El Cristo de la Calavera

Las calles de Toledo se hallan repletas de pequeñas hornacinas con santos, Vírgenes y Crucificados que han servido de inspiración a multitud de historias y leyendas. Gustavo Adolfo Bécquer, autor por excelencia de gran número de leyendas toledanas, cedió ante el encanto de estas imágenes escribiendo su relato sobre el “Cristo de la Calavera”, siendo una de las historias más conocidas de este gran autor.

El monarca castellano se disponía a partir a la guerra contra los moros acompañado por los caballeros más destacados de la nobleza de su reino. La noche anterior a la partida, y para reunirse antes con todos sus súbditos, celebró un lujoso convite en el Alcázar toledano. Normalmente era un lugar bastante tranquilo, pero aquella noche, a causa de la gran cantidad de bulliciosos pajes y sirvientes que se hallaban en el patio, el ruido era considerable. En los salones de la fortaleza celebraban mientras el sarao lo más florido de la nobleza, entre una nube de damas ataviadas con ricas vestiduras y caras joyas. Eran hermosas y numerosas las mujeres que allí se encontraban, aunque de entre todas ellas destacaba por su belleza sin par una mujer que había sido aclamada reina de la hermosura y se había ganado el corazón de la mayoría de los caballeros de su época.

Muchos eran los pretendientes de doña Inés de Tordesillas, que así se llamaba la dama, a pesar de su orgullo y vanidad. Unos, animados por una falsa sonrisa que habían visto florecer en sus labios; otros, que habían creído cruzar una ardiente mirada con la hermosa joven, no cesaban en sus intentos por hacerse con los favores de doña Inés. Pero entre todos ellos había dos que destacaban por su tesón e insistencia, y ellos parecían ser los más cercanos al corazón de la dama. Los dos caballeros en cuestión se llamaban Alonso de Carrillo y Lope de Sandoval.

Ambos eran toledanos, y se habían criado juntos en las armas. Y el mismo día, al conocer ambos a doña Inés, se enamoraron de ella sin poder ocultar, tal vez de forma no intencionada, lo que sentían por ella. No desperdiciaban los galanes las oportunidades que se presentaban de rivalizar entre sí para destacar ante la bella. Aquella noche no podía ser una excepción, comenzando los dos caballeros una batalla de ingeniosas y románticas frases.

Todos los testigos reían y animaban las entonadas palabras que cada vez se iban haciendo más duras e hirientes hacia el rival, mientras la joven orgullosa aprobaba con una sonrisa aquel reto dialéctico.

Las frases eran cada vez más corteses en su contenido, pero la pronunciación y el tono eran cada vez más duros y desafiantes, mientras la cólera comenzaba a asomar en el rostro de los rivales.

La situación se estaba tornando insostenible, y la dama, que así lo comprendió, se levantó dispuesta a abandonar el escenario del desaguisado. Pero un nuevo incidente vino entonces a crear una situación aún más tensa. Doña Inés, al levantarse, había dejado caer al suelo, nunca sabremos si de forma intencionada o por descuido, unos de sus guantes. Todos sus acompañantes se inclinaron con presteza al suelo cuando lo vieron, disputándose el honor de escuchar unas palabras de gratitud en honor a su galantería.

Los labios de doña Inés esbozaron una vanidosa sonrisa al notar la precipitación con que todos hicieron el gesto de inclinarse. Después hizo un saludo general a los galanes que tanto se empeñaban en servirla, y con la mirada alta tendió la mano en la dirección en que se encontraban Lope y Alonso, los que parecían haber llegado primero al sitio en que cayera. Más aquí surgió el problema. En efecto los dos habían visto caer cerca el guante, los dos se habían inclinado con igual presteza y, al incorporarse, cada cual lo tenía agarrado por un extremo. La dama dejó escapar un involuntario grito al verlos en actitud desafiante, negándose a ceder e privilegio al rival. El grito de la orgullosa quedó ahogado por el murmullo de los espectadores.

Sin embargo Lope y Alonso permanecían inalterables, diciéndose con la enfrentada mirada lo que los labios no pronunciaban. La tensión crecía y la gente se agrupaba en torno a los protagonistas. La catástrofe parecía inevitable. Los jóvenes intercambiaban ya algunas palabras agarrando las empuñaduras de sus espadas. Pero entonces, en ese momento, apareció en rey entre el público.

Su rostro permanecía sereno, sin mostrar enfado o indignación, y con sólo tender una mirada a su alrededor comprendió lo que estaba ocurriendo. Se acercó a los dos caballeros, tomó el guante de sus manos que se abrieron sin dificultad, y volviéndose a doña Inés le dio el guante diciendo:

Tened cuidado, señora, de que no se vuelva a caer, pues la próxima vez tal vez os lo devuelvan manchado en sangre.

La dama, al oír estas palabras, se desvaneció en brazos de los que la rodeaban, no acertaremos a decir si por la emoción o por salir airosa de la situación.

