio”. Pero la mente del genio estaba más pendiente de Madrid, donde pretendía trabajar como pintor al servicio de Felipe II, que de su supuesta estancia provisional en Toledo. Viendo frustrados sus deseos de triunfar en Madrid el artista se asienta definitivamente en Toledo, donde incluso mantiene una relación con una joven Jerónima de las Cuevas, con la que tendrá un hijo; Jorge Manuel.
Pasados diez años desde su llegada a Toledo el Greco se convierte en un prestigioso artista al que acuden los cargos eclesiásticos más importantes de la ciudad para encargarle muchas de las obras que por entonces se hicieron en la ciudad del Tajo. Así le llegó el encargo de la que posiblemente es su obra maestra, “El Entierro del Conde de Orgaz”, que los toledamos tenemos la fortuna de poder visitar continuamente en la iglesia de Santo Tomé, y que a diario es visitada por cientos de turistas que acuden expresamente a contemplar una obra que es considerada de las más importantes de la historia de la pintura. El pintor era por entonces feligrés de la parroquia de Santo Tomé, al residir en unas viviendas cercanas propiedad el Marqués de Villena. El por entonces párroco de Santo Tomé, Andrés Núñez de Madrid, acude al cretense para encomendarle el trabajo de una obra que con el tiempo se convertiría en histórica.
Para hacernos una idea básica de lo que en el cuadro se representa, sirva el relato narrado a continuación:
EL MILAGRO DEL GRECO El 23 de diciembre de 1323 fue un día desgraciado para Toledo. Por todas sus ensortijadas calles caminaba una multitud apesadumbrada camino de la iglesia de Santo Tomé. Pero en su rostro no se reflejaba la algarabía característica de los días festivos en que todo el mundo salía a la calle a formar parte del bullicio. Al contrario, en su rostro iba la huella de una profunda y triste preocupación. El motivo era el fallecimiento pocos días atrás de su querido paisano don Gonzalo Ruiz de Toledo. Don Gonzalo era uno de los caballeros más ricos, nobles y venerables de Toledo. El caballero había sido bondadoso con sus vasallos y amigos, y también había sido fiel y ejemplar con los tres monarcas a los que sirvió. Retirado por la edad vivió sus últimos años de vida preocupándose por hacer el bien a su alrededor. Por eso, con la conciencia tranquila, le llegó serena la muerte al noble caballero. Su cuerpo descansaba en la iglesia de Santo Tomé, edificada a sus expensas como las de San Agustín y San Esteban, santos de los que don Gonzalo era gran devoto. Sus parientes y amigos más allegados velaban su cuerpo hasta que llegara la hora en que había de recibir cristiana sepultura en el mismo templo, porque su humildad había querido que le enterrasen en aquel lugar y no en otro. Las campanas de todas las iglesias tañían tristemente llorando tan desgraciada pérdida. En el cielo, en cambio, el sol brillaba y no se dejaba ver una sola nube, como si allá en lo alto todo fuera júbilo y alegría. La multitud seguía acudiendo al templo en elevado número, siendo tantos que era imposible su entrada en él. La mayoría de los que se reunieron para dar su último adiós a don Gonzalo no tuvieron más remedio que hacerlo desde las calles cercanas. Cuando ya no quedaba un solo hueco en el templo, en las calles, en las ventanas, o en los balcones, la multitud quedó en un respetuoso silencio. La campana de Santo Tomé continuaba repicando anunciando el momento solemne del enterramiento. Junto al inerte cuerpo del fallecido caballero se encontraba abierta la fosa preparada a recibir tan importante huésped. El coadjutor y el párroco se disponían a pronunciar las palabras con las que la religión católica despide el cuerpo del alma. Frente a ellos un pajecillo sostenía un hacha reflejándose la inocencia infantil en sus ojos. Dos caballeros de los más allegados de don Gonzalo se adelantaron para depositar su cuerpo en la sepultura… Fue entonces cuando sucedió algo inexplicable. Sin saber de dónde vinieron ni cómo llegaron aparecieron dos personajes que sorprendieron a todos los concurrentes. Uno era un anciano con hábitos episcopales, mitra en la cabeza y larga barba blanca. El otro un joven apenas salido de la adolescencia y vestido de diácono. Apartando a los dos caballeros levantaron el cuerpo de don Gonzalo del suelo y lo depositaron delicadamente en la sepultura. Alguno de los asistentes reconoció en ellos a San Agustín y San Esteban tal y como los pintaron los primeros cristianos. Mientras terminaban de depositar el cuerpo en la sepultura se oyó una voz sobrenatural que decía: -‹‹Tal galardón recibe quien a Dios y a sus santos sirve.