El asesinato de Baltasar Elisio de Medinilla

No goza de la merecida fama, a pesar de su valía literaria, el poeta toledano Baltasar Elisio de Medinilla. Nacido en el año 1585, en el seno de una reputada familia toledana, fue el primogénito del matrimonio entre Alonso de Medinilla y Ana Arrieta Barroso, quienes tuvieron después dos hijas más.

Baltasar se mostró siempre muy devoto y aficionado a la teología, y poseedor de una gran erudición. El año 1603 fue clave en la vida del poeta, ya que fue cuando conoció a su admirado Lope de Vega, quien se convirtió en un gran amigo suyo. De hecho Lope de Vega acudió frecuentemente a Medinilla para pedirle opinión en muchas de sus obras, y dedicándole alguna de sus mejores epístolas.

Busto de Baltasar Elisio de Medinilla en el Cigarral del Angel. Fotografía de Merce Blanco

La obra del poeta toledano está compuesta por poesía tanto en latín como en castellano, entre la que destaca “Versos a lo Divino”, una colección de poemas dedicados a la Virgen y a diferentes santos, que todavía se conserva manuscrita. También destaca un poema narrativo titulado “Descripción de Buenavista”, la conocida finca que tenía el Cardenal Bernardo de Sandoval y Rojas, y donde hoy se levanta un conocido hotel, y que por entonces era el escenario de academias literarias.

Para conocer más respecto al autor recomiendo la lectura del siguiente artículo, publicado en el año 1920 en el boletín de la Real Academia de Bellas Artes y Ciencias Históricas de Toledo

Nueva luz sobre la familia del insigne poeta toledano BALTASAR ELISIO DE MEDINILLA, y particular sobre su muerte y matador

Pero a pesar del talento literario de Baltasar Elisio de Medinilla, el suceso por el que es más conocido es por su dramática muerte, producida en la Plaza de Santa Teresa de Jesús, junto a la Puerta del Cambrón, pero que fue un misterio durante bastantes años.

Placa en la Plaza de Santa Teresa de Jesús, recordando el lugar donde fue asesinado el poeta Baltasar Elisio de Medinilla.

Parece claro que su asesino no fue otro que Jerónimo de Andrada y Rivadeneira, señor de Olías. Pero existen un par de versiones diferentes sobre el motivo.

La primera afirma que Medinilla mantenía relaciones con una hermana de Andrada, que sería la heredera de todos los bienes de su abuelo. Jerónimo, tratando de evitar que dicha herencia cayera en manos de Medinilla le asesinó antes de que la mencionada relación acabase en matrimonio.

Otra versión asegura que Medinilla no mantenía ninguna relación con la hermana de Andrada, pero sí una buena amistad con Jerónimo. En este caso, viendo la intención de su amigo de asesinar a su hermana para hacerse con la herencia, intentó evitarlo interponiéndose entre ambos, y sufriendo la cuchillada mortal que acabo con su vida.

Sea cual sea la verdadera versión no fue hasta muchos años después cuando salió a la luz el nombre del asesino, posiblemente a causa de su posición social.

Ello dio lugar a muchos relatos y leyendas sobre el trágico fallecimiento del poeta toledano.

LA TRAGEDIA DE MORETO

La tarde del 30 de agosto del año 1620 subían por la vega con parsimonioso andar y viva charla los tres caballeros toledanos más afamados de la época: Baltasar de Medinilla, Agustín Moreto y Félix Lope de Vega. Este último iba haciendo las delicias de sus acompañantes leyéndoles cancioncillas que había compuesto satirizando a distintos personajes afamados del momento, dando lugar a sonoras carcajadas y animada conversación. De esta forma se encontraban cuando se acercó a ellos un mendigo harapiento solicitándoles una limosna

En un primer momento se hicieron los desentendidos los caballeros, pero fue tal la insistencia del pordiosero que Medinilla y Lope de Vega terminaron cediendo y entregándole unas pocas monedas. Moreto se quedó rezagado buscando la talega cuando el mendigo acercándose le susurró al oído:

-Conozco un secreto que estoy seguro que resulta de vuestro interés.

Don Agustín puso en la mano del pedigüeño un escudo de oro diciendo:

-No me digas. ¿Y qué es eso que piensas que puede interesarme?.

-Tal vez os interese saber que esta misma tarde ha llegado a Toledo don Rodrigo de Alvear, a quien creo que deseáis ver desde hace tiempo. Al toque de medianoche tiene cita con el arcediano al final de la cuesta del Carmen, justo donde comienza el “prado de los ahorcados”. Si os apostáis frente al farolillo le conoceréis por usar capa de seda, bastón en su mano izquierda y desnuda espada en la derecha.

Y sin mediar más palabra salió el mendigo corriendo dejando confuso a Moreto, así como a Medinilla y Vega, que todo lo habían presenciado pero nada habían oído. Intrigados preguntaron sobre lo sucedido a Moreto, pero éste sólo dio como respuesta:

-Nada de interés. Sólo son locuras de vagabundo.

Fatigados de su paseo por empinadas cuestas llegaron a Valmardón, donde don Agustín se despidió de sus amigos sin darles más detalles de su conversación con el pordiosero.

Cuando Moreto entra en su morada se dirige a su escritorio nervioso y jadeante, y de él extrae una carta amarillenta que besó emocionado.

-¡Pobre madre mía! –exclamó mientras se sentaba y abría el sobre, comenzando a leer con los ojos enrojecidos por la pena:

                ‹‹Querido hijo: desde hace tiempo me preguntas cuál es el motivo que ha causado tanto pesar durante mi existencia, y yo no he querido contártelo por no hacerte compartir mi sufrimiento. Ahora, que siento muy cercana mi muerte, quiero que sepas toda la verdad. Desde muy pequeño has observado cierta desconfianza de tu padre hacia mí que tal vez hirió tu corazón dudando de mi honor. No pienses, hijo mío, que hay algo de lo que deba arrepentirme. He aquí la causa de todo:

Siendo yo muy niña no tenía más amparo que el Cielo, pues fui huérfana y para vivir me vi obligada a trabajar en la compañía de farsantes de Toledo. Un día, ¡maldito día!, un caballero que se aprovechó de mi inocencia me pidió prestado para la representación un anillo que llevaba grabado mi nombre. Pero aquel anillo no me fue devuelto, pues fingió no poder quitárselo por su estrechez. No encontrábamos solución, y como él me pidió con tanto empeño la alhaja como recuerdo se la cedí no volviendo a saber de él por largo de tiempo.

Pasado un año conocí a tu padre en Valencia, y enamorados los dos nos casamos en breve. Siendo felices nos sonrió el amor durante mucho tiempo, hasta que Rodrigo Alvear, que así se llamaba el miserable, llegó un día he hizo crecer en tu padre la semilla de los celos mostrándole el anillo con mi nombre grabado.

Alvear fue tan miserable como yo inocente, y desde aquel día desapareció el cándido amor que tu padre sentía por mí, rompiéndose nuestra felicidad

Esa es, hijo mío, toda la verdad de mi pasado que tanto ha marcado mi vida.››

Con forzada calma el poeta guardó la carta enjugándose las lágrimas, y ciñéndose su espada salió a la calle.

En todas las torres y espadañas de la ciudad sonaban las campanas dando toque de ánimas, y todas las puertas se cerraban con violencia. Se acerca Moreto a la cuesta del Carmen embozado hasta las cejas, y se esconde junto a la puerta del arcediano espada en mano. No llevaba mucho tiempo cuando se abrió la puerta y apareció por ella una figura con capa oscura y largo bastón.

Moreto, sin mediar palabra, se abalanzó sobre la figura, huyendo en ella su templado acero. Después se oyó un golpe seco, a la vez que al suelo cayó pesadamente un cuerpo separado ya de su alma.

El poeta se inclino sobre su víctima buscando apresuradamente en sus rígidas manos la sortija de sus pesares que demostraría la honradez de su difunta madre. En aquel momento llegó la guardia.

-¡Por su majestad!. ¡Que nadie se mueva! –gritaron a la vez que Moreto emprendía veloz carrera de huida. Y como su morada no se hallaba lejos llegó pronto con pena y angustiado, pues si bien había tomado venganza no era don Agustín hombre malvado y sin conciencia.

En su casa le esperaba, como tantas otras veces, su amigo Lope de Vega para charlar sobre literatura. Moreto irrumpió en su casa nervioso y agitado, dándole rienda suelta a su dolor y disponiéndose a contarle a su amigo lo sucedido. Pero no había comenzado a contárselo cuando en la estancia entró precipitadamente un hombre pálido que decía con enredada lengua:

¡Don Lope!. ¡Don Agustín!. Perdonadme que os interrumpa de esta manera.

-¿Qué ocurre? –preguntó Lope de Vega-.

-¡Que en la puerta de mi señor, la que está en la cuesta del Carmen, acaban de darle muerta a Medinilla el poeta!.

-¡¡¡Dios mío!!! –exclamó don Agustín cayendo desmayado al suelo-.

Don Lope, al tratar de auxiliarle, vio con espanto que Moreto aún empuñaba en su diestra la espada ensangrentada que hundió imprudentemente por un grave e irreparable error en su amigo y maestro de hacer comedias.

(Sobre relato de Javier Soravilla)

 EL PRADO DE LOS AHORCADOS

Habían pasado unos pocos años, cuando lo narrado anteriormente ya había caído en el olvido. Agustín Moreto, a quien la justicia nunca pudo acusar del asesinato de su amigo Baltasar Medinilla, paseaba por la plaza de Zocodover junto a otros hidalgos. Ya no era el jovenzuelo que años atrás paseaba bromeando con sus amigos, y su porte actual mostraba mayor madurez y galantería.