Alonso y Lope, sin embargo, aún permanecían clavándose una mirada intensa, como si esa mirada encerrara un duelo a muerte, que equivalía a un guante arrojado al rostro, a un desafío a muerte…

Al llegar el fin de fiesta los reyes se retiraron a su cámara y finalizó el alboroto. Entonces comenzó por las calles toledanas un largo desfile de nobles que se retiraban a sus alojamientos y de curiosos que se acercaban a ver la extraña comitiva. Poco a poco se fue haciendo el silencio, roto únicamente por los pasos de un caballero que apareció en lo alto de la escalinata del Alcázar. Echó un vistazo a su alrededor como buscando a alguien con quien hubiera quedado, y descendió calle abajo hasta Zocodover.

Allí volvió a mirar a su alrededor, pero no vio a nadie. Había luna nueva y no se observaba ninguna estrella en el cielo, por lo que la noche era extremadamente oscura y no se podía distinguir a distancia. Llevaba poco tiempo cuando otro caballero se unió a él.

El procedente del Alcázar era Alonso de Carrillo, quien por su puesto cercano al rey se había visto obligado a acompañarle a su cámara. El que llegó después era Lope de Sandoval. Una vez juntos comenzaron a intercambiar palabras susurrantes:

Suponía que me estarías esperando –dijo uno-.

Esperaba que así lo hicieras –contestó el otro-.

¿Y a dónde iremos?.

Cualquier lugar solitario con un poco de luz que nos permita luchar será bueno.

Finalizado este escueto diálogo los dos rivales se adentraron por las calles toledanas buscando un lugar adecuado para solventar sus diferencias. Largo rato estuvieron recorriendo callejones, cobertizos y plazuelas sin encontrar un lugar digno para sus intenciones, pues la escasez de luz lo imposibilitaba. Pero continuaban con empeño buscando un lugar, pues ambos deseaban batirse y deberían hacerlo aquella misma noche, pues Alonso partiría con el rey al amanecer.

Prosiguieron atravesando plazas y calles hasta que por fin divisaron a los lejos una tenue luz que formaba una dudosa claridad.

Se trataba de la luz del farolillo que alumbraba al Cristo conocido como el “de la Calavera”, que en aquella época iluminaba a la imagen.

Ambos dejaron escapar una exclamación de satisfacción al verla, y se apresuraron a llegar a su lado.

El retablo estaba presidido por un Crucificado, a cuyos pies reposaba una calavera sin que se sepa el motivo concreto. Un pequeño farolillo de hojalata, alrededor del cual habían crecido enredadas ramas de hiedra, facilitaba al conjunto una débil luminosidad.

Los caballeros saludaron respetuosamente a la imagen susurrando una oración, se familiarizaron con el terreno y echaron sus mantos al suelo. Luego se prepararon para el combate y cruzaron los estoques haciéndose una señal con la mirada, dando de esta forma el combate por empezado. Pero nada más rozarse sus espadas, y antes de que ninguno hubiera iniciado el ataque, el farolillo se apagó y la calle quedó inmersa en la más profunda oscuridad. Los dos combatientes dieron un paso atrás al verse rodeados de las inesperadas tinieblas, y bajaron sus aceros. Al poco la luz volvió a cobrar vida.

Sin duda habrá sido algún golpe de aire que ha abatido la llama –exclamó Alonso que se puso en guardia previniendo a Lope, que parecía preocupado-.

Éste se adelantó para recuperar el terreno perdido, estiró su brazo y los aceros volvieron a tocarse. Pero la luz se apagó de nuevo, permaneciendo así hasta que se separaron los aceros.

¿No te parece esto muy extraño? –preguntó Lope mirando al farolillo, que ya se había encendido por sí mismo y esparcía un resplandor trémulo-. Aparentemente no existe ninguna corriente de aire que explique la extinción de la llama.

¿Dónde está el misterio? –respondió Alonso-. Posiblemente la beata encargada del retablo sisa a los fieles y no compra aceite suficiente, por lo que la llama está en las últimas y por esto se apaga.

Y dichas estas palabras el impulsivo joven volvió a colocarse en actitud de defensa, imitándole su adversario al instante. Pero esta vez no sólo volvió a envolverlos la oscuridad más intensa, sino que a la vez se escuchó un misterioso y aterrador lamento.

Qué dijo aquella voz no lo supieron, pero al oírla ambos caballeros se sintieron aterrorizados. Las espadas cayeron de sus manos, el cabello se les erizó y un escalofrío recorrió sus cuerpos.

La luz apagada con anterioridad se encendió, acabando con las tinieblas.

¡Ah! –dijo Lope al ver al que era su mejor amigo y ahora adversario pálido e inmóvil como él-. Dios no desea este combate porque es una lucha innecesaria y estúpida, porque una disputa entre nosotros ofendería al Cielo, ante el que hemos jurado mil veces amistad eterna.