›› Y sin que mediaran manos humanas comenzó la campana de la iglesia a cambiar su triste son por un glorioso repicar. Todos los testigos de tan maravillosa escena quedaron paralizados, incapaces de hacer un solo movimiento o pronunciar palabra. Sólo pudieron alzar sus ojos a lo alto presenciando un espectáculo mucho más maravilloso. Vieron como si el techo del templo se hubiera levantado y el Cielo se hubiera abierto allí mismo. El alma de don Gonzalo se dirigía hacia lo alto, mientras la Virgen y Jesucristo le recibían con los brazos extendidos. Coros angelicales acompañaban armoniosamente el memorable momento. Cuando la música cesó se cerró el Cielo y desaparecieron los Santos, cayendo todos de rodillas dando gracias a Dios. El gentío que se hallaba fuera también había sentido la grandeza del momento y se unía a las plegarias rezando y llorando. Rezaban por el fallecido caballero, y lloraban por sus propios pecados que tan bien habían podido ver a la luz deslumbrante del milagro. Habían pasado casi tres siglos desde aquel memorable suceso y la tradición mantenía fresco su recuerdo en la mente de todos los toledanos. Por si era necesario quedaba en el templo la tumba de don Gonzalo, y sobre ella una lápida que recordaba a todos el acontecimiento, fiel narradora de lo sucedido. Pero el párroco, don Andrés Núñez de Madrid, no estaba satisfecho con esto, ya que prefería una representación de la escena de la que el templo había sido escenario. Para ello buscó un pintor que fuera capaz de plasmar en el lienzo tal escena con un soplo de vida. Por entonces vivía en Toledo un introvertido pintor llegado desde Creta llamado Doménico, pero más conocido por el sobrenombre de “el Greco”. Se conocía poco de él, pero los rumores decían que era un hombre extravagante, de fuerte carácter, y que siempre andaba en pleitos, molesto por los que le encargaban trabajos y pagaban a regañadientes. Pero si el hombre no era atrayente sí lo era el artista. Con sólo unas cuantas obras, como el famoso “Expolio” de la Catedral, logró cobrarse merecida fama en la ciudad. A este pintor acudió el venerable párroco acordando enseguida el precio y el plazo para finalizar el cuadro. Inmediatamente comenzó el genio a trabajar en aquella obra poniendo en ella toda su fe católica y todo su amor de artista. Durante el largo período que duró su laboriosa tarea nadie pudo verle. Pero cuando por fin la acabó se fijó día para la exposición de la obra, y aquel día, como tres siglos atrás, el templo se volvió a llenar de gente. Todos los descendientes de cuantos presenciaron el milagro trescientos años antes se agolpaban allí, así como los personajes más importantes de la ciudad. La campana repicaba invitando a todos a acercarse a ver el cuadro. Cuando llegó el momento, el artista orgulloso de su trabajo, tiró del velo que cubría el cuadro, y a pesar de la escasa iluminación del templo resonó en él un grito de admiración de todos los asistentes. La escena que la tradición había conservado fielmente se plasmaba en el lienzo de una manera inimaginable. Allí estaban San Esteban y San Agustín sosteniendo el cuerpo de don Gonzalo, el sacerdote y su coadjutor, el pajecillo… Y en lo alto se abría el Cielo viéndose en él la escena del Juicio, y Cristo con su Madre, y la legión de coros angelicales… La tradición se había hecho tangible y se ofrecía a la mirada de todos. Dios había hecho un milagro reproduciendo el entierro de don Gonzalo Ruiz de Toledo a través de las manos del Greco en aquel cuadro. Han pasado siete siglos desde el primer milagro, pero ahora podemos encontrar en la iglesia de Santo Tomé los dos grandes milagros; el milagro de la fe y el milagro del arte. |