Comenzó el cielo a cubrirse de grises nubes y a caer tímidas gotas de lluvia, haciendo que todos los paseantes se retiraran a ponerse bajo cubierto. Se disponía a hacer lo mismo don Agustín cuando un mendigo embozado en su mísera capa salió de los soportales del Arco de la Sangre, poniendo en manos del caballero una nota plegada, y sin mediar palabra desapareció precipitadamente por el mismo lugar que había venido.

Nuestro galán caballero no dio gran importancia al asunto, pero la lógica curiosidad hizo que se apresurara a abrir aquella nota que le había sido entregada de misteriosa manera. Una vez abierta pudo leer:

                ‹‹Si tenéis valor suficiente acudid esta medianoche al Prado de los Ahorcados.››

Quedó pensativo don Agustín al leer estas escuetas palabras creyéndose objeto de alguna burla, pero como no le faltaba valor decidió acudir a aquella cita tan misteriosa.

Y así lo hizo. Estaba cerca la hora indicada y el caballero, embozado en su capa, y empuñando con firmeza su espada, bajaba por la cuesta del Carmen, que desemboca directamente en el Prado de los Ahorcados.

Llegó enseguida a él, y mirando a su alrededor pudo comprobar que allí no había nadie.

-Que extraño… –murmuró-. Tal vez todavía no sea la hora.

En ese momento, como si el destino leyera la mente del caballero, doce campanadas indicaron que ya era medianoche.

Está claro –se dijo don Agustín a sí mismo-, que he sido objeto de burla. Lo mejor será que vuelva a casa.

Ya se disponía el poeta a emprender el camino de regreso cuando algo le hizo detenerse. Mirando a la horca vio que de ella colgaba un cadáver. Tal circunstancia disgustó sobremanera al caballero, pero se sentía incapaz de apartar sus ojos del cuerpo rígido del muerto.

Moreto, que era cristiano devoto, consideró que aquello era una alucinación causada por Satanás, pero por si no lo era descubrió su cabeza y comenzó a rezar una oración por el alma del ahorcado. Cuando terminó la oración levantó su mirada, que había puesto respetuosamente en tierra, y ve con estupor que el muerto comienza a moverse y extiende su brazo señalándole con el dedo.

Un escalofrío recorre el cuerpo del poeta, gotas de sudor frío brotan de su frente y se siente incapaz de apartar la vista del muerto, que no deja de señalarle retorciéndose.

Entonces vinieron a su mente recuerdos de hechos lejanos y ya casi olvidados. Recuerda que en el mismo sitio donde se encuentra en estos momentos dio muerte por una lamentable imprudencia a su amigo y también poeta Baltasar Elisio de Medinilla.

El mendigo que le entregó la nota, el lugar, la hora, la soledad… Todo coincide y todo se conjura para infundir terror hasta en el alma del más valiente. Don Agustín intentó leer de nuevo la nota que le había citado allí, pero cuando quiso hacerlo vio con asombro que el papel estaba en blanco. El ahorcado comenzó a dar sonoras carcajadas, y Moreto reconoce en él con espanto a su amigo Medinilla, que con los ojos enrojecidos le dice mientras le señala con el dedo:

-¡Fuiste tú!. ¡Tú me mataste!.

Al amanecer encontraron a Moreto en el suelo presa de un desmayo, y les costó mucho trabajo reconocerle, pues a causa del terror había envejecido varios años en una sola noche.

(Sobre relato de Fernando Aguilar Carmena)

La Venta del Hoyo

Han pasado ya tres décadas desde que llamara mi atención por primera vez este antiguo balneario. Eran otros tiempos, aunque en una época tan calurosa como esta, cuando en mi pre-adolescencia rodaba con mi bicicleta por sus cercanías. No había muchas sitios por donde los aficionados al ciclismo pudiéramos transitar tranquilamente, y uno de los más habituales era la antigua carretera de Ávila. No era de extrañar, por tanto, coincidir con algún que otro aficionado que había elegido la explanada delantera de la Venta del Hoyo para hacer un alto en el camino, y recuperar fuerzas. Y en más de una ocasión estuve tentado de adentrarme en una finca que no parecía del todo abandonada, sobre todo atraído por el cartel que rezaba “Manantial”, con el deseo de poder refrescarme en aquellos días de implacable sol. Pero por miedo a poder allanar una propiedad privada siempre frenó aquellos impulsos, aunque no mi curiosidad por el lugar.

Con este recuerdo, hace un par de años comencé a indagar un poco por Internet, a ver si encontraba algún tipo de información referente a la Venta del Hoyo, ya que me sonaba haber leído algo en prensa sobre la futura construcción, cómo no, de un establecimiento de ocio y hostelería.

El primer sitio de referencia que encontré fue el blog de David Utrilla, que he de reconocer que es mi fotógrafo favorito plasmando monumentos y paisajes toledanos. Escribe una entrada muy interesante de la Venta, acompañada de unas magníficas fotografías que se pueden ver aquí.

A continuación encontré un excelente blog, llamado “Locus Amoenus”, escrito por una bloguera aficionada a plasmar con fotografías y textos el recuerdo de lugares con un pasado esplendoroso, y olvidados en el presente. En este caso recomiendo leer el artículo por la extensa investigación realizada sobre la historia de la Venta del Hoyo. Se puede acceder aquí a dicho artículo.

No existe demasiada información respecto a la historia de la finca y sus avatares, de hecho el mismísimo Julio Porres apenas escribe una docena de líneas en su “Historia de las Calles de Toledo”. En la citada obra escribe:

“Posada modesta, nacida a la vera del camino real a Valladolid, debió de ser una parte del antiguo poblamiento de Darrayel, habiéndose encontrado en sus alrededores diversos restos cerámicos y una tumba hebrea con inscripción epigráfica que cedió su descubridor, señor Vélez, a la Real Academia toledana, quien la depositó en el Museo Arqueológico.

Había pertenecido la finca al hospital del Rey, según recordaba todavía en 1917 un rótulo de cerámica. Poseedora de un abundante manantial, indispensable para la existencia de la venta, adquirió a partir de 1916 (por curarse precisamente su propietario, antes citado, de una afección diabética) excelente fama de tener propiedades medicinales, motivando la construcción de un balneario y la exportación de sus aguas.

Pero la progresiva decadencia de estos métodos hidroterápicos produjo el cierre de tal explotación, quedando reducida a una simple finca de labor, destino que tiene hoy”.

Ninguna noticia encontraremos evidentemente en otros autores de referencia a la hora de buscar información veraz de Toledo y sus monumentos, como Sixto Ramón Parro, el Vizconde de Palazuelos, Amador de los Ríos, o cualquier otro, al tratarse de una edificación relativamente reciente. Por ello nos tendremos que fiar de lo publicado en diferentes medios escritos, y la tradición oral.

Se da por cierto que por el año 1917 era propietario de esta finca don Antonio Vélez Hierro, residente en Madrid pero natural del toledano pueblo de Arcicóllar, quien acudía frecuentemente a su finca para disfrutar de descanso durante los fines de semana. Sufría don Antonio de una diabetes, y en una consulta con su médico le aseguró que notaba notable mejoría cada vez que descansaba en su casa toledana, achacando dicha mejoría al agua de un manantial que brotaba en su propiedad, y que utilizaba para consumo propio, así como para el riego de los jardines de la modesta casa. Ante tal convencimiento decidió construir un balneario en su propiedad para compartir este beneficio con otros enfermos en busca de alivio.

Así, el día 23 de Julio de 1917, se inaugura la producción masiva de agua tanto para llenar directamente allí las botellas, como para su distribución de botellas previo encargo. En un primer momento lo único que se hizo fue proteger la fuente, y ornamentarla con un escudo de Toledo elaborado con azulejos. Escudo que todavía se puede vislumbrar hoy día. Ese mismo día, Vélez anunciaba oficialmente su intención de ampliar el negocio con la construcción de un balneario en aquel lugar.

Comienza la distribución del producto acompañada con una importante campaña publicitaria de la época, en la que se anuncian las bondades de aquellas aguas, y se ofrecen habitaciones de gran “confort”. Como reclamo se utiliza el nombre de Santiago Ramón y Cajal, como avalista que había analizado aquellas beneficiosas aguas.

En este sentido cabe destacar una nota que el mismísimo Ramón y Cajal envió para su publicación en el diario ABC, indignado porque le habían adjudicado el análisis de diferentes aguas, incluidas las de la Venta del Hoyo, “aguas de las que no tengo la menor noticia“, contradiciendo de esta manera todo lo mantenido, incluso hasta la fecha actual.

Menciona el citado Julio Porres una interesante publicación, “Guía Oficial de los Establecimientos Balnearios y Aguas Medicinales de España”, (R.O. de 28 de Agosto de 1926), publicado por S.A. Editorial y de Publicidad Rudolf Mosse, en el que se analizan todos los establecimientos de estas características de España, y entre ellos, por supuesto, la Venta del Hoyo:

En esta reseña, además del análisis pormenorizado de sus aguas, e indicaciones, podemos ver alguna característica más de sus instalaciones: “Dispone Venta del Hoyo de un chalet para hospedaje de los aguistas, al mismo tiempo que de un buen servicio de comedor con cocina a la española donde se puede seguir el régimen alimenticio que debe observar todo diabético”.

Con el paso del tiempo alcanzaron gran fama las aguas de su manantial, y eran numerosos los pacientes que acudían al balneario para aliviar sus males, y disfrutar de una temporada de reposo. Hasta el punto que las instalaciones se vieron incrementadas con la construcción de una pequeña capilla, ampliación de los jardines, veladores, y una amplia marquesina en la parte más alta. Era en el año 1927, y con Antonio Vélez fallecido tres años antes, y recién fallecida su esposa Celedonia Fernández de la Torre.

