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Petición Concedida

Afirman muchos historiadores de la ciudad de Toledo que, en época de San Ildefonso, existía un pequeño beaterio muy próximo al oratorio de Santa Leocadia, en el lugar hoy ocupado por el monasterio de Santo Domingo “el Antiguo”. Son escasos los datos que han llegado hasta nuestros días, por lo que todo lo que podamos contar del cenobio se basa en conjeturas. Lo único que parece cierto es que Alfonso VI, tras reconquistar la ciudad, mandó construir el nuevo monasterio, posiblemente sobre las ruinas de uno ya existente.

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Actual convento de Santo Domingo el Antiguo

Una de las leyendas más antiguas de Toledo afirma que, cuando los árabes se hicieron con la ciudad, las monjas tenían el temor de que los nuevos dominadores no respetaran ni al convento ni a sus moradoras. Por ello rogaron piadosamente a Dios que el convento fuera engullido por la tierra con ellas dentro. Y afirma la leyenda que el Altísimo les concedió lo que pedían.

 Según varios testigos, en el preciso momento en el que los musulmanes cruzaban la muralla toledana por primera vez, el modesto convento se derrumbó estrepitosamente, sepultando bajo sus escombros a las infortunadas religiosas. De esta forma el Cielo otorgó a las religiosas el favor que con tanto ahínco habían pedido.

(Sobre relato de Ángel Santos y Emilio Vaquero)

El Baño de la Cava

A escasos metros del puente de San Martín, a la orilla derecha del Tajo, podemos contemplar los restos de lo que se viene denominando desde hace siglos como “El Baño de la Cava”. Numerosos y eruditos investigadores han tratado de dar respuesta a este enigma arqueológico, afirmando que se trata del estribo de un antiguo puente, anterior al de San Martín, que cruzaba el río en otra época. Otros afirman que se trata de un pequeño embarcadero donde se amarraban las barcas que navegaban por el Tajo. Pero otros aseguran, sin que haya podido desmentirse su versión, que nos hallamos ante los restos del palacio del conde don Julián, dando pie a la célebre leyenda.

Si Rodrigo ha pasado a los anales de la historia no ha sido sólo por ser el último rey visigodo, sino también por ser el más ruin y mezquino de todos ellos. Buena cuenta de ello da el suceso acontecido a finales de su reinado.

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Cuentan que andaba cierto día el vil rey por las afueras de la ciudad, reflexionando sobre la manera de repeler al enemigo musulmán que trataba de cruzar el estrecho de Gibraltar para invadir la Península. Rodrigo había malgastado su reinado entregado al libertinaje y desentendiéndose de los asuntos de la corona. Ahora, ante la amenaza del invasor africano, se vería la verdadera magnitud de la negligencia del noble godo, quien para nada se hallaba arrepentido de su proceder pasado. Lo único que le preocupaba era pasar a la historia como el rey bajo cuyo mandato expiró el reinado de un pueblo próspero.

Cruzaba el puente de entrada a la ciudad, absorto en sus pensamientos, cuando una escena vino a sacarle de su trance. Entre las armónicas ondas del cristalino río, junto al palacio del conde don Julián, se adivinaba la perfecta silueta de una hermosa jovencita que hasta entonces había escapado a la vista del monarca. Florinda, que así se llamaba lo joven hija del conde, se bañaba confiada como cada mañana, protegida por los leales soldados de su padre y ajena a miradas extrañas. Pronto el caprichoso Rodrigo quiso añadir la joven a su sucio botín de damas mancilladas, y movido por tan cruel impulso enseguida se dirigió a los guardianes del puente, con la finalidad de recabar la mayor cantidad de información posible. Pronto supo el nombre y la identidad de la dama, así como su costumbre de acudir todos los días a la misma hora a darse un baño en el mismo lugar. El prudente conde don Julián ocultaba a su hija de los varones de un reino corrompido, y cada vez que ésta salía del palacio lo hacía acompañada por un buen número de fieles soldados del sobresaliente conde.

Apenas habían pasado unos días desde que el sucio monarca puso sus ojos en Florinda cuando ya había urdido un malévolo plan para tratar de conseguirla. Bajo el pretexto de la inminente invasión sarracena convocó en su palacio a la totalidad de la nobleza toledana, alertándoles sobre el grave peligro que corría el reino si no se emprendía alguna acción con prontitud.