La escena principal del cuadro es protagonizada por don Gonzalo Ruiz de Toledo, que en realidad era señor de Orgaz pero no conde, ya que el condado fue conseguido por sus descendientes en el siglo XVI, por lo que el cuadro debería ser llamado realmente “El Entierro del Señor de Orgaz”, aunque a estas alturas poco importe tal vez ese detalle. La historia nos confirma que este noble vivió entre los siglos XIII y XIV, y destacó por sus obras de caridad y continuas donaciones a diferentes instituciones religiosas de Toledo, como por ejemplo la donación de terrenos que hizo para que los monjes agustinos que por entonces vivían en la parroquia de San Esteban, a orillas del río pudieran trasladarse. En época de Fernando IV tuvo importantes cargos en Toledo, como notario mayor del reino de Castilla, o incluso alcalde de Toledo. Don Gonzalo había expresado su deseo de, cuando muriera, ser enterrado en Santo Tomé, ya que ésta era su parroquia, pero a ser posible en algún lugar apartado del altar al no sentirse digno de ocupar un lugar principal. Y así ocurrió en 1323, cuando el noble fallece. El milagro que se atribuye al momento del entierro es el narrado anteriormente, y se ha querido justificar la presencia de San Agustín y San Esteban los santos que depositaron al fallecido en su tumba en agradecimiento a las obras indicadas anteriormente, hacia los monjes agustinos bajo la advocación de San Esteban.
Antes de fallecer don Gonzalo dejó escrito en su testamento que los vecinos de Orgaz deberían pagar todos los años para el cura, ministros y pobres de la parroquia de Santo Tomé la cantidad de dos carneros, dieciseis gallinas, dos pellejos de vino, dos cargas de leña, y ochocientos maravedíes. Estas rentas anuales se pagaron de forma ininterrumpida hasta el año 1564, cuando el Concejo de Orgaz de manera unilateral decidió acabar con esta donación anual. El párroco de Santo Tomé, don Andrés Núñez, acudió a la justicia, obteniendo el completo respaldo judicial y percibiendo una compensación. Con estas ganancias el párroco decide mejorar la capilla funeraria del benefactor, y realizar el encargo del cuadro al Greco, firmando el contrato para su ejecución el día 18 de marzo de 1586, y haciendo el pago final de la obra el día 20 de junio de 1588. El total del coste ascendía a mil doscientos ducados.
El célebre cuadro es por todos conocido, pero debemos considerar que el Greco con gran maestría supo plasmar en este gran lienzo un milagro tradicional ocurrido tres siglos antes, pero aportando su visión propia. De esta forma nos encontramos que “El Entierro del Conde de Orgaz” está protagonizado por algunos personajes contemporáneos del Greco, y que por tanto, no pudieron estar presentes en el suceso original. Veamos quiénes son algunos de ellos, según algunos estudiosos del tema:
1. Gonzalo Ruiz de Toledo, “Conde de Orgaz”
2. San Esteban
3. San Agustín
4. Jorge Manuel, hijo del Greco, que señala la escena mirando al frente. En el pañuelo que sale de su bolsillo puede verse la firma y fecha de la obra: “Domenico Theotocopuli 1578”.
5. Se cree que se trata del mayordomo de Santo Tomé, Juan López de la Quadra
6. Podría tratarse de Diego de Covarrubias, que fallecería poco después de la finalización del cuadro.
7. Siendo el único personaje que mira de frente (junto al niño), y que además parece saludar, no puede tratarse de otro que el propio Greco, que plasmó de esta forma su autorretrato en la obra.
8. Es uno de los personajes que parecen más expresivos. Pudiera tratarse de un descendiente del Conde de Orgaz, o según afirman otros del que le sustituyó en su cargo de alcalde de Toledo.
9. Algunos estudiosos del cuadro han querido ver en este personaje a nada menos que Cervantes, que durante esos años estuvo residiendo en Toledo. Es quizás una fantasía pero que pudiera ser realidad.