Desfile militar de los alumnos de la Academia de Infantería ante la Venta del Hoyo en 1922

Pocas noticias ciertas se tienen ya sobre la Venta del Hoyo. Posiblemente en la década de los 30 comenzó un declive del que ya no se recuperó jamás. No se sabe si el manantial del que tantos beneficios obtuvo se secó definitivamente, que disminuyeran los pedidos de sus aguas, o si ocurrió cualquier otra circunstancia que lo propiciara. El caso es que ya no se volvieron a tener noticias del balneario o manantial de la Venta del Hoyo.

Familia Velez en el Manantial Venta del Hoyo – Fotografía del Archivo Rodríguez

La única noticia reseñable desde entonces sucede durante la Guerra Civil, en uno de los episodios del asedio del Alcázar. El capitán Luis Alba, de los sitiados, abandona el edificio con la misión de contactar con las tropas nacionales de Mola para informarles de la situación real de los asediados, ya que las noticias transmitidas por radio informaban de la rendición del Alcázar, y ello supondría que los rescatadores dieran la vuelta al considerar inútiles todos sus esfuerzos. Profesor de gimnasia y natación en la Escuela de Gimnasia de Toledo, y conocedor del terreno, se ofrece voluntario para aquella arriesgada misión.

El día 25 de Julio por la noche, aprovechando la oscuridad, sale de la Academia de Infantería en busca de Mola. Aseguran diferentes fuentes que a 30 kilómetros, en la población de Burujón, fue reconocido por un antiguo asistente suyo, quien inocentemente le saludó al grito de “¡mi capitán!”, lo que supuso su inmediata detención.

Apresado por las tropas republicanas, lo introdujeron en un coche camino a Toledo. Pero un percance de aquel coche que estuvo a punto de chocar con un camión, precisamente en la entrada de la Venta del Hoyo, supuso que sus captores decidieran fusilarle allí mismo, donde permaneció el cadáver hasta el día 28 en el que fue recogido por una camioneta y trasladado a la Fábrica de Armas, donde fue reconocido por su tío el doctor Mariano Alba. Ver Fuente

Y una vez conocida la historia del recinto me acerqué a la Venta del Hoyo, con la intención de poder conocer mejor aquel lugar, ahora en ruinas, del que tenía más noticias y estaba deseoso de conocer. Así que armado de cámara en mano. El acceso es bastante sencillo, pudiendo dejar el coche prácticamente en la misma entrada, pero el día en el que lo visité (el pasado 2016) era un día veraniego en el que el sol pegaba fuerte, la chicharra cantaba con ganas, y la maleza seca llegaba a la altura de las rodillas. Y por eso, aunque el acceso era fácil, no era cómodo en exceso, ya que con poca previsión vestía con un pantalón corto, y todos los pinchos de los hierbajos secos me arañaban las piernas.

Una vez llegado ante el conjunto, compruebo que de la zona del manantial sólo queda en pie la fachada principal con el llamativo rótulo de cerámica. Tras esta fachada a la que, si no lo remedia nadie, le queda poco tiempo en pie, queda visible aquel escudo de Toledo elaborado también en cerámica, que da una idea del lujo que pudo tener aquel sitio en tiempos pasados.

A mano derecha, poco detrás del manantial, una larga y ruinosa escalera da acceso al resto de edificaciones del balneario, sin que su estado invite a subir con tranquilidad. Tras subirlas, nos encontramos con tres edificios completamente en ruinas: el que parece edificio principal donde estaría el hospedaje y restaurante, un edificio auxiliar, y las ruinas de la capilla. En los alrededores poco más, salvo algún resto de cerámica de las fuentes y adornos de los jardines que tuvieron que abundar en tiempos mejores.

Durante el rato que estuve realizando fotos salió un hombre de una finca de al lado (en donde parece haber todavía una pequeña vida, y máquinas de trabajo), que tras mirarme durante unos instantes, y espetar amablemente un “buenos días” al que respondí de la misma manera, volvió a su lugar de trabajo.

Es una visita interesante, aunque no aconsejable por el peligro que puede entrañar. Resulta imprudente penetrar en el interior de cualquiera de los edificios por la amenaza de derrumbe que presentan (a pesar de que soy tan imprudente que yo mismo lo hice, como relataré a continuación), de la misma manera que la plataforma de la parte principal, que muestra bastantes grietas. La proliferación de cartuchos por el suelo, y de los constantes sobresaltos que producen numerosos conejos al salir corriendo cada dos por tres, incrementan el peligro de recibir un disparo perdido de algún cazador despistado. Así que una vez reconocido el lugar, y tomadas las correspondientes fotografías, me dí por satisfecho y abandoné el lugar…

Hasta hace pocos meses.

Teniendo una conversación con varios amigos por las Redes Sociales sobre el estado de la Venta del Hoyo, decidí compartir alguna de las fotos que había hecho durante esta visita. Cuando me quedé mirando una de ellas en la que aparecía algo en lo que yo no había reparado… No llegué a ponerla, ni dije nada a nadie en aquel momento. Pero en los días sucesivos me dediqué a enseñarle dicha foto a personas de mi entorno, y sin comentar nada, preguntarles qué era lo que veían ellos en una zona en concreto. Y la respuesta en todos los casos era la misma. Todos veían lo mismo que yo, la cara en la pared de un hombre con prominente nariz, bigote, y una abultada mata de pelo.

Yo estaba seguro que no tenía importancia, que se trataría de una curiosa pareidolia. Sin embargo estaba deseando de poder volver a la Venta para poder comprobarlo por mis propios ojos, y ver qué era lo que provocaba esa imagen. Así que poco tiempo después, cuando las obligaciones laborales me lo permitieron, me volví a plantar allí cámara en mano, y con más curiosidad que la vez anterior.

He de reconocer que me costó más de lo esperado dar con el lugar que había fotografiado. Y es que después de dar varias vueltas alrededor de los edificios, y mirar por todas las ventanas, no encontraba el escenario de esta foto. Así que tras dudarlo mucho, y pensarlo poco, me adentré a través de la entrada del edificio principal, quedando a mi vista el pasillo de la imagen. Lo curioso es que no recordaba haber hecho aquella misma operación la vez anterior. ¡Dichosa cabeza!

Y enseguida mi curiosidad se disipó. En un primer momento sospechaba que pudiera tratarse de algún cuadro situado en aquella pared, cuyo marco se hubiera desgastado por el paso del tiempo y causara aquel extraño efecto. Pero la respuesta era más sencilla. Un viejo y oxidado tubo de metal, cuyas manchas originarían aquella pareidolia.

Ya envalentonado al haber cruzado el umbral de la puerta, me pudo la curiosidad y me adentré en el resto de habitaciones a las que daba acceso aquel pasillo, encontrándome en cada una de ellas diferentes hallazgos, cada cual más macabro.

En la primera habitación, entre un montón de escombros y excrementos de palomas, yacía un crucifijo de yeso, o al menos lo que quedaba de él.

En la siguiente habitación, el hallazgo fue más desagradable, sobre todo para personas que como yo somos especialmente sensibles con los animales. En medio de la habitación, y en proceso de momificación, un perro de considerable tamaño y aparentemente de raza pitbull. Lo curioso es que este perro ya fue visto ¡tres años antes! por la bloguera “Locus Amoenus”.

Y por fin, en la última habitación, algo típico que aparece en todos los edificios ruinosos para darles un carácter más macabro. La típica muñeca de niña, o al menos los restos de una de ellas.

Insisto en que no es recomendable la visita a la Venta del Hoyo sin tomar todas las precauciones necesarias, sobre todo tratándose de una propiedad privada. Pero sugiero a cualquiera que se decida a hacerlo se conforme a deleitarse con su exterior, ya que en el interior no hay nada que pueda resultar de interés.

Las últimas informaciones respecto a la Venta del Hoyo se fechan en junio del año 2010, mes en el que el Ayuntamiento de Toledo concedió licencia a una empresa para la puesta en funcionamiento en este paraje de una planta de hormigón.

Indudablemente el antiguo balneario no volverá a recuperar el esplendor de sus mejores tiempos. Pero no sería mala idea que sus actuales propietarios, en memoria de aquella época, decidieran restaurar y conservar la parte en donde destaca aquel llamativo rótulo de cerámica tan característico del lugar.

Una noche toledana

A finales del siglo VIII de nuestra era, Tolaitola era gobernada por un joven consumido por los vicios llamado Jusuf ben-Amrú, que debía su privilegiada posición a la amistad que unía a su padre con el califa Al-Hakam. Al joven gobernador le venía grande su cargo, y vivía únicamente ocupado en sus placeres personales, haciendo raptar a inocentes doncellas que eran conducidas a su palacio y deshonradas impunemente. No mejoraba su actitud son los comerciantes y artesanos de Tolaitola, a los que les exigía impuestos abusivos castigándoles con crueles torturas si se demoraban en el pago. No había un sólo ciudadano que estuviera a favor del despótico mandato del cruel gobernador, pero nadie osaba alzar la más leve protesta, pues los pocos que lo habían hecho habían sido condenados a ejecución pública.

Los nobles toledanos se habían puesto de acuerdo en varias ocasiones, y enviado misivas al califa comunicándole su descontento y solicitando en vano la destitución de Jusuf, pues Al-Hakam nunca dio respuesta a las numerosas solicitudes.

