El gabán de Enrique III “El Doliente”

Cuando el joven Enrique III accedió al trono la corona se encontraba en un débil estado económicamente hablando. No en vano había descendido considerablemente el número de impuestos, y por ellos lar arcas reales estaban notablemente resentidas.

Cierto día llegó a oídos del rey que el arzobispo de Toledo se disponía a celebrar un lujoso banquete al que no había sido invitado. Por el contrario habían sido invitados personajes como el marqués de Villena, el duque de Benavente y el conde de Trastámara, cuyas vidas opíparas y ostentosas eran ruidosamente comentadas en el reino.

Sepulcro de Enrique III de Castilla en la capilla de los Reyes nuevos de la Catedral de Toledo
PIZARRO Y LIBRADO, CECILIO
Copyright de la imagen ©Museo Nacional del Prado

Tal circunstancia enojó considerablemente al rey, que no acertaba a comprender cómo vasallos suyos podían llevar una vida tan satisfactoria mientras él, a duras penas, tenía un plato sobre la mesa.

Movido por la curiosidad acudió el monarca de incógnito a la fiesta, cosa que resultó sumamente sencilla debido al elevado número de invitados y a la suntuosidad con que ésta se celebraba. En el centro del banquete se encontraban conversando los principales protagonistas del convite.

¿Cómo le van las cosas a vuestra ilustrísima? –le preguntaban al arzobispo de Toledo-.

Tengo la vida más rica y deseada que señor ninguno pueda tener –respondió éste-. Mi pontifical asciende a más de trescientos mil ducados, lo que me hubiera supuesto un incalculable tesoro si no fuera por los gastos que generan mis vastos señoríos.

¿Y vos? –le preguntaban al de Benavente-.

Pocos igualan mis riquezas –contestó éste-, pues puedo disponer en cualquier momento de la cantidad que se me antoje, por exagerada que parezca.

¿Y Trastámara? –añadían-. ¿Cómo van sus posesiones?

Me parece que nadie me aventaja en demasía, pues a pesar de haber tenido notorios gastos en las pasadas revueltas aún me resta sobradamente para comer.

Mientras duraba aquella superflua conversación, los presentes, incluidos criados y sirvientes, se daban a la algarabía y regocijo. Tan sólo el desdichado rey estaba indignado escuchando tales cosas. Y discretamente, igual que había llegado, se marchó por la puerta. Camino de vuelta al palacio se iba atormentando con el bochornoso espectáculo que acababa de presenciar. ¿Qué podía hacer?. Aquellos hombres no merecían otro calificativo que el de traidores, pues no es digno que llevaran una vida tan ostentosa cuando el reino se hallaba arruinado.

A la mañana siguiente, tras pensarlo mucho, el rey hizo acudir a su toledano palacio a seiscientos hombres armados y al verdugo, con intención de dar muerte a sus corruptos vasallos. Y extendiendo el falso rumor de que se hallaba gravemente enfermo hizo acudir al arzobispo y al resto de nobles ante su presencia. Los porteros tenían orden de dejar pasar exclusivamente a los señores, debiéndoles aguardar sus criados fuera. Así lo hicieron, y cuando todos los poderosos se encontraron juntos en la misma sala quedaron confusos, pues no se permitió a ninguno de ellos entrar en el aposento real. Algunos le decían al arzobispo:

¿No debería vuestra ilustrísima entrar en los aposentos del rey para ver lo que sucede?. Quizás sea necesaria la extremaunción.

Respondiendo el obispo:

Tal vez el rey ya haya muerto y están esperando el momento adecuado para decírnoslo.

No había finalizado el eclesiástico de hablar cuando la duda quedó disipada. El rey en persona acababa de irrumpir en la sala, acero en mano, dejando absortos a todos los presentes. El soberano se colocó en el centro de ellos, y con el semblante serio comenzó a hablarles:

Venid, venid todos, que quiero que me respondáis a una cuestión. ¿A cuántos reyes habéis conocido en Castilla?.