Y se arrojó en los brazos de Alonso que le estrechó con fuerza y efusión indecibles, pasando así unos instantes entre palabras de reconciliación. Alonso, con la voz aún temblorosa por la escena anterior, le dijo a su amigo:

Lope, los dos amamos a doña Inés. Ignoro si tú tanto como yo. Ya que parece totalmente imposible un duelo entre nosotros dejemos que sea ella quien decida nuestra desdicha o felicidad. Ambos respetaremos su decisión, y el que no resulte elegido partirá mañana con el rey buscando consuelo en la agitación de la guerra.

Me parece una excelente idea, amigo mío. Así lo haremos –contestó Lope-.

Y el uno abrazado al otro emprendieron el camino que conducía a la plaza donde se situaba el palacio en el que moraba doña Inés de Tordesillas.

Empujados por la esperanza llegaron a las cercanías del edificio, pero cuando se acercaron un fuerte ruido captó su atención. Se ocultaron tras una esquina y vieron con asombro cómo se abría el balcón de su amada y un hombre se descolgaba de él ayudado por una cuerda. Doña Inés se asomó e intercambió algunas frases amorosas de despedida con su misterioso amante.

La primera reacción de Lope y Alonso fue llevar la mano a la empuñadura de su espada, pero detenidos al unísono se miraron entre sí, y se hubieron de encontrar con una cara de asombro tan cómica que no pudieron contener una carcajada que resonó en toda la plaza.

Doña Inés desapareció en el balcón al oírla, cerrando las puertas con violencia y quedando todo en silencio.

A la mañana siguiente la reina veía desfilar ante sí el ejército que marchaba a la guerra de moros. Junto a la soberana estaban las damas más importantes de Toledo, entre las que estaba doña Inés de Tordesillas, que era el centro de atención. Lo extraño era que los caballeros presentes, en lugar de mirarla como siempre, acompañaban sus miradas con sonrisas burlonas.

Ello la inquietaba, sobre todo por las ruidosas carcajadas que había oído la noche anterior mientras se despedía de su amante.

Cuando vio pasar ante el estrado a Lope y Alonso juntos, envueltos en sus brillante armaduras y unidos los pendones de sus casas, y al ver la significativa sonrisa que le dirigieron los dos antiguos rivales al saludar a la reina, lo comprendió todo, y el carmín de la vergüenza enrojeció su rostro mientras por sus mejillas rodaba una lágrima de despecho.

Sobre relato de Gustavo Adolfo Bécquer

Los Niños Hermosos

De todas las maldades cometidas por el infame Fernando Gonzalo hubo una que destacó por su especial repugnancia.

Cierto domingo el despreciable paseaba por las calles toledanas acompañado por sus esbirros cuando acertó a pasar por una en la que dos pequeños se entretenían alegres en juegos infantiles. De blanca piel, rubios cabellos, sonrosadas mejillas y ojos azulados, eran tan iguales los infantes que el uno del otro parecían fiel espejo. Se detuvo Gonzalo observándoles pausadamente, y volviéndose le preguntó a uno de los suyos:

¿Quiénes son?

Son los hijos gemelos de un mercader que vive cerca –le respondió-.

Jamás en mi vida vi rostros tan perfectos –añadió el alcaide-.

Pues tendríais que ver el de la madre, del que son retrato exacto.

¿De verdad? –dijo el malvado con una sonrisa-. Pues aguardad aquí escondidos, y cuando nadie os vea atrapáis a esos mocosos y los lleváis hasta mi palacio.

Los sirvientes de Gonzalo, acostumbrados a estas fechorías, secuestraron impunemente a los dos niños siguiendo las órdenes de su amo y sin que nadie pudiera observarles.

El sol estaba a punto de esconderse en el horizonte, y doña Leonor, la bella y humilde madre de los pequeños, preguntaba desconsolada por sus hijos. Pero nadie pudo darle respuesta, pues realmente nadie sabía nada. Desesperadamente los buscó durante tres días y tres noches, sin encontrar el mínimo indicio que le pusiera tras su pista. Finalmente, y tras verter innumerables lágrimas, un extraño mensajero le entregó una nota que aclaraba lo que sucedía. En ella pudo leer:

‹‹Vuestros hijos se hallan presos en casa del alcaide. Si queréis recuperarlos tendréis que presentaros sola antes de tres días. Si no lo hacéis, o no guardáis secreto sobre el asunto, lo pagaréis con la vida de vuestros retoños.››

La pobre Leonor quedó horrorizada por aquella nota que exigía su honor a cambio de sus hijos, y horrorizada por la terrible afrenta propuesta se sintió desfallecer. Sin embargo se dirigió a una iglesia cercana, donde se veneraba una imagen de la Virgen a la que tenía gran devoción, y de rodillas ante ella comenzó a suplicar:

A vos Señora, que también fuisteis madre, os lo suplico. Ayudadme a solucionar este grave problema sin perder mi honra.

Entre tanto pasaron los tres días fijados sin que la pobre madre supiera nada de sus pequeños y sin encontrar ningún remedio a sus pesares. Se amparaba la desdichada mujer en su fe, cuando recibió un segundo mensaje que aumentó su dolor:

‹‹Han pasado ya los tres días y no habéis acudido al lugar donde se os citó. De no hacerlo antes de la medianoche vuestros hijos serán arrojados al Tajo.››

Pudo más el amor de madre que el honor de mujer, y aprovechando la ausencia de su esposo se dispuso a salir en dirección a malvado, para entregar su honra a cambio de sus adorados hijos. Después, intentando limpiar la horrible mancha del deshonor, se arrojaría al Tajo, entregando su vida por la de sus hijos.