El descontento popular era tan grande y manifiesto que no tardó en llegar el levantamiento de los toledanos. Familias deshonradas, comerciantes explotados y nobles traicionados unieron sus fuerzas en contra del tirano gobernador. Al frente de los sublevados estaba Muley, un respetado noble que había luchado en infinidad de batallas junto al padre de Jusuf. La rabia del pueblo era tan grande que en apenas unos minutos penetraron en el palacio y apresaron al tirano tras aniquilar a toda su guardia. Muley, que a pesar de todo sentía cariño hacia Jusuf debido a la amistad que se unía a su padre, se presentó enseguida en la sala donde se hallaba retenido el malvado joven, y cuando estuvo ante él le dijo:

Sabes, Jusuf, que te conozco desde hace muchos años y soy incapaz de hacerte daño. Por eso te ofrezco la posibilidad de vivir si abandonas Tolaitola con premura.

A lo que contestó el innoble gobernador:

Y tú sabes que no dudaré en volver a Tolaitola para tomar venganza con la sangre de los que han osado enfrentarse a mí.

En ese instante entraron en la sala todos aquellos que habían sufrido las crueldades de Jusuf, y sin que Muley pudiera hacer nada le dieron muerte allí mismo.

El gobierno de la ciudad fue ocupado provisionalmente por Muley, quien envió un mensaje al califa comunicándole lo ocurrido e instándole a nombrar nuevo gobernador. Esta vez la respuesta de Al-Hakam no se hizo esperar, y apenas unos días después llegó personalmente a Tolaitola acompañado del hombre que había elegido para ocupar el cargo vacante.

Los toledanos no daban crédito a lo que sus ojos veían. El hombre elegido para el puesto era Amrú, el padre de Jusuf, que el enterarse de lo ocurrido había rogado a su amigo Al-Hakam que le permitiera gobernar la ciudad para enmendar los errores de su hijo. El califa no pudo negarse a la petición de su amigo, además le consideraba sobradamente preparado para el cargo.

Habían pasado varios meses desde que Amrú se hiciera con el gobierno y la situación era completamente opuesta a la vivida con su hijo. El nuevo gobernador actuaba con una justicia ejemplar, entregado únicamente a los asuntos del palacio, y no tomaba una decisión importante sin haber consultado antes con sus súbditos. Pero en la mente del malvado Amrú anidaban insaciables deseos de venganza contra aquellos que habían acabado con la vida de su hijo, y sólo estaba esperando el momento más apropiado.

La preciada ocasión se presentó cuando Abderramán II, hijo de Al-Hakam, se presentó en la ciudad con cinco mil guerreros. Se dirigía a Zaragoza, pero hubo de detenerse una noche en Tolaitola para descansar. El gobernador toledano recibió al hijo de su amigo el califa con exquisita cordialidad. Le albergó en su palacio situado en el actual barrio de San Cristóbal y le ofreció una suculenta cena. Con tal excusa invitó a su palacio esa misma noche a lo más selecto de la nobleza toledana, quienes acudirían al banquete sin sospechar el trágico desenlace que les aguardaba.

Amrú situó en la entrada del palacio a varios de sus sirvientes, quienes recibían a los invitados con gran cortesía y cordialidad. Pero una vez que los invitados atravesaban la puerta eran agarrados por un grupo de guerreros, antiguos vasallos de Jusuf, para ser decapitados violentamente. El vengativo gobernador quiso contemplar personalmente todas las ejecuciones, y cuando vio rodar ante sus pies la cabeza del último invitado exclamó:

Hijo mío, puedes descansar en paz. ¡Tu muerte está vengada!.

Pero el macabro espectáculo todavía no había finalizado. Al amanecer Amrú hizo colgar a lo largo de las murallas de la ciudad las cabezas de los ejecutados, que en número superaban los cuatro centenares. En lugar destacado ordenó colocar la del noble Muley, antes compañero y amigo personal.

Abderramán, que había sido testigo de excepción de toda la cruel venganza, no se atrevió a tomar represalias contra Amrú, y cogiendo sus tropas partió de inmediato hacia Zaragoza.

Sobre relato de Juan Campos Payo en “Esto es Toledo”

La Peña del Moro

Corría el año 1084 de nuestra era cuando Tolaitola sufría un largo asedio cristiano que ya se prolongaba más de un lustro. A la cabeza de los sitiadores se hallaba el leonés Alfonso, aquél a quien siendo joven diera cobijo durante su destierro el monarca musulmán Al-Mamún. Gran amistad se fraguó entre sarraceno y cristiano durante el exilio toledano de este último, llegando incluso a prometer Alfonso que en caso de recuperar su trono de León no atacaría a su nuevo aliado. Pero ya había pasado tiempo desde aquello. Al-Mamún había muerto y su trono había sido ocupado por su segundo hijo, Al-Qadir, que carecía de las virtudes de las que gozaba su antecesor para gobernar una plaza tan importante. El cristiano, muerto Al-Mamún, consideró extinto su pacto, y se disponía a añadir Tolaitola a sus conquistas.

Todo parecía perdido para Al-Qadir, quien en su desesperación había solicitado el auxilio de soberanos de otras taifas sin que sus súplicas fueran escuchadas. Pero quiso la providencia que por aquellos días se hallara de visita en la ciudad Abul Walid, joven príncipe africano prometido con Sobeyha, la única hija de Al-Qadir. Abul, ansioso de ganar fama como guerrero y el respeto del padre de su amada, se presentó ante el monarca y se ofreció a viajar con premura a su tierra para reclutar un ejército con el que regresar a Tolaitola y hacer frente al cristiano. El monarca musulmán recibió con gozo tal ofrecimiento, pues la situación era insostenible y era cuestión de poco tiempo que el enemigo tomara la ciudad.

A los pocos días partía Abul, no sin antes preguntar a su anfitrión los recursos necesarios y despedirse de su amada. Ésta le despidió con lágrimas en los ojos, pues desde que se habían prometido no habían pasado un solo día sin verse y su amor era puro y verdadero.

No te entristezcas, Sobeyha, pues dentro de poco volveré a vuestro lado con los medios necesarios para salvar nuestra adorada Tolaitola –decía el joven príncipe acariciando con ternura el cabello negro azabache de la sarracena-.

No me entristece tu marcha –contestó Sobeyha-, pues sé que nuestro amor es auténtico y pronto regresarás a mi lado. Lo que me preocupa es el pensar que tal vez cuando lo hagas sea demasiado tarde.

No permitiré que eso ocurra –contestó Abul, y después de abrazar a su amada y despedirse de Al-Qadir subió a su caballo para perderse al poco tiempo en el horizonte-.

El tiempo pasaba inexorablemente y los cristianos continuaban arrasando la vega y sometiendo a los musulmanes a agobiante asedio, pero de Abul no existía ninguna noticia. Había pasado un año, y con él se habían desvanecido las esperanzas de los asediados. Había quien creía que Abul había sido capturado y asesinado por los soldados cristianos, e incluso quien pensaba que les había traicionado para unirse al ejército de Alfonso. En lo que todos coincidían era en afirmar que ya no regresaría, olvidando la palabra que había dado un año atrás.

Había sin embargo una persona que no compartía estas opiniones, pues en su corazón no había lugar para dudar de la promesa de su amado. Sobeyha, que era esa persona, vivía expectante a cuantos rumores llegaban sobre el posible retorno de su amado, pero una y otra vez sus ilusiones se veían rotas por la falsedad de las noticias. A consecuencia de las continuas desilusiones la pobre princesa enfermó gravemente, y una voz interior le gritaba que moriría sin volver a ver a su amado. Consumida por ello llegó un día en que la delicada flor no tuvo fuerzas para levantarse de su lecho.

La ciudad entera mostraba su preocupación. La pobre niña era muy querida, y su muerte podía presagiar la muerte de su pueblo. Su padre no pudo esconder sus sentimientos y lloró amargamente. Desde un principio los galenos auguraron la gravedad de la enfermedad, pero no conocían remedio contra ella. La voz de la dulce Sobeyha se debilitaba, su pulso se hacía más lento y su vida parecía escapar poco a poco.

Al-Qadir, consternado, preguntaba a los galenos:

¿Cuál es la enfermedad?.

Pero éstos silenciaban agachando la cabeza y declarándose impotentes para definirla. Y el pueblo, que conocía esto, murmuraba:

Alá se la lleva. Nos la arrebata porque todos vamos a perecer y quiere apartarla de este sufrimiento…

Un atardecer, uno más de esos que Sobeyha pensó que era su último ocaso, hizo llamar a su esclavo Abén, que había cuidado de ella desde que era niña, y con la voz debilitada por las escasas fuerzas que le restaban le dijo:

Me siento morir, Abén, y sé que apenas me quedan unas horas, pero antes quiero hacerte un encargo que sé que cumplirás por el cariño que siempre has mostrado a tu señora. Dentro de poco tiempo Tolaitola caerá en manos del ejército cristiano, y mi prometido vendrá a rescatarla cuando por desgracia ya será demasiado tarde. Te ruego que no acompañes a mi padre en su exilio, sino que te quedes muy cerca de Tolaitola, y cuando sepas que Abul está próximo salgas a su encuentro y le digas que no he dudado nunca de él, que he muerto porque no venía, pero que he muerto esperándole.

Así lo haré –contestó el esclavo que roto en lágrimas no paraba de besar las manos de su señora-.

Al día siguiente amaneció un día espléndido en la ciudad del Tajo. Los pájaros trinaban alegremente, las flores se mostraban en todo su colorido, y el aire se cargaba de dulces perfumes. Esta era la forma en que la naturaleza saludaba con amor el alma de la dulce joven, que se había unido a ella.