10. Es posible que se trate de Antonio de Covarrubias, hermano de Diego de Covarrubias, también presente.
11. El Greco pudo querer incluir tal vez también a Francisco de Pisa, un conocido erudito de la época, que dejó escritos bastante interesantes sobre la ciudad de Toledo, y como no, del milagro del Entierro del Conde de Orgaz.
12. El cura con roquete, único personaje que figura de espaldas, podría ser el ecónomo de Santo Tomé Pedro Ruiz Durón.
13. El personaje que porta la cruz procesional podría ser Rodrigo de la Fuente, beneficiado de la parroquia de Santo Tomé.
14. Finalmente, el sacerdote que oficia el entierro no sería otro que Andrés Nuñez de Madrid, el párroco que encargó el cuadro al artista cretense.
Completan la escena terrenal frailes de diferentes congregaciones, así como un pequeño grupo de caballeros sin identificar.
La parte celestial del cuadro sí que resulta más evidente debido a la iconografía cristiana más tradicional.
En la parte superior central, presidiendo la escena, aparece Jesucristo vestido de blanco. Parece dirigirse a Pedro, que se encuentra a su derecha, portando las llaves del paraíso. Bajo ellos la Virgen, que se prepara para recibir el alma del difunto. Frente a ella San Juan Bautista y otros santos, como Santiago el Mayor y Santo Tomás, como patrón de la iglesia. Algunos autores han querido identificar entre este grupo de santos a algún que otro personaje tan variopinto como Felipe II, el cardenal Tavera, o el papa Sixto V, aunque no está del todo claro. En el otro lado sí que parecen representarse algunos personajes del antiguo testamento como el rey David tocando el arpa, Moisés portando las tablas de la ley, y Noé.
La mayor fortuna con la que contamos es la de poder admirar esta obra siempre que queramos sin tener que hacer largos desplazamientos, ya que la tenemos en nuestra propia ciudad. Y no hay nada como, en un día de no demasiado tránsito turístico, ponerse delante del “Entierro del Conde de Orgaz” y disfrutar de esta obra contemplándola en silencio.
No quiero acabar esta entrada sin añadir otro pequeño relato, otra pequeña leyenda sobre el genio cretense, que nos habla más de su faceta humana que artista, y de algún que otro desencanto que pudo marcar su vida.
LA DAMA DEL ARMIÑO Allá por el año 1577 llegó a Toledo un pintor extranjero llamado Doménico al que apodaban “el Greco” por su procedencia cretense. Motivado más por la comodidad material que por el misticismo espiritual alquiló como vivienda el antiguo palacio del marqués de Villena, un destartalado edificio que mostraba signos de haber tenido un esplendoroso pasado. Aseguraban los supersticiosos vecinos que el palacio debía de estar embrujado, ya que de él salían por la noche extraños sonidos. Llegaba incluso la habladuría popular a afirmar que tales ruidos eran producidos por el alma en pena del marqués, al que Dios castigó por una vida en la que practicó frecuentemente brujerías y ritos satánicos. Pero el magnífico artista ignoró estas historias, considerando el tranquilo y apacible caserón bastante apropiado para montar en él su estudio y buscar la inspiración. Cierta tarde llegó don Diego de las Cuevas hasta la casa del pintor, quien había oído hablar de la capacidad del virtuoso con los pinceles y deseaba ser retratado. Le acompañaba su hija Jerónima, que tenía fama de ser una de las mujeres con más pretendientes de la ciudad. Ésta se sentó en un ancho sillón, recorriendo con sus curiosos ojos femeninos todos los muebles que adornaban la pobre habitación en que se encontraban, mientras su padre posaba para ser retratado. Una vez reconocidos todos se detuvo en la figura de Doménico. A la joven le gustó aquel extranjero llegado de Italia, con su cuidada barba y elegantes maneras. Se sentía atraída por él, pero sería reprochable para una dama hacer notar sus sentimientos, y sobre todo ante la presencia paterna. ![]() “Dama del Armiño”, atribuida al Greco, y actualmente exhibida en una sala de una colección particular de Pollok House en Glasgow. Continuó, pues, recorriendo todos los rincones con su indiscreta mirada, olvidando la presencia del joven artista. Tras recorrer más detenidamente todos los detalles su mirada se centró en