Salió la dama de su hogar encaminando sus pasos al palacio del infame, pero llegando a las cercanías del Alcázar se vio bloqueada por una barrera humana que lanzaba gritos de entusiasmo. Sorprendida miró por encima de la gente, y pudo distinguir cómo sobre un caballo avanzaba un distinguido caballero. Sospechando de quien se trataba franqueó la pared humana, y postrándose ante el caballo comenzó a gritar deshecha en lágrimas:

¡Majestad, justicia!.

El rey Fernando III, que era el personaje en cuestión, bajó de su montura, y ayudando a la dama a levantarse escuchó sus quejas con atención.

Cálmate, mujer, que haré justicia a tu causa.

Poco después se hallaban reunidos en el palacio de Fernando Gonzalo todos los implicados en el suceso: el rey, el alcaide, doña Leonor, y los dos niños, que locos de alegría no dejaban de besar a su madre. Fernando III leía detenidamente las cartas del alcaide, que avergonzado se mantenía frente a él con la cabeza agachada.

Son claras las pruebas en tu contra –dijo el rey-, y seréis juzgado esta misma mañana en la plaza de Zocodover, para que todos los toledanos puedan ser testigos.

Así se hizo, juzgado en público el malvado fue acusado todavía de más atrocidades. Finalmente el rey le condenó a ejecución pública, y para que las generaciones siguientes tuvieran conocimiento de lo ocurrido, ordeno colocar un grabado con la escena sobre la puerta del Sol.

También dispuso el rey, en honor de los inocentes infantes, que la calle donde vivían comenzara a llamarse desde aquel día con el nombre de “los Niños Hermosos”.

El Callejón del Infierno

Era aquella una noche oscura y misteriosa, como suelen ser tan frecuentes en la ciudad mágica y encantada de Toledo. Especialmente oscura por la ausencia de luna en el negro firmamento, y misteriosa por la carga de rumores y neblina flotando en el gélido ambiente. Estaba bien entrada la noche, y Toledo estaba sumida en el letargo del más profundo sueño.

Mientras tanto dialogaban airadamente en la orilla del bullicioso Tajo un hombre y una mujer. Él era don Felipe de Pantoja, un noble altivo y enamoradizo que venía desde hace tiempo cortejando a Rebeca la judía, una joven sin par que según el decir de la gente era la más bella de todas cuantas paseaban por el barrio de Samuel Leví. Ella era Irene, la anciana temida y odiada por todos los toledanos a causa de sus embrujos y sortilegios que le habían servido para recibir el apodo de “la Diablesa”.

No tienes tanto poder como dices, Diablesa –decía don Felipe-. Tu embrujo no ha producido el efecto deseado. Y para que lo veas por tus propios ojos me acompañarás mañana disfrazada de paje y verás como mi amada sigue interesada en Samuel.

Así lo haré –contestó aquella fijando sus menudos y negros ojos en la corriente del río-. Te acompañaré, y comprobaré contigo cómo se ha dado el resultado esperado.

¿Estás segura de que lo has hecho correctamente?.

Claro que sí. ¿Acaso vas a darme lecciones tú?. Llevó años haciéndolo siguiendo rigurosamente el ritual que mis antepasados dejaron escrito en el libro de los “Espíritus Rojos”. He cumplido las instrucciones al pie de la letra y, aunque no me está permitido hacerlo, voy a repetirlo ante ti una vez más.

Y gritó “la Diablesa” cerrando los ojos mientras introducía sus manos en las aguas del río:

‹‹¡Espíritus del agua, del aire, del fuego y de la espuma!. ¡Traedme lo que espero y mi alma será vuestra!.››

Don Felipe seguía absorto todos los extraños movimientos de la bruja, y en más de una ocasión se sintió tentado de interrumpir aquella conjura. Pero en el fondo de su enamorado corazón solo había lugar para la superstición.

Cuando “la Diablesa” terminó su embrujo, un cegador relámpago iluminó el oscuro cielo a la par que un ensordecedor trueno estallaba. Tal fenómeno hubiera infundido gran terror en otra persona que no hubiera sido el valiente don Felipe de Pantoja.

Ante la imperturbabilidad del caballero sonrió la anciana diciéndole:

Es conveniente que vayamos a ponernos bajo techo, pues esta fina lluvia se convertirá en incontenible tempestad.

Y embozándose ambos en negras capas se perdieron en los retorcidos callejones de la ciudad.

El sábado siguiente se dirigían hacia la sinagoga de Santa María la Blanca don Felipe de Pantoja y un menudo paje, en cuyas vestiduras se ocultaba “la Diablesa”.