Poco tiempo después, el 25 de Mayo de 1085, llegó el terrible día tan temido por los habitantes de Tolaitola. Alfonso VI logra conquistar la ciudad y penetrar en ella entre los gritos entusiastas de los suyos, mientras que Al-Qadir logra huir hacia el Este acompañado por un puñado de caballeros de su séquito. El derrotado monarca, antes de perderse en el horizonte, vuelve su mirada para poder contemplar por última vez la ciudad donde se había criado y descansaban para siempre los restos de su padre y de su hija. Ahora Tolaitola había pasado a manos cristianas.

Apenas se habían asentado los de Alfonso VI en su nueva conquista cuando una inquietante noticia vino a apagar su reciente euforia. Desde África, y encabezadas por Abul, llegaban numerosas tropas que acudían para enfrentarse a los cristianos. Por causas ajenas a su voluntad el sarraceno se había demorado en la ayuda prometida, y es que cuando llegó a su tierra la encontró inmersa en guerras internas que hubo de sofocar primero. Además, una extraña enfermedad, de la que no se encontraba plenamente recuperado, le había postrado en cama durante varias semanas. Debilitado por la enfermedad, pero con las fuerzas que le daban los deseos de reencontrarse con su amada, se dirigía presuroso hacia Tolaitola ignorando la suerte que la ciudad había corrido.

Se hallaban cerca de su destino y el príncipe agareno arengaba a los suyos cuando ante ellos se presentó un joven esclavo. Se trataba de Abén, el fiel sirviente de Sobeyha, que salía al encuentro de los recién llegados para cumplir la última voluntad de su señora. Abul le reconoció al instante, y extrañado por su presencia se temió lo peor.

¿Qué haces aquí, Abén?. ¿Qué ha pasado?.

Señor, la desgracia se ha cernido sobre este lugar. Huid de aquí antes de que os alcance a vosotros también. Los que dejasteis como hombres libres ahora son esclavos. Tolaitola se ha rendido a los cristianos y el rey camina hacia Valencia con su séquito.

¿Se halla Sobeyha con ellos?.

Lo lamento, pero murió antes de la rendición. Posiblemente Alá se la llevara para apartarla de este sufrimiento. Antes de su muerte me dijo que debería venir a vuestro encuentro, pues estaba segura de que vendríais, y os dijera que murió por vuestra ausencia, pero que murió en vuestra espera.

Se hizo un incómodo silencio y Abul inclinó la cabeza. Dos gruesas lágrimas descendieron por sus tostadas mejillas y durante unos segundos nadie habló. Sólo los sollozos y lamentos del joven rompían el silencio, mientras que Abén, con los ojos vidriados, le miraba compasivamente. Cuando el guerrero pudo recuperarse del duro golpe sufrido, alzó la cabeza y dijo:

Si Sobeyha murió esperando que cumpliera mi promesa no la defraudaré. Prometí liberar la ciudad de los cristianos y así lo haré. Abén, quédate entre nosotros.

Os lo agradezco, pero cumplido el encargo de mi señora regresare a Tolaitola para velar el lugar donde duerme su último sueño. Que Alá os guíe en vuestra empresa.

Y Abén se marchó sin que nadie se lo impidiera. Cuando Abul se recuperó de la tristeza que le embargaba dio orden a los suyos de reanudar la marcha, que en pocas horas les llevó hasta el valle toledano. Una vez allí, e instalado su campamento, Abul se subió a una roca desde la que se dominaba todo el paisaje, y dirigiéndose a sus hombres gritó con voz potente:

Llegamos tarde, pues la ciudad ya ha caído en manos de los cristianos, pero existe dentro de ella una población valiente que nos apoyará en nuestra lucha. Lucharemos por derrotar al cristiano y recobrar lo que es nuestro, pero si alguno de vosotros duda de esta empresa le doy libertad para marcharse. ¡Os juro por el nombre de Alá que no me moveré de aquí hasta que Tolaitola caiga de nuevo en nuestras manos!.

Los soldados musulmanes respondieron a estas palabras con exaltados vítores, ya que desde el momento en que dieron vista a la ciudad quedaron prendados de su grandiosidad y querían recuperarla a toda costa.

La roca desde la que Abul arengó a los suyos se convirtió en su lugar favorito para planear la reconquista, pues desde ella podía controlar con un solo golpe de vista toda la población. Largas horas pasaba allí el sarraceno, cuya silueta infundía verdadero terror a los cristianos, que no se atrevían a abandonar la ciudad por miedo a sus sitiadores. Éstos, pacientemente, esperaban la ocasión propicia para cruzar el río y caer sobre sus enemigos ayudados por los moros de la ciudad.

Pero he aquí que cierta noche, Rodrigo Díaz de Vivar, que se encontraba al mando de la ciudad al no hallarse en ella Alfonso VI, ideó un plan para mermar las fuerzas de los sitiadores. Aprovechando la oscuridad de la noche, y en ausencia de luna, cruzó el Tajo con un nutrido grupo de voluntarios dirigiéndose al campamento de Abul. Llegados allí sembraron el desorden y se retiraron sin sufrir pérdida alguna. Los musulmanes, desconcertados por el ataque sorpresa, comenzaron a luchar entre sí, permaneciendo de esta manera hasta que las primeras luces del amanecer les hicieran percatarse de su error. Intentando rehacerse comprueban con espanto que su líder no se halla entre ellos, y al poco una voz da la alarma. Abul se encontraba sobre la roca en la que tantas horas había pasado, con una flecha atravesada en el pecho y el rostro desencajado por el dolor.

Muerto su caudillo se reúnen los oficiales más veteranos del ejército, y unánimemente deciden emprender la retirada al haber sufrido cuantiosas bajas. Como Abul les manifestó su voluntad de no moverse de allí sin recuperar la ciudad, optaron por enterrar su cuerpo bajo la roca que tanto le gustaba, y de aquella forma durmiera la eternidad mirando hacia el lugar donde lo hacía su amada.

Asegura la tradición que, después de la partida del ejército africano, el alma de Abul salía todas las noches de la sepultura y se sentaba sobre la roca para no dejar de contemplar la ciudad de su amada, regresando a su tumba con el alba. Una noche, cerca ya del amanecer, se arrodilló suplicándole a Alá que le permitiera permanecer allí también durante el día. Y Alá, al verle tan desdichado, le concedió su petición convirtiéndole en piedra. Allí está desde entonces desafiando el paso de los siglos y deplorando la muerte de Sobeyha.

Prueba de ello es la existencia, bajo la peña que los toledanos llamamos “del Moro”, de varios peñascos, unos sobre otros, que asemejan la cabeza de un hombre ceñida por un turbante. Sin duda alguna aquella es la imagen de Abul Walid, que a pesar del paso de los siglos todavía permanece allí contemplando la ciudad donde perdió la vida y entregó su corazón.

Sobre relato de Eugenio de Olavarría y Huarte en “Tradiciones de Toledo”

La Rosa de la Pasión

Cuenta Gustavo Adolfo Bécquer, en una de sus leyendas más conocidas, que durante la época en que la enemistad entre cristianos y judíos era más intensa vivía en una de las callejas más recónditas y escondidas de Toledo un viejo judío llamado Daniel Leví. Leví era bien conocido por todos, no sólo por la enorme riqueza que atesoraba, sino por su especial odio y saña contra los cristianos y todo lo que pudiera estar relacionado con ellos. Ya hemos dicho que tenía una inmensa fortuna, pero en cambio se pasaba todo el día entretenido en elaborar pulseras y cadenillas con las que luego negociaba. Junto a él vivía Sara, su única y joven hija, una bella judía pretendida por casi todos los jóvenes de su religión.

He aquí que cierto día, un joven enojado por sufrir los constantes rechazos de Sara, acudió a casa de Leví, que se hallaba inmerso en su labor artesanal. Acercándose a él le dijo:

¿Tienes conocimiento, Daniel, de que entre nuestros hermanos hay habladurías sobre tu hija?.

El viejo judío interrumpió bruscamente su labor, y levantó la mirada clavando sus ojos en los del recién llegado.

¿Y qué es lo que dicen esas habladurías?.

Pues varias cosas, pero sobre todo que tu hija se ha enamorado de un cristiano.

Al decir estas palabras calló el despechado, pues conocía el odio que el anciano tenía a los fieles de Cristo. Leví, bajando la cabeza y continuando con su labor, respondió:

¿Y cómo sé yo que esos rumores no proceden de algún enemigo que pretende perjudicarnos a mí y a mi hija?.

Porque yo personalmente les he visto reunirse en tu propia casa mientras tú acudes a las reuniones secretas con los nuestros.

¡Je, je, je! –rió malvadamente Leví-. ¿Acaso crees que pueden engañarme?. ¿Piensas que un maldito cristiano puede arrebatarme a mi única alegría sin que yo me entere?.

¿Es que acaso lo sabías?.

Claro que lo sabía –dijo el viejo semita levantándose y dando una palmadita en la espalda al mensajero-. Lo sabía desde hace tiempo, pero rezaba a Yahvé para que no lo supiera nadie antes de que yo lo resolviera. Ahora que lo sabéis tomaré las medidas oportunas. Vete y avisa a nuestros hermanos para que podamos reunirnos esta noche en el lugar acostumbrado. Dentro de un par de horas yo estaré con ellos y resolveremos este desgraciado asunto.

Aquella noche de Viernes Santo reinaba un silencio total, roto solamente por los pasos de algún viandante que se perdía en las riberas del Tajo. Mientras, en el embarcadero, el dueño de una pequeña embarcación murmuraba entre dientes:

Barca de Pasaje en la actualidad, junto a la conocida como “Casa del Diamantista”

¡Malditos judíos!. ¿Qué tramarán hoy, que no dejan de utilizar mi barca estando tan cercano el puente?.

Estaba pensando esto cuando apareció Sara, a la que llevaba tiempo esperando. La joven judía había escuchado la conversación que tuvo su padre por la tarde, y llena de preocupación quería enterarse de lo que su padre planeaba. Subiéndose a la embarcación le preguntó al dueño:

¿Ha pasado ya mi padre?.