un curioso objeto. Se trataba de un recipiente verde tapado con lacre que contenía un extraño líquido. Junto al recipiente una etiqueta rezaba signos ininteligibles. -Perdone –preguntó no pudiendo reprimir su curiosidad-. ¿Podríais decirme cuál es la utilidad de este extraño brebaje?. -Es algo que puede hacer reír al más serio –contestó Doménico sin interrumpir su labor-. Hace tiempo que lo encontré en uno de los sótanos, y en la etiqueta que ahí veis pone en signos griegos que se trata de un vapor mágico cuyo efecto es, si lo respiran a la vez un hombre y una mujer, un eterno enamoramiento. Posiblemente se trate de algún experimento del marqués de Villena, antiguo poseedor de la propiedad. Don Diego, que tal explicación oyó, comenzó a dar complicadas razones físicas, y terminó por aconsejar que se hiciera entrega de aquel brebaje al Tribunal de la Santa Inquisición, sobre todo si se trataba de uno de los embrujos del marqués. Sin embargo consideró el pintor que aquello era cosa de poca importancia, al igual que opinó Jerónima. Y como enseguida comenzó a faltar luz en el estudio, Doménico dio por finalizada su labor aquel día, acompañando a don Diego y a su hija hasta la puerta de la vivienda. Ya se disponían a salir cuando Jerónima echó en falta su pañuelo, y regresó al estudio acompañada del pintor mientras su padre esperaba fuera. Al entrar lo vio enseguida junto al recipiente que tanto llamó su atención, con el infortunio de que al cogerlo tiró al suelo el frasco que se rompió en mil pedazos. Una penetrante fragancia se propagó por el aire mientras la pareja se miraba atónita, pero fue sólo un instante, porque enseguida restaron importancia al asunto con sendas carcajadas recordando lo hablado anteriormente. Había pasado algún tiempo de aquello y Doménico se encontraba en el palacio de don Diego dando las últimas pinceladas a un retrato de Jerónima. Presidía la escena sobre la pared el retrato ya terminado del padre. El pintor mira a la dama y ésta le mira a él sin pronunciar palabra, pero aquellas miradas encierran algo más. Nadie, ni siquiera la dueña que los vigila, se da cuenta del sentimiento que comienza a aflorar entre la pareja. Y aquella misma tarde, cuando el pintor besa la mano de la dama para despedirse, le susurra al oído su intención de visitar a su padre para pedir su mano en matrimonio. No hizo falta respuesta verbal de la joven, pues la ruborosa sonrisa de su rostro fue la única respuesta que necesitó el enamorado artista. A los pocos minutos recibía el pintor en su casa una perfumada nota de la joven, donde confirmaba su amor y aprobaba sus intenciones. La mañana siguiente Doménico formalizaba su petición a don Diego, recibiendo la más severa negativa. El hidalgo afirmaba que ya había comprometido a su hija con un sobrino suyo, y que le era del todo imposible acceder a que su hija se casara con un forastero, con un artesano indigno de la hija de un noble. Conociendo Jerónima la negativa de su padre acudió a él, suplicándole llorosa que concediera lo que ella creía su felicidad. Recordó el día en que se enamoró del pintor, y tan apasionadamente lo hizo que no pudo evitar hablar del accidente ocurrido con el brebaje. Don Diego se enojó al conocer tal suceso, y juró que antes la metería en un convento que permitirla casarse con aquel pintor embaucador, y posiblemente hechicero. Pero el amor que sentían ambos no conocía freno ni barrera. Pese a la oposición del hidalgo, Doménico trepaba todas las noches por la tapia del jardín para reunirse con su amada. Y para que no hubiera ninguna duda de su amor cierta noche confesó como se había enamorado de ella nada más verla, y ella reconoció que le había ocurrido lo mismo, y que el accidente del brebaje no fue tal, sino que lo hizo intencionadamente para atraer su atención. Entonces se percataron de que nada tenía que ver el extraño brebaje con su sentimiento, y así se lo propusieron hacer ver a don Diego. Pero tal circunstancia no pudo darse, porque una noche, cuando Doménico se disponía a saltar la tapia, tres hombres salieron de la oscuridad con tres aceros amenazantes. Doménico empuñó el suyo y comenzó encarnizada lucha entre los cuatro. El pintor luchaba ferozmente, enrabietado