Te aseguro –dijo ésta-, que si en la sinagoga no hallamos a tu rival es que mi sortilegio ha producido su efecto. Y si no es así morirá el judío antes de que mañana aparezca el sol.

Y con su sarmentosa mano mostró a don Felipe la empuñadura de una plateada daga que escondía bajo su disfraz.

¿Es que acaso dudas de tus sortilegios? –preguntó éste-.

Jamás he fallado. Simplemente te quiero mostrar que cumpliré mi palabra sea como sea.

¿Tendrías valor para ello?.

Puede que no te inspire confianza, pero mi palabra es firme y me sobra valor para hacerlo. Si alguien se interpone entre vosotros pagará cara su intromisión.

Llegaron ambos a las puertas de Santa María la Blanca cuando aún no habían finalizado las prácticas judías, por lo que se sentaron a esperar impacientemente en la entrada del templo. Al fondo, y llenando el silencio que se había hecho al detenerse sus pasos, podían oírse los cantos de los salmos.

Al poco comenzaron a salir los primeros judíos emprendiendo veloz camino hacia sus casas. “La Diablesa” pudo entonces distinguir en uno de los primeros grupos a la bella judía, comprendiendo, al no verla acompañada de su amante, que su embrujo había dado el fruto apetecido. Don Felipe y ella se miraron, mostrando ambos un expresivo rostro de satisfacción.

A la entrada del barrio de la judería encontraron al desdichado Samuel muerto, sin que nadie pudiese comprender el motivo de la repentina muerte del hebreo ni sus facciones aterrorizadas…

Pronto el tiempo hizo olvidar la extraña muerte del judío, viéndose la joven Rebeca separada del infeliz enamorado. Sólo “la Diablesa” y don Felipe conocían el secreto de tan trágico desenlace.

A los pocos meses la parroquia mozárabe de San Torcuato lucía todas sus galas para servir de escenario al enlace de Rebeca, ya bautizada, con don Felipe de Pantoja, siendo aquél uno de los acontecimientos más comentados en toda la ciudad.

Aquella misma noche, y en el mismo lugar donde apareció muerto Samuel, hallaron el cadáver de “la Diablesa”, que había muerto achicharrada por unas extrañas llamas sin que nadie pudiera hacer nada para apagarlas. Posiblemente los espíritus vinieran a cobrarse el alma prometida.

Desde aquel día, y como recuerdo de tan macabro suceso, se le dio el nombre de callejón del Infierno al lugar donde ocurrieron tan misteriosos sucesos.

Sobre relato de Vicente Mena Pérez en Revista Toledo nº 215. 1925.

El manuscrito del judío anónimo

Cuando en 1492 los Reyes Católicos dispusieron la expulsión de los judíos, los que moraban en Toledo, como el resto de España, contaron con un plazo de cuatro meses para abandonar el país. Eran pocos los hebreos que aquí habían recibido el bautismo, y por tanto pocos los exentos del edicto.

Con gran dolor abandonaron familias completas la ciudad, pues muchas habían nacido ya en ella. Pero antes de su marcha hicieron una visita obligada al cementerio judío que según las crónicas estaba situado en las proximidades de la ermita de San Eugenio, en los rodaderos que van a dar a Safont. Allí quedaban definitivamente los restos de sus antepasados o seres queridos fallecidos, a los que iban a visitar por última vez. Pero curiosamente hubo un judío, del que la historia no ha guardado el nombre, que visitó numerosas veces el osario para registrar en un manuscrito las inscripciones de todos los sepulcros. Con grandes dosis de paciencia reprodujo fielmente todos y cada uno de los epitafios. Posiblemente le llevó largo tiempo, pero finalmente acabó su labor en un cuaderno bastante extenso. Después, con el interesante manuscrito bajo el brazo como mejor recuerdo, partió de Toledo junto con todos los miembros de su raza. Y no resultaría de extrañar que antes de perderse en el ancho horizonte dirigiera una última mirada a la ciudad donde quedaban todos sus recuerdos y, probablemente, algún que otro antepasado o amor malogrado en aquel cementerio.

Dintel en el nº 9 de la calle de la Plata construido con una lápida sepulcral hebrea.

Bastantes años después fue encontrado en la biblioteca pública de Florencia, por un concienzudo investigador, el manuscrito del judío anónimo, que fue puesto en manos de un experto hebraísta. Éste, considerando el documento de gran valor histórico, decidió publicar un corto número de ejemplares, que fue distribuido por muy pocos lugares. El manuscrito original se perdió en un terrible incendio del edificio florentino, pero quiso la casualidad que uno de las copias fuera a parar a la biblioteca provincial de Toledo, donde se guardó sin darle demasiada importancia.

Pero poco tiempo después, al desmontar el dintel de cierta casa que estaba siendo reformada en la calle Tornerías, se descubrió que la piedra era una losa sepulcral hebrea, ocurriendo exactamente lo mismo a las pocas semanas con la pila del lavadero de las monjas de Santo Domingo el Real. Un investigador toledano, alertado de ello, acudió diligente a consultar el facsímil del manuscrito del judío anónimo. Y sus sospechas, en efecto, se confirmaron. Allí estaban perfectamente reproducidas las inscripciones de las losas sepulcrales recientemente descubiertas.