El arzobispo fue el primero en contestar:

Si os cuento a vos yo he conocido a cinco: don Alfonso, don Pedro, don Enrique, don Juan y vos.

Yo, señor –continuó el de Trastámara-, exactamente a los mismos.

Y yo también –añadió el de Benavente-.

Decidme –continuó preguntando el monarca-, ¿y cómo yo, que tengo aproximadamente vuestra edad, he conocido a veinte al menos?.

Al mismo tiempo que hablaba don Enrique entraron en la habitación gran cantidad de hombres armados, a los que acompañaba el verdugo. El monarca calló un instante, el tiempo suficiente para que acabaran de entrar todos los hombres, y después prosiguió:

He aprendido que hay reyes que no llevan corona, pero sí una vida de lujo y despilfarro indigna de un señor. Yo, en cambio, incluso me he visto obligado a vender mi gabán para tener por lo menos algo que poner sobre la mesa.

Los poderosos, entendiendo el punto donde quería llegar don Enrique, se asustaron y trataron de disculparse.

Majestad, hemos de reconocer que no hemos llevado una vida honesta y ejemplar. Pero os garantizamos que a partir de este momento cumpliremos vuestra voluntad y pagaremos al reino todo lo que le debemos.

Viendo don Enrique el arrepentimiento mostrado, o al menos temor, no dudó en perdonarles, asegurándose que cumplirían lo que habían prometido.

No pasó mucho tiempo de aquello y las cosas cambiaron notablemente. Ahora el rey podía vivir con holgura, pero sin excesos, después de que le devolvieran parte de sus posesiones. Y los que hasta ahora habían llevado una vida desordenada comenzaron a llevar una vida más discreta y austera, cumpliendo sus deberes.

Aseguran los cronistas que éste fue el modo por el que Enrique III restableció el orden durante su reinado.

Sobre relato de Cristóbal Lozano en Historias y leyendas, página 256.

 

La Hechicera Marta

Cuando Juan II fue declarado mayor de edad vivía en Valladolid un caballero venerable pero despojado de toda fortuna. Durante su juventud había luchado contra los ingleses y portugueses en tiempos de Juan I sin recibir ninguna recompensa ni participar en el reparto que de Castilla hizo a los nobles Enrique III. Después intervino en la cuestión sucesoria a favor de Fernando de Antequera, por lo que cuando Juan II se hizo con la corona fue apartado de la Corte. Ahora vivía retirado de los ajetreos nobiliarios, sin más ilusión que la compañía de su inigualable hija Marta, una virtuosa joven que componía toda la fortuna del anciano.

En aquellos momentos comenzaba a despuntar en la Corte de Juan II un joven llamado Álvaro de Luna, que se había ganado la confianza y el respeto de la totalidad de miembros de la nobleza. Con motivo de unas fiestas celebradas en Valladolid quiso el destino que Álvaro conociera a Marta, y heridos ambos por las flechas del amor comenzaron un apasionado y verdadero romance.

Pero con el paso del tiempo se encumbró don Álvaro, llegando a ser condestable de Juan II. Inmerso en sus nuevas responsabilidades, y cegado por el orgullo, abandonó a Marta, que ya hacía varios meses que esperaba su primer hijo y quedó con el único consuelo que le proporcionaba su anciano padre y el hijo que nació a los pocos meses.

Sin embargo la tranquilidad del hogar se volvió a ver de nuevo alterada un año después, cuando un grupo de enmascarados penetró en la residencia de Marta llevándose a su hijo y matando a su padre, que trató de impedir el rapto a toda costa. Nadie supo nunca donde fue a parar el inocente niño, quedando la madre hundida y sola en el mundo.