Os he hecho reunir –dijo el rey-, porque nuestro reino se encuentra en grave peligro ante la amenaza del invasor africano. Necesito voluntarios para partir de inmediato al sur y hacer frente a esta amenaza.

No necesitó el malvado Rodrigo decir más. En apenas unos instantes ya se habían ofrecido más de una decena de nobles para encabezar el ejército visigodo en la previsible batalla. Pero entre los voluntarios no se hallaba el conde don Julián, quien se hallaba expectante a todo cuanto se decidía. El astuto rey, viendo peligrar sus planes, se dirigió al noble diciéndole:

No sabía, conde, que tras largos años de servicio a vuestro pueblo os habíais vuelto cobarde con la edad. ¿Es que acaso no queréis prestar a vuestro pueblo el auxilio que le es tan necesario?.

Sabed majestad –contestó el íntegro caballero-, que si no me ofrezco para tan digna misión no es por cobardía ni deslealtad, sino porque responsable de una joven hija me veo obligado a permanecer a su lado para protegerla de todo peligro.

Pues si ese es vuestro impedimento no os preocupéis. Vuestra hija podrá permanecer en mi palacio al servicio de la reina hasta vuestro regreso, y sin duda aquí gozará de mayor protección que en cualquier otro lugar.

No pudo el fiel conde negarse al ofrecimiento de su infame señor, quien sonreía al ver progresar sus planes de la forma esperada. Al día siguiente partió hacia el sur un poderoso ejército encabezado por los más valientes nobles del reino, entre los que destacaba el bizarro don Julián, cuya hija había quedado bajo el dudoso protectorado de Rodrigo.

Pronto comenzó la inocente Florinda a sentirse acosada por el caprichoso rey, que quedó frustrado al verse rechazado una y otra vez. Y es que Florinda, a la vez que inocente, era sensata y evitaba sutilmente quedarse a solas con el despiadado Rodrigo. Pero a éste parecía que no le importaban los continuos rechazos de la dama, ni siquiera las reprimendas de Egilona, su mujer, y constantemente importunaba a Florinda con deshonestas proposiciones. La joven, hastiada del acoso a que se veía sometida, aseguró un día a su perseguidor:

Señor, podéis tomarme como esclava si queréis, pero nada más, porque nunca me entregaré a vos.

Pero Rodrigo era tan caprichoso como orgulloso e insistente. Sus caprichos se convertían en leyes, y las leyes se habían dictado bajo sus caprichos. Por eso un día organizó un multitudinario festejo en honor de Florinda, haciendo ostentación de su poder. Para mayor humillación el festejo se celebraría en el palacio del conde don Julián, concretamente en el lugar junto al Tajo donde el monarca había visto por primera vez a la inmaculada adolescente. El lugar se había preparado para el evento con la colocación de enormes tablados y mesas para el recibimiento de los más de veinte mil invitados. Cuando todo estaba preparado el rey llamó a Florinda, y mostrándole todos los preparativos le dijo:

Todo esto lo he hecho para demostrarte mi verdadero poder. Mañana se concentrarán aquí más de veinte mil invitados dispuestos a rendirte honor si aceptas entregarte a mí.

Pero la candorosa chica le respondió:

Señor, ya os he dicho varias veces que no me entregaré jamás a vos. Os ruego que desistáis de vuestro capricho, que probablemente sea pasajero, y no pongáis en peligro el reino a consecuencia de una fantasía innecesaria.

¿Pretende una mocosa como tú decirme lo que debo o no debo hacer?. Mañana caerás rendida a mis pies, pues te dedicaré el festejo y haré que todos te admiren y me envidien por poseerte.

Pero he aquí que la providencia no quiso que se celebrara el evento, pues esa noche el Tajo, enojado por los sucios deseos del indigno Rodrigo, se salió de su cauce para arrasar todo cuanto se hallaba dispuesto para la fiesta.

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Enrabietado el rey ante tal imprevisto trasladó la fiesta a su palacio, al que sólo fueron invitados los nobles presentes de mayor influencia. El bochornoso espectáculo fue lamentable, y las cantidades de alcohol ingeridas desmesuradas. El embriagado Rodrigo cayó sobre la pura Florinda para deshonrarla, mientras sus súbditos se convertían en cómplices del deshonor al aprobar el deplorable acto con sus aplausos y vítores.