Hace tiempo que lo hizo.

¿Iba sólo?.

Sí, pero después han pasado tantos que ni contarlos he podido.

¿Y no sabe cuál es el motivo de su reunión?.

Lo desconozco por completo, pero creo que esperan a alguien. No sé a quién ni para qué, pero supongo que para nada bueno.

Sara, preocupada, comenzó a tener oscuros presentimientos.

¿Se habrá enterado mi padre de quién es mi amado y querrá vengarse de él? –pensaba la joven-. He de llegar cuanto antes y detenerles.

Cuando la barca llegó a la orilla Sara puso el pie en tierra nerviosamente, sacó unas cuantas monedas y se las entregó a su guía.

¿Podéis decirme cuál es el camino que toman?.

No lo sé, pues cuando llegan a la peña del Moro desaparecen por la izquierda. Sólo Satanás y ellos saben a dónde se dirigen.

Sara comenzó a ascender por un tortuoso camino observada por el barquero, quien la perdió de vista cuando llegó a lo alto del cerro.

Por entonces existían en aquel paraje los restos de un antiguo templo del que sólo quedaban en pie sus muros laterales, envueltos completamente por frondosas enredaderas. Sara se acercó, y comprobando que del ruinoso edificio salía luz se escondió detrás de uno de sus muros. Desde allí pudo observar que en el interior se hallaba su padre, con los ojos enrojecidos por la cólera. Junto a él un gran número de judíos que realizaban extraños ritos. Presidiendo la ceremonia se hallaba una gran cruz de madera rodeada por un círculo de fuego, mientras algunos de los asistentes tejían coronas de zarzas o afilaban grandes clavos. Sara recordó entonces que los cristianos habían acusado a los judíos de cometer horribles crímenes, acusación que ella consideraba una calumnia para desprestigiar a los de su raza. Pero ahora, delante de sus ojos, tenía las tenebrosas pruebas que demostraban la cruda realidad.

La decepcionada hebrea no pudo contener su indignación, y se presentó en la entrada del templo causando la sorpresa de todos los presentes. Su padre, enojado, se acercó a ella raudo:

¿Se puede saber a qué has venido tú aquí?.

Ella contestó sosegadamente.

Vengo a recriminaros lo indeseable de vuestro acto, y a advertiros que en vano esperáis, pues di aviso al cristiano que estáis aguardando para que no venga.

¡Sara! –gritó su padre poseído por la cólera-. Tú no has podido hacerme eso. No puede ser cierto que hayas traicionado a tu propia raza. Si es verdad cuanto dices, ¡tú ya no eres mi hija!.

Bien dices, pues he descubierto que tengo otro padre que me ama realmente. Se trata de aquel al que vosotros clavasteis injustamente en una cruz. Gracias a vosotros ahora soy cristiana, y me avergüenzo de mi origen.

Leví, fuera de sí, se abalanzó sobre su hija, y cogiéndola salvajemente de los cabellos la arrojó a los pies de la cruz. Después dijo a todos cuantos estaban a su alrededor:

Hemos venido a matar a un cristiano y así lo vamos a hacer. ¡Ahí la tenéis!. ¡Tomad venganza de esta infiel que ha traicionado a su raza!.

Al siguiente amanecer la vida continuaba con normalidad en la ciudad de Toledo. Las campanas tañían llamando a maitines, y los ciudadanos deambulaban por las calles como otro día cualquiera. Leví, como de costumbre, se afanaba en sus labores artesanales a la puerta de su casa.

Pero nunca más volvió a saberse de su inocente hija…

Dicen que años después encontraron entre los muros del ruinoso templo una flor desconocida en el paraje. Cavando entre los restos del templo, buscando el origen de aquel portento, hallaron el esqueleto de una joven mujer.

Nunca se supo realmente a quién pertenecía aquel cadáver, pero aquella flor hoy se ha hecho bastante común en la zona, y es conocida como “La Rosa de la Pasión”.

El Diablo Confesor

Don Ángel Arellano era un peculiar personaje de mísero aspecto, nariz aguileña, ojos oscuros y frondoso mostacho que tenía su morada en una lúgubre casona de la calle de San Pedro.

A pesar de su descuidado aspecto don Ángel era conocido en todo Toledo sobre todo por su generosidad, sabiduría, prudencia y paciencia a prueba de todas las adversidades de la vida.

Si en toda la ciudad era conocida la bondad de don Ángel también lo era la maldad de don Gonzalo, su único hijo. Eran innumerables las doncellas a las que el malvado Gonzalo había humillado con falsas promesas, numerosos los alguaciles que conocían sus andanzas, y cuantiosas las ocasiones en que sus fechorías habían finalizado en el calabozo. Calumnias alzadas contra inocentes mujeres, piadosas imágenes con bigotes pintarrajeados, roedores liberados para alboroto de ancianas beatas en su momento de mayor recogimiento, infamantes rótulos que un amanecer sí y otro también aparecían en las portadas de los conventos… Todo ello era obra de la malvada pero hábil mano de don Gonzalo, que sabía esconderse siempre astutamente de la acusación.

Confesionario en el Convento de San Clemente

Unos culpaban a su padre por no haber sabido educar a su hijo con férrea mano; otros a la justicia por no acabar de una vez por todas con las impertinencias del libertino joven. En lo que todos coincidían era en afirmar que el alma de don Gonzalo era posesión del diablo, y que gran parte de las riquezas del pobre don Ángel habían pasado a engrosar las arcas de la justicia a causa de los vandálicos actos de su hijo.

Una mañana de Jueves Santo don Ángel salió de su casa y acudió a la Catedral con el fin de cumplir piadosos deberes, buscando confesión y deseando pedir al confesor consejos para encauzar la conducta de su hijo, que tantos disgustos le estaba acarreando.

Por las naves del templo serpenteaban largas filas de devotos, que aguardaban con impaciencia su turno en los escasos confesionarios que se hallaban atendidos por sacerdotes. Pero la inminente celebración de los oficios propiciaría la suspensión de las confesiones.

Este hecho hizo titubear a don Ángel, pero alzando la vista advirtió que junto a la puerta del Perdón existía un confesionario vacío en el que creyó ver como se adentraba una figura vestida con sotana. Sin dudarlo un instante se acercó al confesionario y permaneció allí postrado durante varios minutos.

Cuando lo abandonó su rostro estaba pálido, gruesas gotas de sudor brotaban de su frente y su cuerpo temblaba.

Tras él, al ver que se hallaba ocupado el confesionario, ya se habían alineado numerosos fieles. Cuando se marchó don Ángel se acercó una mujer, que a los pocos segundos se volvió a los presentes diciendo con indignación:

¡Ver para creer!. Hay hombres que no respetan ni lo más sagrado. Nos ha engañado para reírse. ¡Que Dios le perdone!.

Dentro del confesionario no había nadie…

Al amanecer del Viernes Santo don Gonzalo fue asesinado en su lecho. Todas las pruebas acusaban claramente a su padre, pero éste se defendió argumentando que el confesor le había aconsejado quitar la vida a su hijo para evitar así que continuara con su libertina vida.

Acudieron presurosos los alguaciles a tomar declaración al supuesto sacerdote, y se encontraron con que el responsable de aquel confesionario se hallaba en cama desde hacía un mes a causa de unas extrañas y fuertes fiebres.

A ello se añadió la declaración de varios fieles que aseguraron haber sido engañados por don Ángel, haciéndoles creer que un confesionario vacío estaba siendo atendido por un sacerdote.

Don Ángel, que se mantenía firme en su palabra, fue encarcelado y ejecutado poco tiempo después.

A los pocos días del suceso corrió por toda la ciudad el rumor de que un empleado de la Catedral percibió un fuerte olor a azufre y otros aromas infernales mientras confesaba don Ángel. Encendiéndose las fantasías se extendió por Toledo la noticia de que el diablo en persona era quien había confesado a don Ángel para llevarse la pecadora alma de su hijo, y con ella la del padre que dejó de ser santa con aquel acto.

Para evitar más habladurías las autoridades catedralicias decidieron volver el confesionario contra el muro. Y así seguiría si no fuera porque manos imprudentes lo tornaron a su posición original, aún a pesar del riesgo que corre cada alma arrepentido que allí acuda en busca de consejo…

Sobre relato de Leopoldo Aguilar de Mera. Revista Toledo nº 152. 1920

El Pozo Amargo

Cuando en Tolaitola se aglutinaban las tres grandes religiones, existía un palacete en las proximidades de la Mezquita Mayor donde tenía su residencia Leví, uno de los judíos más ricos y conocidos de la ciudad. La fama de Leví no se debía exclusivamente a sus riquezas, sino también al odio manifiesto y desmesurado que sentía hacia los cristianos y todo lo relacionado con ellos. El judío era fanático de la ley de Moisés, y detestaba a los cristianos al considerarles los principales enemigos de su religión.

El Pozo Amargo en la actualidad

Pero dentro del corazón del hebreo existía un hueco para el más puro de los sentimientos. Ese hueco estaba ocupado por su hija Raquel, de sólo dieciséis años, que era el punto débil de Leví. Raquel se había criado únicamente con el amor paterno, pues su madre había fallecido al poco de su nacimiento, por lo que sólo conocía el amor de su padre que vivía por y para ella. Pero he aquí que la joven descubrió que en su corazón había espacio para otro sentimiento que ni siquiera había imaginado. Y es que poco tiempo atrás, cierto día de primavera, se había enamorado perdidamente de un caballero que paseaba frecuentemente bajo su ajimez. Raquel, que no guardaba secretos con su padre, no se atrevió a decírselo, posiblemente por temor a ser reprendida.