Detalle de dintel en el nº 9 de la calle de la Plata construido con una lápida sepulcral hebrea.

Y de esta manera quedaron resueltos dos enigmas: las losas procedían del cementerio judío de Toledo, y el manuscrito era auténtico. ¿Pero qué ocurrió con el resto de lápidas que aparecían representadas en el documento y de las que nada se sabía?. La respuesta se ha ido dando a lo largo de los últimos años, con la aparición de numerosos restos que concuerdan fielmente con el testimonio legado por aquel judío anónimo.

Sobre relato de Gómez Camarero en Luis Moreno Nieto: Antología de leyendas de Toledo, página 166

Los héroes comuneros

Era una primaveral mañana de abril del año 1520 cuando en las toledanas calles se apreciaba una animación inusual. La plaza del consistorio, los claustros bajos de la Catedral, y las principales calles y plazas estaban tomadas por multitud de gente de todas las clases y condiciones.

Gran indignación flotaba en el ambiente, y es que estaba a punto de concluir el plazo que Carlos I había dado al regidor de Toledo, don Antonio de Córdoba, y a sus notables, Dávalos, Padilla, Carrillo, Gaitán, Ayala y el licenciado Herrera, para que se presentasen en la Corte. Con ello pretendía alejarles de Toledo para en breve colocar al frente de la ciudad a los nuevos mandatarios, elegidos personalmente por él, y poder disponer así hacer cuanto se le antojase.

No estaba de acuerdo la ciudad con la decisión real, y por eso se agolpaban tumultuosamente en la plaza consistorial. En ese momento se hallaban reunidos en su interior los gobernantes, y el único tema a tratar era la conveniencia de cumplir el mandato real. No se ponían de acuerdo sobre la decisión a tomar, aunque ya faltaba entre ellos el licenciado Herrera, que había partido al punto de recibir las órdenes monárquicas. Los demás, en cambio, no tenían todas consigo a la hora de acatar la imposición. Desde el exterior se oían las exaltadas voces populares, que decían:

¡Abajo el rey!.

 –¡Mueran los flamencos que quieren robarnos nuestra tierra!.

¡Vivan los defensores de España!.

Hombres y mujeres, viejos y jóvenes, religiosos y seglares, todos lanzaban sus desesperados gritos pretendiendo ser escuchados por los de dentro, que se hallaban entre la espada y la pared. Por un lado debían obediencia al rey, y las órdenes reales deberían ser cumplidas inmediatamente. Sin embargo no les faltaba razón a aquellas gentes, viéndose en la obligación de proteger sus tierras frente a los intereses extranjeros.

Pero no pudieron tomar decisión alguna, pues antes de hacerlo gran parte del excitado pueblo irrumpió en la sala con intención de apresarles, evitando de esta forma que optaran por acatar el deseo del emperador. Sin necesidad de violencia les condujeron hasta la catedralicia capilla de San Blas, lugar donde fueron encerrados provisionalmente. Y después, la desbocada masa popular se hizo con el control de los puentes y puertas, así como la totalidad de edificios públicos de Toledo. Hecho esto liberaron a los cautivos, a los que obligaron a ponerse al frente del nuevo gobierno insurrecto, con el título de diputados generales, y escribieron notificaciones a todas las provincias invitándoles a seguir sus pasos.

No escatimaron medios los rebeldes para organizar su empresa. El dinero necesario fue tomado de los diputados generales, del cabildo y de los propios ciudadanos de Toledo. Las armas fueron elaboradas con los materiales más rústicos, e incluso se llegaron a construir varios cañones con las campanas de las iglesias. Comenzaba aquel movimiento de ámbito nacional que se conocerá con el nombre de “Las Comunidades”.

Unas semanas después, concretamente el 5 de julio, se concentraba gran cantidad de hombres en las inmediaciones de Santo Domingo el Antiguo, lugar donde se encontraba el palacio de Juan de Padilla. Éste había sido nombrado capitán general del ejército comunero, y aquel día había sido el designado para la salida de las tropas en dirección a Segovia. Muchos vecinos de Toledo y sus alrededores habían acudido para despedir a los más de mil hombres que componían la tropa, mientras Padilla se despedía de su admirable esposa, doña María de Pacheco, y de sus amigos que quedaban en Toledo. Poco después comenzaba la partida de la hueste comunera.

Al frente de todos iba el capitán general sobre su brioso alazán, seguido a poca distancia de su paje, Sosa, que portaba sus utensilios de batalla. Tras ellos los valientes guerreros, que comenzaban la marcha acompañados por el sonido de los clarines y tambores. En el balcón principal de la plaza se hallaban doña María de Pacheco y su hijo, que despedían al caudillo con lágrimas en los ojos. Éste les correspondió con un gesto de su mano, enviando un beso a aquellos pedazos de su corazón que quedaban en Toledo. La música cesó, y el silencio fue roto por una enérgica voz de mujer. Era doña María de Pacheco, que ahogada por la pena decía a su esposo:

¡Señor Juan de Padilla!. ¡Jamás os olvidaré!.