La ultrajada Florinda huyó al día siguiente del palacio ayudada por un viejo servidor suyo, dirigiéndose desconsolada en busca de su padre. Cuando le encontró cayó a sus pies, herida de muerte en el alma, arrepentida de una falta que jamás cometió. Don Julián, cegado por una comprensible ira, unió sus fuerzas a las del invasor sarraceno, y gracias a la ayuda del conde los musulmanes accedieron a la Península haciéndose con el territorio visigodo en breve espacio de tiempo. Don Julián sació su sed de venganza en poco tiempo, cuando pudo arrebatarle la vida al sucio Rodrigo con sus propias manos, aunque la afrenta ya estaba hecha.

Nunca más se supo de la pobre Florinda, a la que el pueblo apodo injustamente “La Cava”, al considerarla la mayor culpable de causar la invasión musulmana. No se sabe dónde se refugió, ni cuando murió. Pero los románticos amantes de las leyendas aseguran que cada noche, cuando la luna refleja su brillo en las aguas del Tajo, se distingue la figura de una joven que dirige una triste mirada al lugar donde se levantaba el palacio del leal conde don Julián.

(Sobre relato de Antonio Delgado)

La Dama de los Ojos sin Brilo

Leyenda tradicional sobre relato de Rafael Carrasco

El increíble relato referido a continuación ocurrió poco tiempo después de que Felipe II le arrebatara la Corte a Toledo, cuando el hecho de celebrar un festejo se convirtió en algo inusual y que por tanto reunía a gran número de

Por entonces dieron ciertos condes, cuyo nombre no alcanza desgraciadamente mi memoria, un suntuosos festín con motivo de la visita a la ciudad de cierto personaje de sangre real. Los asistentes al evento difícilmente podrían olvidarlo, no sólo por el buen gusto con el que los anfitriones habían agasajado a sus invitados, sino por la variedad de personajes de alta alcurnia allí congregados.

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Uno de los que más llamaban la atención era don Luis Álvarez, encargado personal de las finanzas del monarca y su hombre de confianza. Andaba el altivo joven deambulando de un lado a otro del salón, revoloteando entre las damas como una abeja de flor en flor, cuando su mirada fue a centrarse en una misteriosa y bella damita que al contrario de las demás se agazapaba en un rincón como ajena a la fiesta. No pudo don Luis contener su curiosidad, extrañado de la actitud de la joven, y sin dudarlo se dirigió al lugar donde se encontraba. Llegando a su lado, y extendiendo su mano galantemente, dijo:

– ¿Cómo es posible que una flor tan bella prefiera estar apartada del jardín?. ¿Me darás el placer de concederme este baile?.

La joven no contestó, pero en cambio tomó la mano del caballero acompañándole al centro de la sala aceptando así la invitación al baile.

– ¿Cómo te llamas?. ¿Eres de Toledo? –preguntó él, pero la dama parecía no darse por aludida, haciendo oídos sordos a las preguntas de su pareja de baile.

Cuando acabó la pieza, la misteriosa joven se deslizó de los brazos del caballero haciendo ademán de abandonar el salón. Don Luis, más intrigado todavía, optó por acompañarla, descendiendo juntos la corta escalinata de mármol que conducía a la calle. Una vez allí preguntó él educadamente:

– ¿Me permites que te acompañe hasta tu casa?.

Pero la dama, como en las ocasiones precedentes, sólo dio el silencio por respuesta. Ignorando las palabras de su educado acompañante comenzó a caminar calle abajo, y don Luis, aturdido, decidió acompañarla en silencio. Apenas habían dado unos pasos cuando ella, con un susurro ronco y extraño, dijo:

– ¡Qué frío!.

No hizo falta que dijera más para que el cortés caballero se desprendiera de su capa de terciopelo rojo y la pusiera sobre los hombros de la damita, que continuaba caminando impávida. Tras recorrer unas cuantas callejuelas, y llegar cerca del Miradero, la joven se volvió hacia su acompañante, y con la misma extraña voz de antes susurró:

– Os ruego que no sigáis un solo paso más conmigo, pues de hacerlo me sentiré gravemente ofendida. Mañana podéis pasar a recoger vuestra capa en la casa de los condes de Orsino.