por la emboscada. Los tres enemigos demostraban al unísono que arrebatarle la vida era su único objetivo. Sin embargo el joven artista logró herir mortalmente a uno de ellos que cayó desplomado al instante, y cuando los compañeros se acercaron para auxiliarle logró darse a la fuga. Al día siguiente recibió en su domicilio la visita de la vieja dueña de Jerónima, portadora de malas noticias. Don Diego se había enterado de las nocturnas reuniones que tenía con su hija, y había planeado con su sobrino, que era el prometido de la joven, la emboscada que le sorprendió la noche anterior. El caballero que Doménico había matado no era otro que el sobrino de don Diego, quien furioso había ordenado encerrar a Jerónima en un convento. Ésta envió a su amado como recuerdo, mediante la dueña, aquel retrato que tiempo atrás le hiciera, donde él reflejó aquella mirada amorosa que tan bien supo comprender. El pintor quedó consternado, pero continuó con su trabajo con un rayo de esperanza, pintando aquellos maravillosos cuadros que le han convertido en uno de los mayores genios de la pintura. Pasó casi un año desde aquello cuando volvió a visitarle la vieja dueña con un niño entre sus brazos. Sin decir palabra se lo entregó a Doménico y marchó por donde había llegado. Junto al niño decía un mensaje: ‹‹Cuidad de este niño, que es vuestro hijo Jorge Manuel. Su madre, doña Jerónima de las Cuevas, murió ayer pensando en vos. Que vos criéis a vuestro hijo fue su última voluntad.›› El pintor besó mil veces al niño y lo dejó acostado sobre su cama. Luego subió desencajado hasta su estudio. Allí contempló el retrato de aquella mujer que fue su único amor, y en sus ojos creyó ver una mirada triste que él no había pintado. La desolación situó al artista en las fronteras de la demencia. Cogió sus pinceles y comenzó a extender negras pinceladas sobre el rostro de su amada, quedando ésta cobijada para siempre por una piel de armiño. Dicen aquellos que han estudiado la obra del genio que con aquellas negras pinceladas quiso el artista reflejar la amarga tristeza de su corazón, al perder al ser que fue su mayor inspiración. |
La Casulla de San Ildefonso
/0 Comentarios/en Históricos y Leyendas/por Jesús J. CerdeñoEl 23 de enero celebramos la festividad de San Ildefonso, patrón de la ciudad de Toledo. Considerado como el obispo más importante que ha tenido y tendrá la ciudad, es recordado, entre otras cosas, por el privilegiado regalo que recibió directamente de manos de la Reina del Cielo. Aunque han pasado muchos años desde el milagroso suceso, los toledanos lo recordamos con cariño y devoción.
Sucedió al amanecer del 18 de diciembre del año 666. Con anterioridad el X Concilio había designado aquel día para recordar la Encarnación del Hijo de Dios, e Ildefonso hacía días que se sentía intranquilo, como presintiendo que algo importante le iba a ocurrir. Aquel día en concreto apenas había podido pegar ojo, y salió temprano de la casa arzobispal para asistir a los maitines en el gran templo dedicado a María que Recaredo había mandado edificar en el mismo lugar donde hoy se levanta la imponente Catedral. Como el santo era tan bondadoso y querido siempre iba acompañado de sus criados, capellanes y sacerdotes, a los que gustaba oír los versos dedicados a la Inmaculada que el santo componía. Aquel día, con motivo de la citada fiesta, acompañaban también al prelado el obispo Urbano y el arcediano Evancio.

Representación de la imposición de la casulla a San Ildefonso en la Puerta del Sol. Esta escena puede verse en numerosos monumentos de la ciudad.
Iba el santo recitándoles sus composiciones cuando llegaban a las inmediaciones del templo, y los pajes se adelantaron para hacer los preparativos mientras Ildefonso quedaba ante la puerta terminando su entonación junto al obispo visitante y el arcediano. Pero ésta fue bruscamente interrumpida cuando sus ayudantes salieron despavoridos. El motivo de su espanto no era otro que la visión de unas radiantes luces en el interior de la iglesia que imaginaron fruto sobrehumano. Los sacerdotes y capitulares que les seguían, al observar tan inesperada reacción, cobraron también algún temor y no se atrevieron a cruzar la puerta.