Apenas pasaron unas semanas de esto cuando llegó al palacio de Leví un viejo amigo de la familia, que había estado presente durante el nacimiento de Raquel y la amaba como si de su propia hija se tratara. Rubén, que así se llamaba el recién llegado, encontró a Leví inmerso en la lectura del Talmud, pero éste interrumpió su lectura cuando vio aparecer a su amigo.

¡Querido Rubén! –exclamó-. ¿Qué es lo que te trae por mi casa?.

Me temo, Leví –dijo-, que no soy portador de buenas noticias, pero prefiero decírtelo yo personalmente antes de que te enteres por otros medios.

Me estás asustando, viejo amigo. ¿De qué se trata?.

De tu hija.

¿De Raquel?.

Rubén asintió con la cabeza dudando si continuar, pero Leví preguntó con inquietud y el rostro desencajado:

¿Qué es lo que ocurre, Rubén?. ¿Qué pasa con mi hija?.

¿No has notado ningún cambio en ella últimamente?.

El excitado padre quedó pensativo, y enseguida contestó a la pregunta de Rubén.

Pues ahora que lo dices sí. Hace unas semanas que no es la misma. Se ha convertido en una mujer y parece no tener la misma confianza en mí que cuando era una niña. Apenas tiene apetito, y se pasa la mayor parte del día encerrada en su alcoba suspirando.

¿Y eso no te dice nada?.

Leví miró a su amigo, y sin saber qué contestar se encogió de hombros.

Yo te diré –continuó Rubén- qué es lo que le ocurre a tu hija. Se llama amor. Gracias a fuentes de toda confianza sé que Raquel está viéndose a escondidas con un joven del que dicen está enamorada.

Una cuchillada directamente en el corazón de Leví no le hubiera causado tanto daño como las palabras de su amigo. El protector padre todavía veía a su hija como una niña indefensa, y la idea de verla en brazos de otro hombre le rompió el corazón. Las palabras de Rubén podían ser más que probables, pues supondría una explicación razonable al repentino cambio en la conducta de Raquel. Tratando de no aparentar tristeza, y con un nudo en la garganta, contestó:

Pues si mi hija desea unir su vida a la de otro hombre no seré yo quien se oponga, pues Yahvé llenará el vacío que deje la ausencia de mi hija con la alegría de nietos que harán mi vejez más llevadera.

Según decía estas últimas palabras no pudo contener las lágrimas, porque sabía que jamás volvería a tener en su regazo a aquella niña que era toda su vida. Pero la felicidad de su hija estaba en juego, y la dicha de la niña estaba por encima de su egoísmo paternal. Pero Rubén, cuyo rostro había permanecido imperturbable, añadió:

No te he contado todo, pues aún te queda por conocer la parte más horrible.

El rostro de Leví volvió a desencajarse de nuevo, y sin fuerzas para hablar dirigió una mirada a Rubén, como si le rogara que continuase.

Me duele tener que decírtelo con franqueza, pero el hombre del que se ha enamorado tu hija no es digno de ella.

Leví, que apenas pudo hablar con un hilo de voz, preguntó de forma casi ininteligible:

¿De quién se trata?.

De un cristiano –contestó Rubén seca y enérgicamente-.

La tristeza del padre se tornó en una rabia contenida a duras penas, y entre exacerbados aspavientos comenzó a recorrer la habitación de un extremo a otro.

¡Un cristiano! –gritaba-. ¡Dime, Rubén, cuéntame todo lo que sepas!.

Realmente no es gran cosa lo que conozco. Dicen que por la noche, cuando se han apagado las luces de tu aposento, salta la tapia de tu palacio un joven adorador del crucificado. Una vez superada la tapia se dirige al pozo del jardín, donde al poco tiempo llega Raquel para reunirse con él durante largo tiempo. Cuando amenazan los primeros rayos de sol se funden en un apasionado abrazo, y después el joven se marcha por el mismo lugar que ha llegado.

¿Y qué más?.

Eso es todo cuanto sé.

Gracias Rubén, es suficiente. Hubiera dado todo cuanto tengo para no haber oído lo que me has contado, pero más vale conocer la verdad que vivir en mentira. Ahora siéntate junto a mí y escucha cómo voy a resolver este desafortunado asunto.

La noche era casi cerrada cuando Rubén abandonó el palacio despidiéndose afectuosamente de Leví. La puerta se cerró tras él con un golpe seco y un espeso manto de nubes ocultaba el firmamento. Una densa niebla comenzó a propagarse por el jardín de Leví, acompañada de un inquietante silencio que creaba un ambiente tenebroso, como presagio de algún funesto suceso. Aprovechando el refugio que facilitaba la niebla avanzaba una figura por el jardín, deteniéndose tras unos arbustos existentes junto al pozo. Era el viejo judío, quien alertado había decidido comprobar por sí mismo si era verdad cuanto le habían contado. Una vez en su escondite murmuró entre dientes:

Desde aquí veré llegar al infame que quiere arrebatarme a mi hija. Le daré su merecido y recuperaré el corazón de mi hija, que me acompañó en mis largas horas de soledad.

Apenas llevaba allí unos minutos cuando escuchó sonido de pasos que se acercaban tras la tapia. Al poco un joven saltó sobre ella y se dejó caer suavemente sobre el húmedo césped. Con paso firme y decidido se dirigió al lugar donde se hallaba oculto el viejo israelita. Cuando se hallaba a apenas un par de metros de Leví saltó éste sobre él, y comenzó entre ambos una lucha feroz y breve. Feroz porque los dos contendientes ponían todas sus energías, y breve porque un puñal de reluciente hoja penetró violentamente en uno de los cuerpos. Luego se oyó un débil lamento, y el joven amante cayó pesadamente a tierra.

¡Muere, perro cristiano!. ¡Vete allí donde no puedas entrometerte entre el amor de un padre con su hija!.

En esto se oyó el sonido de una puerta que se abría, y Leví, no queriendo ser descubierto por su hija, volvió a su escondite. La enamorada joven acudía ilusionada a reunirse con su amante, al que había oído saltar la tapia. Pero cuando llegó al lugar acostumbrado comprobó horrorizada que su amante clandestino yacía en el suelo con el puñal de su padre incrustado en el pecho. Comprendiéndolo todo dio un grito de terror, y se lanzó al suelo abrazando entre sollozos el cuerpo sin vida de aquel hombre que le había enseñado a amar.

Leví, que había visto conmovido la reacción de su hija, salió de su escondite y se acercó a la joven con intención de consolarla, pero ésta se levantó impulsivamente y dirigió a su padre una mirada llena de odio y rencor. No dijo una palabra, volvió a inclinarse sobre el cadáver de su enamorado y comenzó a dar sonoras carcajadas. La pobre niña había enloquecido a causa de la impresión.

Desde aquel día no volvió a sonreír la joven hebrea, cuya vida se volvió triste y solitaria. Acostumbraba a bajar al jardín todos los días a la misma hora en que se reunía con su amante desaparecido sin que nadie se lo impidiera, e inclinada sobre el pozo vertía en sus cristalinas aguas todas sus lágrimas. Una noche la desdichada joven no soportó más la amargura, y creyendo oír la voz de su amado en el fondo del pozo se arrojó al fondo para reunirse con él.

Al día siguiente los sirvientes de Leví rescataron del pozo, ya sin vida, el cuerpo de la desconsolada Raquel.

Ya no quedan restos de aquel palacio, pero sí el pozo al que los toledanos conocen hoy en día como “El pozo amargo”. Aseguran que sus aguas se volvieron así a causa de la cantidad de lágrimas que la infeliz judía derramó sobre ellas.

Sobre relato de Eugenio de Olavaría y Huarte en “Tradiciones del Toledo”. Ed. Zocodover.

 

Marcia y la Leyenda del Río

(Sobre relato de Antonio Delgado)

La historia narrada aconteció a mediados del siglo II d.C., cuando Toletum era una ciudad sometida al Imperio Romano y a sus costumbres. Aquellos días eran de grandes celebraciones, no en vano un hispano-romano había sido elegido para ocupar el trono, y los ciudadanos de su tierra se alegraban realmente. Las calles estaban bellamente engalanadas para la ocasión, la algarabía lo cubría todo y un inmenso gentío se dirigía hacia el Circo, donde se preparaba el plato fuerte de la fiesta.

El impresionante recinto estaba acostumbrado a cobijar eventos multitudinarios, pero en esta ocasión sus numerosas puertas eran insuficientes para dar rápido y fácil acceso a la densa multitud.

Ruinas actuales del Circo Romano

El espectáculo comienza con un desfile en el que participan todos los aurigas realizando ofrendas a los dioses, pretendiendo tal vez con ello lograr su beneplácito para las carreras. Entre todos los aurigas destacaba el joven Fulvio, cuya fama de invencible sólo era superada por la rapidez con que logró ascender, años atrás, en las legiones del César. Cansado de duras batallas, y licenciado con honores de héroe, había decidido establecerse en la imperial Toletum como profesor de equitación al servicio de Marcia.

Ésta era una joven patricia cuya fama se había extendido por todo el imperio por dos motivos: primero por su belleza sin par, y segundo por la enorme fortuna que había heredado de su padre, entre la que destacaban las cuadras repletas de caballos campeones. Cuando Marcia supo de la presencia de Fulvio en Toletum no dudó en buscarle para ponerle al frente de su cuadra, e incluso le regaló los cuatro espectaculares caballos blancos con los que Fulvio había ganado todas sus carreras.