Quedó nuestro protagonista más extrañado aún si cabe, pero como era caballero ejemplar no puso inconveniente, y se despidió de la dama con una gentil reverencia.

Llegado don Luis a su alojamiento no logró pegar ojo, atormentado por el recuerdo de aquella singular señorita de la que no sabía ni siquiera el nombre. Pero al menos el día siguiente podría averiguarlo, yendo él personalmente a recoger su capa.

Así lo hizo, y con incontenibles deseos de conocer algo más sobre su acompañante de la noche anterior acudió poco antes del mediodía a la casa indicada. No le costó encontrarla, pues los condes de Orsino eran muy conocidos en la ciudad, y preguntando llegó enseguida a un amplio pero modesto caserón.

Una vez ante la puerta la golpeó decididamente con la recia aldaba, y al poco la abrió un anciano sirviente vestido de negro haciendo chirriar sus goznes.

– Buenos días, señor. ¿Puedo hacer algo por vos?.

– Buenos días –contestó don Luis-. Vengo a recuperar mi capa, pues anoche se la presté a una joven dama que me indicó que viniera a recogerla a este lugar.

El sirviente se encogió de hombros, pero invitó al caballero a entrar acompañándole hasta una rancia estancia del interior del caserón. Allí se encontraba sentada una señora de distinguido porte, que al punto se levantó en dirección al recién llegado.

– Bienvenido seáis a mi modesto hogar –dijo-. ¿Qué puedo hacer por vos?.

Don Luis, algo cohibido, le explicó lo acontecido la noche anterior a la señora, que escuchó el relato con interés. Y cuando hubo terminado el caballero, contestó:

– Pues sin duda debe haber algún malentendido, pues aquí sólo vivimos mi marido, yo y unos pocos sirvientes. ¿Podríais darme alguna descripción de tal joven?.

– Veréis –respondió él temiendo haber importunado a la elegante señora-. Se trataba de una hermosa jovencita de unos veinte abriles y con una rizada cabellera rubia. Era alta y esbelta, y su pálida piel se asemejaba al color de la luna llena. El rasgo más característico eran sus ojos, grandes como luceros pero carentes de brillo, como si estuvieran apagados por algún sufrimiento.

Mientras don Luis daba su explicación la anfitriona se dejó desplomar sobre el butacón del que se había levantado, y con la voz ahogada replicó:

– Sin duda alguien se ha burlado de vos, pues la dama que habéis descrito es mi desafortunada hija, a quien hace ya dos meses que enterramos.

El consejero de Felipe II sintió un sudor frío, y excusándose mil veces ante la sorprendida condesa se giró dispuesto a abandonar la habitación. Pero justo en ese momento sus sorprendidos ojos se detuvieron en un enorme cuadro en el que se representaba una linda jovencita. Todo coincidía con su acompañante de la noche anterior: la rizada cabellera rubia, la estilizada figura, la palidez de su piel… ¡y sus ojos sin brillo!.

– ¡¿Quién es ella…?! –preguntó el alterado caballero a la condesa-.

– Os lo acabo de decir –respondió ésta-. La desdichada hija que me fue arrebatada hace un par de meses.

– ¡Os juro que es ella!. ¡Es la dama con la que estuve anoche!.

– Sin duda habéis enloquecido, o tal vez anoche abusarais del vino.

El joven, confundido y presa de espanto, abandonó atropelladamente el caserón de los condes sin detenerse hasta llegar a su alojamiento, donde pasó varios días en cama a consecuencia de unas fuertes fiebres producto de la impresión.

Cuando al fin pudo levantarse, y cuando se hallaba sentado a la mesa recuperando fuerzas, llegó un corchete portando aquella capa roja que días atrás había prestado a la misteriosa dama.

– Creo que esta capa es vuestra –dijo el corchete-. La he reconocido por vuestras iniciales bordadas.

– ¿Dónde la has encontrado? –preguntó don Luis levantándose y cogiéndola nerviosamente-.

– La encontré en el cementerio, sobre la tumba de la condesita de Orsino.