Quedó solo Ildefonso con sus dos acompañantes de honor, y sin miedo entraron para comprobar por sus propios ojos lo que allí ocurría. Indecisos caminan hasta llegar al altar mayor para comprobar por sus propios ojos lo que pasaba, pero no encontraron nada fuera de lo normal. Allí, ante el Cristo Sacramentado, se arrodillan unos instantes dispuestos a rezar, pero el gran prelado no era capaz de poner la habitual concentración en sus fervorosos rezos. Volviendo la cabeza, al sentirse observado, comprueba que en la silla episcopal que normalmente ocupaba él estaba sentada una mujer que irradiaba un resplandeciente halo de gloria y majestuosidad. Junto a ella millares de ángeles y coros de vírgenes entonaban dulces y sonoros cánticos. Comprendiendo Ildefonso que esa mujer no es otra que la Madre de Dios deja a sus dos invitados, se acerca cayendo de rodillas en el suelo ante la Señora, y entre alborozado y absorto no acierta a pronunciar palabra, pero con la mirada puede decir lo que sus labios no pueden, atados por la admiración y el asombro.
Y la Madre de Dios, que mirándole con una tierna sonrisa en los labios le comprendía, le hizo un gesto para que se acercase. Ildefonso obedeció, hizo mil reverencias hasta llegar a sus pies, y una vez allí se postró de rodillas en el suelo escondiendo su rostro entre las manos, sin atreverse siquiera a levantar la mirada. No obstante puso oído para ver qué tenía que decirle. Entonces comenzó la Reina a hablarle dulcemente:
– He venido a visitarte porque siempre te has ocupado en mis servicios y alabanzas, porque con gran fe has defendido a capa y espada mi honra. Por todo ello quiero pagarte en esta vida lo que te debo. Toma y goza de esta vestidura que te traigo de los tesoros de mi Hijo, para que hagas uso de ella en tus sacrificios y te sirva de muestra de lo que te está esperando en el Cielo cuando se haya cumplido tu misión en esta vida terrenal.
Y mientras decía estas palabras, con sus propias manos, le puso sobre los hombros una preciosísima casulla cuyo bordado y tejido no había podido elaborar mano humana. Todo esto lo hizo ayudada de sus ángeles, y ante la presencia privilegiada de unos pocos testigos terrenales.
Vestido ya de la mano de María, el arzobispo se levantó mientras se inclinaba reverencialmente en señal de gratitud. Ella entonces sonrió, como aceptando la gratitud de su más fiel siervo, y unida a sus acompañantes celestiales se desvaneció como la niebla en el aire.
En ese momento regresaron los acompañantes de Ildefonso. Los que habían huido del templo a duras penas habían intuido lo sucedido desde la puerta, los más valientes que no huyeron se atrevieron a acercarse hasta la verja del altar, mientras que el obispo Urbano y el arcediano Evancio habían permanecido a escasos metros de la escena como compañeros afortunados del dichoso prelado. Al ver que la iglesia había vuelto a la normalidad y que habían desaparecido todas aquellas luces y resplandores acudieron todos a reunirse con su obispo. Entran con él y el ambiente emana una felicidad inimaginable. Todos abrazan al prelado dando gritos de alegría. Él los recibe con amor, mostrándoles la casulla y llorando con ellos. Arrodillados la besan y reverencian, pero por más que la miran y tocan no aciertan a distinguir cual es su tejido o color.
Las campanas de la iglesia comenzaron a tañer alegremente sin que nadie las tocase. Al son de las campanas despierta la vecindad. La noticia pasa de boca en boca, de barrio en barrio. Al escuchar lo que ha ocurrido no hay quien no abandone su casa y se dirija hacia el templo. Toda la población de Toledo se concentra en el templo en el día de su mayor esplendor, acompañando al obispo que más gloria ha dado a la iglesia toledana.