Varios años después celebraba el condestable en su castillo de Escalona un festín al que estaban invitados los monarcas, el arzobispo de Toledo y los nobles más importantes de Castilla. El opulento festejo era propio de cualquier rey, queriendo el de Luna de esta manera hacer ostentación de su poder. Incluso la propia reina se sentía incómoda en aquella magnificencia, muy superior a la del palacio real.

Castillo de Escalona. Imagen de Jim Anzalone
. Creative Commons.

En los arrabales de la población vivía una mendiga que tenía el don de leer el futuro, conjurar los espíritus y sanar enfermedades. No había un solo habitante que no hubiera acudido a ella en alguna ocasión para consultar sus inquietudes y aliviar sus males. Todos la conocían como “la hechicera”, y todos la respetaban. El mismo don Álvaro, que tenía el poder suficiente para apresarla o expulsarla de sus dominios, le permitió continuar ejerciendo sus dones.

Cierta noche, la misma que se había celebrado el festejo del que anteriormente hablamos, una mujer que desafiaba a la lluvia y el fuerte viento llegó hasta las murallas del castillo, y tras llamar a una puerta trasera se adentra en su interior. Todos los habitantes de la fortaleza se habían retirado a sus aposentos, agotados por la fiesta. Pero sin embargo don Álvaro no podía conciliar el sueño. En su mente se agolpaban mil recuerdos que le martirizaban y no le dejaban pegar ojo. De pronto se abrió la puerta de su cámara, y por ella entró una demacrada y miserable mujer que se situó junto al lecho. El condestable, paralizado al reconocer a la hechicera, no pudo reaccionar, tan sólo escuchó:

¡Devuélveme al hijo que me robaste!.

Y precipitadamente salió de la habitación. El condestable cayó desplomado y sin conocimiento al suelo, no volviéndolo a recobrar hasta el día siguiente.

Al amanecer se levantó como si no hubiera pasado nada, para asistir a una cacería que tenía prevista. En la explanada de la fortaleza se reunieron los participantes, entre los que se encontraban los reyes y un joven de veintidós años llamado Juan, hijo del condestable. Partiendo de dicho lugar se dirigieron a los montes cercanos, atravesando antes la población. Fue entonces cuando en una de sus calles apareció una mujer que gritaba con desesperación. Los reyes, extrañados, preguntaron a sus acompañantes de quién se trataba.

Es una pobre adivina –les respondieron-. Hace años que vive en el pueblo y muestra signos de locura.

La reina, compadecida, le indicó a la hechicera que se acercara, diciendo:

Me comentan que tienes el don de vaticinar el futuro. ¿Podrías hacer alguna predicción?.

Nada más sencillo –contestó la hechicera-. Vos liberaréis a Castilla de un monstruo que la devora desde hace treinta años.

Después, mirando al rey, continuó:

Vos moriréis de pesar por lo más sensato que hagáis en vuestra vida, que será decapitar al hombre más miserable del reino.

Finalmente, mirando al condestable, concluyó:

Y vos, miserable, moriréis en el cadalso como merecéis.

Tras concluir sus profecías huyó la hechicera, dejando a todos pensativos y preocupados.

Después se dirigieron al bosque, para continuar con su prevista jornada de caza. Allí, el hijo de don Álvaro, cayó de su caballo, circunstancia que fue aprovechada por la hechicera. Rápidamente corrió hasta llegar a su lado, desabrochándole el jubón en busca de alguna señal para tratar de reconocerle. Pero comprobando que no era su hijo le clavó una daga en el pecho.

Don Juan no murió por la herida de la hechicera, pero don Álvaro la hizo apresar para ejecutarla públicamente. Su cuerpo fue colgado durante varias horas de las almenas del castillo, para después cortar las cuerdas yendo el cuerpo de la anciana a estrellarse con las afiladas rocas del fondo del barranco. Así concluyó la vida de aquella mujer, a la que años atrás el ruin don Álvaro había arrebatado la felicidad, además de un hijo.