Lentamente prosiguió su marcha la comitiva, hasta que los últimos comuneros desaparecieron por la callejuela próxima en dirección a la puerta de Bisagra, y desde allí continuar hasta su destino.

Los meses siguientes estuvieron marcados por los enfrentamientos entre ambos bandos con alternancia de vencedores y vencidos. Hasta que finalmente la batalla de Villalar decantó la guerra a favor del ejército imperial. Pocos días después del desastre, y cuando todavía no se tenían noticias de él en Toledo, se encontraba doña María de Pacheco en su casa cuando se presentó ante ella Sosa, el paje de su esposo.

¿Qué ocurre? –preguntó inquieta al verle-. ¿Cómo es que te hallas aquí sin mi esposo?. ¿Es que ha ocurrido algo?.

Señora –contestó-, imploraría al Cielo no tener que ser yo quien trajera la mala noticia. Mi señor, Juan de Padilla, fue derrotado el 23 de abril en Villalar. Luego fue decapitado junto a Juan Bravo y Francisco Maldonado.

¿Vencido? –preguntó la esposa, más preocupada por la suerte de la patria que por la suya propia.

Así es –aseveró Sosa narrándole todas las circunstancias del nefasto día. Por último entregó a la dama un pliego que su esposo había escrito el mismo día de su muerte, y tras esto salió en busca de los diputados, para hacerles entrega de otra misiva. La viuda de Padilla cogió la carta, y con los ojos vidriados comenzó a leer:

‹‹Querida mía: me gustaría tener algo más de tiempo para poder extenderme en mis letras, pero ni mis verdugos me lo dan, ni yo quiero prolongar más la angustia de la espera. Os pido, esposa mía, que lloréis vuestra desdicha y no mi muerte, pues al ser ésta por causa justa no debe ser llorada. Dejo mi alma en vuestras manos, para que hagáis con ella lo que estiméis conveniente. Sabed que antes de morir mi último pensamiento será para vos.››

Cuando terminó la lectura, una furtiva lágrima rodó por sus mejillas, y arrodillándose abrazó a su retoño, lo único que le quedaba de recuerdo de su esposo, permaneciendo silenciosa durante unos instantes. Pero rehaciéndose se levantó, y enérgicamente comenzó a gritar:

¡Esposo mío, os habéis portado como todo el mundo esperaba de vos!. ¡No quedará vuestra muerte sin venganza, pues vuestra esposa se ocupará de ello!. Sólo sobre cadáveres y ruinas podrán hacerse los imperiales con Toledo, la ciudad que tanto amasteis.

Y después salió al balcón, gritando con desesperación lo que a Padilla y sus acompañantes les había pasado, rogándole a sus vecinos que se unieran a ella para vengar a los héroes comuneros.

Prácticamente al mismo tiempo, Sosa había hecho entrega de la otra misiva a los diputados, tras narrarles a éstos el fracaso de Villalar. Fue el paje personalmente quien hizo lectura en voz alta del mensaje de su señor, en el que se despedía de sus compañeros y les instaba a continuar con la lucha. Finalizada la lectura, los diputados enviaron un mensaje a la viuda con sus condolencias, e indicando que Toledo vengaría la muerte de su ejemplar defensor.

Sin embargo, y ante el empuje imperial, pronto decayeron los ánimos. Y cuando los hombres perdieron el valor para encabezar el movimiento fue una mujer la que se puso al frente; doña María de Pacheco. Finalmente no fue suficiente el arrojo de ésta y el valor de unos cuantos toledanos para detener el ejército real, que seis meses después se haría con la ciudad del Tajo. Pero como aseguró la notable dama sólo pudieron hacerlo sobre cadáveres y ruinas.

Sobre relato de Juan Marina. (“Santiago y libertad”). Tradiciones, descripciones, narraciones y apuntes de la imperial ciudad de Toledo, página 77.

El Justo Juez

La nomenclatura de muchas de nuestras calles tiene procedencia un tanto curiosa. Tal es el caso del callejón conocido por el Justo Juez, así llamado merced al relato ocurrido en época de Felipe II y que a continuación se detalla.

En el citado callejón, que no sabemos el nombre que tendría por entonces, tenía su palacio el noble don Alonso de Hurtado, cuya única hija, Elvira, era pretendida por numerosos caballeros de la época. Pero don Alonso sólo tenía la intención de conceder la mano de su adorada hija a un pretendiente que fuera de su agrado y misma posición social.

Elvira, cansada de esta situación y deseosa de encontrar por sí misma el hombre con el que habría de compartir su vida, hacía tiempo que mantenía relaciones de forma secreta con Francisco, el primogénito del corregidor de Toledo. Sólo Isabel, la criada de doña Elvira, tenía conocimiento de esta relación y vigilaba que la joven pareja no fuera sorprendida por nadie mientras se reunía.