El éxtasis llega cuando Ildefonso sale al altar mayor para decir la misa en honor de la Virgen vestido con su inigualable prenda. Todos quieren ver, tocar y adorar la casulla que la Señora regaló a su siervo predilecto, con efectos milagrosos. Los enfermos sanaban, los tristes hallaban consuelo, los pobres desahogo…
Corrió por todo el reino la noticia como reguero de pólvora, llegando en breve a oídos del Papa en Roma. Éste, confundido por los rumores y pretendiendo evitar escándalos que perjudicaran a la cristiandad, envió un legado para comprobar la veracidad de los hechos. De inmediato el legado llega a Toledo, y debe encontrar prueba tan grande y evidente que regresa a Roma solicitando al pontífice que nombre a Ildefonso canónigo de la iglesia en la que la Madre de Dios puso sus divinos pies. El Papa así lo concede, dando por auténtica la visita de la Virgen al Prelado. El rey Recesvinto también apoyó la causa haciendo colocar una inscripción sobre la piedra en la que la Señora se mostró a los hombres, piedra que afortunadamente ha llegado hasta nuestros días.
La mañana del 23 de enero del año 667 un toque fúnebre de campanas entristeció a Toledo. De Santa María la Mayor partían graves sones que se extendían por toda la ciudad. Las restantes iglesias se unieron de inmediato a su llamada llenando el valle de afligidos sonidos metálicos.
El santo había muerto, y la primera campanada se había fundido con su último suspiro.
Ildefonso había quedado como dormido, con el rostro tranquilo y la apacible expresión de los que no tienen nada que temer. El Cielo le había llamado y él no quería llegar tarde a su cita con la Madre de Dios.
(Sobre relato de Cristóbal Lozano)
Una segunda parte, no tan conocida como la anterior, narra lo sucedido con Siagrio, el sucesor en la cátedra toledana de San Ildefonso, que con gran ambición quiso heredar el preciado regalo del santo. Lo vemos en palabras de Gonzalo de Berceo:
“De estar en la cátedra que tú estás posado
a tu cuerpo señero es esto condonado,
de vestir esta alba a ti es otorgado,
otro que la vistiere non será bien hallado. […]
Nombraron arzobispo a un calonge lozano,
era muy soberbio y de seso liviano,
quiso igualar al otro, fue en ello villano,
por bien no se lo tuvo el pueblo toledano.
Se sentó en la cátedra de su antecesor,
demandó la casulla que le dio el Criador,
dijo palabras locas el torpe pecador,
pesaron a la Madre de Dios Nuestro Señor.
Dijo unas palabras de muy gran liviandad:
nunca fue Ildefonso de mayor dignidad,
tan bien soy consagrado como él por verdad,
todos somos iguales en la humanidad.
Si no fuese Siagrio tan adelante ido,
si hubiese su lengua un poco retenido,
no sería en la ira del Criador caído,
donde dudamos que es, mal pecado, perdido.
Mandó a los ministros a su casulla traer,
para entrar a la misa a la confesión hacer;
mas no le fue sufrido ni tuvo el poder,
que lo que Dios no quiere nunca puede ser.
A pesar de lo amplia que era la vestidura,
Ie resultó a Siagrio angosta sin mesura:
tomóle la garganta como cadena dura,
y pereció ahogado por su gran locura.
La Virgen Gloriosa, estrella de la mar,
sabe a sus amigos galardón bueno dar:
si bien sabe a los buenos el bien galardonar,
a los que la desirven los sabe mal curar.
Amigos, a tal madre bien servirla debemos:
si la servimos, nuestro provecho buscaremos,
honraremos los cuerpos, las almas salvaremos,
por servicio pequeño gran galardón tendremos.”
Gonzalo de Berceo – “Milagros de Nuestra Señora”
En la Catedral Primada de Toledo, precisamente en la capilla que lleva el nombre de San Ildefonso, se venera la piedra donde se supone pisó la Virgen durante este célebre milagro. Esta piedra es muy venerada por los creyentes toledanos, que no podemos acudir al templo sin tocarla. Junto a ella, una inscripción reza: “Cuando la Reina del Cielo puso sus pies en el suelo en esta piedra los puso. De besarla tened uso para vuestro consuelo. Tóquese la piedra diciendo con toda devoción: veneremos este lugar en que puso sus pies la Santísima Virgen”.