Mientras los gladiadores se batían en la arena, Fulvio no podía ocultar su nerviosismo, pues en esta carrera se jugaba más de lo habitual. No sólo se había apostado sus caballos y sus escasos bienes, sino también su corazón, porque tras un corto período en las cuadras de Marcia se había enamorado de ella, y esta sólo le aceptaría si lograba vencer en la carrera. El joven auriga no lograba escapar de la presión a la que se encontraba sometido, sobre todo atormentado por el recuerdo de una escena ocurrida la noche anterior en la casa de la joven patricia. El motivo de su tormento fue la presencia esa noche de un antiguo amor de Marcia, que había llegado recientemente desde Roma.

Fulvio era capaz de controlar los caballos más rebeldes, pero era incapaz de controlar su propio corazón, dominado por los celos. A pesar de haber luchado en las más duras batallas no estaba acostumbrado a luchar por el amor de una mujer, por lo que ante ella se mostraba tímido y apocado.

Los más de quince mil espectadores rompieron en ensordecedor estruendo cuando las trompetas anunciaban el inicio de la carrera más importante, y sólo en ese momento logró nuestro joven héroe liberarse de sus atormentadores pensamientos. Todos los competidores se habían alineado en la salida, y el representante de Roma que dirigía los juegos dio la señal de salida. No tardó Fulvio en ponerse a la cabeza con sus cuatro corceles blancos, haciendo una demostración de su superioridad sobre el resto. Sólo habían transcurrido tres vueltas y el resto de cuadrigas se hallaban ya a una distancia considerable. Con poco que mantuviera el ritmo en las cuatro vueltas restantes sería el seguro vencedor de la carrera. Pero he aquí que, facilitado por su gran ventaja, pudo nuestro protagonista dirigir una mirada al palco que ocupaba habitualmente Marcia.

Una nube de ira nubló sus ojos, y un puñal de celos atravesó su corazón, cuando pudo comprobar que Marcia se hallaba acompañada de su antiguo amor, quien le cogía las manos, y sin prestar la más mínima atención a lo que ocurría en la arena. Cegado por la dura escena Fulvio perdió el control de sus caballos, y éstos a punto estuvieron de colisionar con la espiga central. Cuando se reincorporó a la carrera ya le habían sobrepasado media docena de cuadrigas, y difícilmente las hubiese alcanzado si no se hubieran visto envueltas en un accidente que ralentizó su marcha. La fortuna no quiso ser cruel dos veces el mismo día con el desdichado jinete, que logró de nuevo ponerse a la cabeza de la carrera.

Cuando se han cumplido seis vueltas, y sólo queda una para el final, Fulvio va en primer lugar seguido muy de cerca por otros aurigas, pues no logra poner en esta carrera la atención de otras ocasiones. Al llegar a la recta final y al pasar junto al palco de Marcia duda si mirar o no, y cuando se decide a hacerlo sus ojos se humedecen al comprobar que el palco se encuentra vacío, sin la presencia de su amada y el nuevo acompañante.

La carrera termina entre atronadoras ovaciones, y el vencedor es coronado con laurel atravesando la puerta triunfal. Pero esta vez no es Fulvio el coronado. Herido en el alma y hundido ni siquiera ha podido cruzar la meta, y se ha quedado detenido ante el palco de Marcia.

Despechado y arruinado el desdichado Fulvio no sabe que será de él. Ha perdido todo cuanto tenía, incluso después de lo ocurrido no se atrevía a pisar el suelo de la casa de Marcia, y el desengaño amoroso le ha calado tanto que se siente indefenso y sin fuerzas para rehacer su vida. Cabizbajo, abandona el Circo, sin conocer exactamente a donde dirigir sus pasos, lo único que desea es estar sólo para llorar sus penas.

Cuando va a cruzar el río se detiene en el puente, y apoyado en el pretil logra ver su triste reflejo en las cristalinas aguas. Mirando su imagen sobre las ondas de las tranquilas aguas comienza a pensar en lo que el destino le depara. ¿Qué hará ahora?. Sólo sabía manejar caballos, y se vería obligado a trabajar duramente para mantener una vida que no le resultaría agradable. Al contrario; su vida se convertiría en una carga insoportable. ¿No sería mejor acabar con ella?. Angustiado, optó el desdichado auriga por la más amarga decisión, y se subió al pretil dispuesto a poner fin a su vida en el fondo de las apacibles aguas. Pero he aquí que cuando tomaba impulso para saltar al caudaloso Tajo unas manos tiraron firmemente de él arrojándole al pavimento del puente.

Encorajinado se revolvió Fulvio, encontrándose cara a cara con un anciano, quien hubiera recibido su merecido del fracasado suicida a no ser por su avanzada edad. Enojado, le increpó:

-¿Por qué me entorpeces?. ¿Quién te has creído para entrometerte en asuntos ajenos?.

A lo que respondió prudentemente el anciano:

¿Acaso no es lícito detener al demente antes de que cometa desatinos?.

¡Yo no estoy loco! –respondió Fulvio-. He perdido todo cuanto tenía. Todo menos la vida. Y como a mí me pertenece, y no la deseo… ¡He decidido prescindir de ella!.

Está claro que sí estás loco –insistió el anciano-. ¿Acaso puedes demostrarme que tu vida te pertenece?. ¿Cuándo la has ganado o dónde la has comprado?. Mereces compasión y desprecio por tu cobardía.

Fulvio inclinó avergonzado la cabeza, pero pronto reaccionó dando un fuerte puñetazo en el pretil y exclamando:

Tú lo has dicho, soy un cobarde. No sé soportar la humillación de la derrota, y el único premio o castigo a mi falta de hombría será arrebatarme la vida a mí mismo. Pero he de advertirte que la única culpable de todos mis males es una mujer.

Si fueses honesto no culparías a nadie de tus males. Y si cometes la locura que tramas sólo servirá para que esa mujer se mofe de ti, creyéndose imprescindible para tu vida.

Esa mujer ha arruinado mi corazón, y las apuestas me han despojado de mi fortuna. Ya no me quedan fuerzas para rehacer ésta, y mucho menos ánimos para curar aquel.

Hablas como un chiquillo mimado. ¿No sabes que el mejor acero se fortalece a base de golpes, llegando a tener incluso mejor temple que el martillo que le golpeó?. Aprovechando el lugar donde nos encontramos voy a contarte la leyenda del río que corre bajo nuestros pies.

El anciano se recostó sobre el pretil, y comenzó su historia:

Hace millones de años nació en las altas montañas un torrente caudaloso que comenzó a trazar el camino de su existencia por los más dulces valles. Cruzaba con ambición extensas tierras tomando las aguas de cuantos arroyos encontraba a su paso. Pero cierto día una montaña se interpuso en su camino y ofendió su orgullo llamándole esclavo de los valles. El río quiso vengarse, y arremetiendo contra la montaña sólo pudo deshacerse en espumas mientras la roca se mofaba de él. Pero el río no cesó en su empeño. Rehizo sus fuerzas acumulando energía y arremetió violentamente contra su adversario. La colisión fue titánica y un potente estruendo pudo oírse en varias leguas a la redonda. La fuerza de las aguas era mayor que la de los truenos, y se oyó un grito de dolor lanzado por la montaña, mientras el río se apoderaba del peñón donde hoy se alza Toletum. En recuerdo de aquella hazaña el río recibió el nombre de Tajo, fortaleciendo con su espíritu las espadas que en él se bañan para recibir temple.

El anciano calló un instante, como queriendo extraer conclusiones a su propia historia, y al instante continuó, diciendo:

¿Por qué no sigues el ejemplo del río?. Has perdido esta carrera, pero eres insultantemente joven y te quedan muchas carreras en tu vida para poder ganar.

Tienes razón, desconocido amigo –recapacitó Fulvio-. Aún soy demasiado joven y me queda toda la vida por delante. Pero, ¿dónde?. No poseo nada, y sólo podré subsistir si me vendo como esclavo o pido limosna. Pero mi orgullo no acepta esto.

No es preciso que llegues hasta tal punto –le respondió el vetusto desconocido-. Cerca de aquí está la posada donde me albergo. Allí están las caballerías con las que comercio, y al amanecer partimos para Emérita Augusta. ¡Vente con nosotros!. Allí puedes recobrar tu fortuna corriendo en el Circo con mis caballos. ¡Ánimo, decídete!.

Fulvio miró por última vez las brillantes aguas del Tajo y se alejó del pretil. Después se colocó bien la arrugada toga y comenzó a caminar hacia la posada abrazado a su nuevo amigo.

Los sonoros pasos de los caminantes se fueron apagando lentamente, y cuando la silueta de ambos se perdió en el horizonte quedó solo el murmullo amenazante del río, surcando la sima que abrió muchos años atrás.

Sobre relato de: Delgado, Antonio: Leyendas de la ciudad del Tajo. Gómez Menor. Toledo, 1946.

Necrópolis en el Paseo de los Canónigos

En el Paseo de los Canónigos, junto al cuartel de la Policía Local de Toledo, se han encontrado recientemente al menos una treintena de sepulturas de época islámica. Posiblemente pertenezcan a la ya conocida necrópolis del Circo Romano, datada entre los siglos VIII-XI.
A finales de la década de los 90, tras la última intervención importante realizada en la parte del Circo Romano ocupada actualmente por el Parque Escolar, salieron a la luz numerosos enterramientos de características muy parecidas, sin que apenas quedara constancia de ello. Por eso, la aparición de esta noticia recientemente en algunos medios locales, me ha animado a acercarme a la zona y poder contemplar directamente dicho descubrimiento, e intentar poder captar algunas imágenes con mi cámara.
Intentando no molestar al equipo de arqueólogos que con esmero se afanaban en recuperar los restos encontrados, he podido tomar desde el exterior algunas fotografías de este interesante descubrimiento.