Pero una tarde, al llegar don Alonso a su casa, encuentra un mensaje bajo la puerta. Intrigado lo coge y comienza a leerlo. En la nota, sin firmar, lee las siguientes palabras:

‹‹Don Alonso: como buen amigo que me considero de vos es mi intención alertaros sobre el comportamiento de vuestra hija, a la cual he observado reunirse diariamente al poco de anochecer con un desconocido.››

Tal mensaje no hizo otra cosa que inquietar al noble, que a partir de entonces se acercaba en numerosas ocasiones a las dependencias de su hija para ver si eran ciertas las anónimas palabras de aquel inquietante mensaje. Pero Isabel, atenta a esta circunstancia, apercibía a la pareja de la llegada de don Alonso, dando tiempo a que Francisco pudiera huir por la ventana y así no ser sorprendidos por el precavido padre.

Sucedió para desgracia de los amantes que una noche que se hallaban reunidos se quedó dormida Isabel mientras rezaba el rosario, y don Alonso, aprovechando la ocasión, irrumpió por sorpresa en el cuarto de doña Elvira sorprendiendo a la pareja.

Francisco, asustado, intentó salir precipitadamente por la ventana, pero don Alonso le gritó:

¡Quieto ahí, truhán!. ¡Da la cara y dime quién eres tú para deshonrar a mí hija en mi propia casa y a mis espaldas!.

El joven se detuvo con el corazón en un puño, y con un nudo en la garganta se volvió lentamente.

Os ruego que me perdonéis, don Alonso, si en algo os he ofendido. Soy Francisco Fernández, hijo del corregidor Luis Fernández, y mi intención no es deshonrar a vuestra hija. Al contrario, he venido aquí porque amo a Elvira, y si no hemos hecho pública nuestra relación es por temor a vuestra oposición.

Don Alonso calló un instante, tal vez intentando asimilar las palabras del joven amante de su hija, pero al poco, con el rostro enrojecido por la cólera, desenvainó su espada diciendo:

-No pienses, muchacho, que vas a salir airoso de la situación por tus buenas palabras. Has deshonrado a mi hija y haré justicia.

¡Padre! –gritó doña Elvira-, ¡mira que cuanto te ha dicho Francisco es cierto!. ¡Te ruego que no cometas una barbaridad!.

Don Alonso continuaba desafiando al joven ignorando las súplicas de su hija.

¡Vamos!. Que no se diga de ti que eres un cobarde. ¡Afronta las consecuencias de tu acto!.

Pero señor, si ni siquiera voy armado.

Don Alonso cogió una espada de la pared y se la entregó.

Toma tu arma y utilízala bien si quieres conservar la poca vida que te resta.

Y se abalanzó contra el joven. Éste, sin tiempo para reaccionar, sólo fue capaz de poner la espada ante sí, con la mala fortuna de clavársela de forma involuntaria a don Alonso en el pecho.

Al poco llegaron los hombres de la justicia apresando al joven Francisco y llevándole detenido al calabozo. Llegó hasta el corregidor la noticia del asesinato del noble, y don Luis se entristeció profundamente, pues conocía a la víctima desde la infancia. Ignorando quién era el asesino juró ante sus colaboradores que castigaría con mano dura al criminal que mató a su amigo de armas.

El corregidor se dirigió a la cárcel de la plaza de Marrón, donde se encontraba recluido el presunto criminal, para someterle a interrogatorio. ¡Cuál sería su sorpresa al comprobar que el asesino era su propio hijo!. Pero fiel a su sentido de la justicia, y entendiendo que no podía faltar a su propia palabra, dictó sentencia de muerte sin poder contener las lágrimas por la fatalidad del destino.

El reo era conducido días después a la plaza de Zocodover, donde sería ajusticiado en la picota para servir de ejemplo a todos los ciudadanos.

En tanto, emisarios de Felipe II espoleando a fatigados corceles, avistan la ciudad desde el Hospital de Tavera. Los guardianes dan aviso al corregidor y éste ordena detener momentáneamente la ejecución, pues ha de salir a recibir a los recién llegados a la puerta de Bisagra. Queda sorprendido al comprobar que entre los recién venidos se halla también el soberano, y le pregunta:

Majestad, ¿a qué debemos el honor de tan inesperada visita?.

El monarca, con gesto sonriente, respondió bajándose de su caballo:

Hace dos días que recibí sorprendido la sentencia que dictaste sobre tu propio hijo, y con ella me he dado cuenta del respeto que muestras a tu rey y a tu justicia. Sobrepones la lealtad y la justicia a tu dolor de padre. Pero Dios, que es el Juez Supremo, ya nos juzgará a todos en el debido momento. También recibí la visita de la desconsolada hija del asesinado, que me explicó con pelos y señales todo lo ocurrido. Y por ello he tomado una decisión que te interesará conocer. Por hoy quiero llenar tu corazón de padre de alegría, que estoy seguro que el de corregidor también se alegrará. ¡Tu hijo está perdonado!.

Sobre relato de Pablo Gamarra en “Aguafuertes Toledanos”, pag. 111.