El Diablo Confesor
Don Ángel Arellano era un peculiar personaje de mísero aspecto, nariz aguileña, ojos oscuros y frondoso mostacho que tenía su morada en una lúgubre casona de la calle de San Pedro.
A pesar de su descuidado aspecto don Ángel era conocido en todo Toledo sobre todo por su generosidad, sabiduría, prudencia y paciencia a prueba de todas las adversidades de la vida.
Si en toda la ciudad era conocida la bondad de don Ángel también lo era la maldad de don Gonzalo, su único hijo. Eran innumerables las doncellas a las que el malvado Gonzalo había humillado con falsas promesas, numerosos los alguaciles que conocían sus andanzas, y cuantiosas las ocasiones en que sus fechorías habían finalizado en el calabozo. Calumnias alzadas contra inocentes mujeres, piadosas imágenes con bigotes pintarrajeados, roedores liberados para alboroto de ancianas beatas en su momento de mayor recogimiento, infamantes rótulos que un amanecer sí y otro también aparecían en las portadas de los conventos… Todo ello era obra de la malvada pero hábil mano de don Gonzalo, que sabía esconderse siempre astutamente de la acusación.
Unos culpaban a su padre por no haber sabido educar a su hijo con férrea mano; otros a la justicia por no acabar de una vez por todas con las impertinencias del libertino joven. En lo que todos coincidían era en afirmar que el alma de don Gonzalo era posesión del diablo, y que gran parte de las riquezas del pobre don Ángel habían pasado a engrosar las arcas de la justicia a causa de los vandálicos actos de su hijo.
Una mañana de Jueves Santo don Ángel salió de su casa y acudió a la Catedral con el fin de cumplir piadosos deberes, buscando confesión y deseando pedir al confesor consejos para encauzar la conducta de su hijo, que tantos disgustos le estaba acarreando.
Por las naves del templo serpenteaban largas filas de devotos, que aguardaban con impaciencia su turno en los escasos confesionarios que se hallaban atendidos por sacerdotes. Pero la inminente celebración de los oficios propiciaría la suspensión de las confesiones.
Este hecho hizo titubear a don Ángel, pero alzando la vista advirtió que junto a la puerta del Perdón existía un confesionario vacío en el que creyó ver como se adentraba una figura vestida con sotana. Sin dudarlo un instante se acercó al confesionario y permaneció allí postrado durante varios minutos.
Cuando lo abandonó su rostro estaba pálido, gruesas gotas de sudor brotaban de su frente y su cuerpo temblaba.
Tras él, al ver que se hallaba ocupado el confesionario, ya se habían alineado numerosos fieles. Cuando se marchó don Ángel se acercó una mujer, que a los pocos segundos se volvió a los presentes diciendo con indignación:
–¡Ver para creer!. Hay hombres que no respetan ni lo más sagrado. Nos ha engañado para reírse. ¡Que Dios le perdone!.
Dentro del confesionario no había nadie…
Al amanecer del Viernes Santo don Gonzalo fue asesinado en su lecho. Todas las pruebas acusaban claramente a su padre, pero éste se defendió argumentando que el confesor le había aconsejado quitar la vida a su hijo para evitar así que continuara con su libertina vida.
Acudieron presurosos los alguaciles a tomar declaración al supuesto sacerdote, y se encontraron con que el responsable de aquel confesionario se hallaba en cama desde hacía un mes a causa de unas extrañas y fuertes fiebres.
A ello se añadió la declaración de varios fieles que aseguraron haber sido engañados por don Ángel, haciéndoles creer que un confesionario vacío estaba siendo atendido por un sacerdote.
Don Ángel, que se mantenía firme en su palabra, fue encarcelado y ejecutado poco tiempo después.
A los pocos días del suceso corrió por toda la ciudad el rumor de que un empleado de la Catedral percibió un fuerte olor a azufre y otros aromas infernales mientras confesaba don Ángel. Encendiéndose las fantasías se extendió por Toledo la noticia de que el diablo en persona era quien había confesado a don Ángel para llevarse la pecadora alma de su hijo, y con ella la del padre que dejó de ser santa con aquel acto.
Para evitar más habladurías las autoridades catedralicias decidieron volver el confesionario contra el muro. Y así seguiría si no fuera porque manos imprudentes lo tornaron a su posición original, aún a pesar del riesgo que corre cada alma arrepentido que allí acuda en busca de consejo…
Sobre relato de Leopoldo Aguilar de Mera. Revista Toledo nº 152. 1920
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