Sin embargo todas sus predicciones se cumplieron:

La reina fue la principal protagonista de la perdición del condestable, quien finalmente fue condenado a morir en el cadalso. Un año después el rey moriría, apesadumbrado por haber ejecutado al que durante años fue su favorito.

Sobre relato de Vicente García de Diego.Antología de leyendas de la literatura universal, Tomo I, página 208.

¿Quién eres?

El convento de San Clemente es uno de los más bellos, amplios y ricos de la ciudad de Toledo. Prácticamente desde su fundación, en época de Alfonso VI, le fue otorgado el apelativo de “Real”, contando con los privilegios de los monarcas castellanos que lo engrandecieron con sus donaciones. La protección real ha causado que se conozcan bastante bien todos los avatares del edificio, pero pocos conocen la interesante historia referida a continuación:

Corría el año 1502 cuando la abadesa del convento era doña Constanza Barroso, mujer de gran integridad y respetada por todos. Cierto día que se hallaba la religiosa paseando por el interior del convento fue sorprendida por la presencia de un pequeño niño, que sentado en las escaleras le miraba fijamente.

Patio interior del Convento de San Clemente

¿Quién eres? –preguntó sorprendida doña Constanza-.

¿Y quién eres tú? –replicó el pequeño-.

Yo soy Constanza de Jesús –respondió ella dulcemente-.

Pues entonces –concluyó el pequeño-, yo soy Jesús de Constanza.

 Y tras contestar estas palabras desapareció de su vista.

Quedó llorando y agradecida la religiosa, pues comprendió que el infante no era otro que el Niño Jesús. Acudieron presurosas las demás monjas al escuchar el llanto de su abadesa, y ésta, gozosa, les narra lo ocurrido. Rápidamente se propagó la noticia por la ciudad, asistiendo todos los vecinos a ver el lugar donde había tenido lugar tan maravilloso portento. Para sorpresa de todos pudieron comprobar que bajo las escaleras, en el lugar exacto donde se había aparecido el Niño Dios, quedó grabada una pequeña cruz. Huella que hoy en día todavía existe.

Siempre se dio por cierto tal milagro, como prueba el hecho de que el Papa Benedicto XIV, en 1741, concediera importantes gracias a todos los que subieran estas escaleras.

Sobre relato de Ángel Santos y Emilio Vaquero. Fantasía y realidad de Toledo, página 60

Beatriz de Silva

Hace unas pocas semanas tuve la fortuna de poder visitar el convento de la Concepción Francisca acompañado de un arqueólogo, amigo mío, que tenía el encargo de supervisar ciertas partes del edificio para acometer una futura restauración. Por tal motivo tuve la oportunidad irrepetible de recorrer a mi antojo todos y cada uno de los rincones del antiguo monasterio. Con sedienta curiosidad mis ojos devoraron los arcos árabes y mudéjares, el interior de la torre campanario, el claustro conventual, la capilla de Santa Catalina, la de San Jerónimo, el inaccesible coro… Pero lo que más captó mi atención fue una vieja inscripción en la que se podía leer:

‹‹Aquí yacen los restos de la benerable madre doña beatriz de silva, fundadora de la orden de nuestra señora, la purísima concepción. pasó de esta vida a la eterna, año de 1490.››

Embelesado en su lectura no me percaté de la presencia de una menuda monja, que sigilosamente había llegado tras de mí al observar mi curiosidad. Sobresaltado al girarme y encontrar la inesperada compañía no pude reprimir un leve respingo acompañado de un “¡uy!”.

Ave María Purísima –dijo la religiosa que ocultaba su rostro mirando al suelo-.

Sin pecado concebida –respondí algo desconcertado-.

Veo que tienes especial interés en esta lápida, y tal vez te gustaría conocer algo más sobre ella.

Por favor –contesté intentando mostrar una amplia sonrisa de satisfacción y agradecimiento-, se lo ruego.

La menuda religiosa, aparentemente de avanzada edad, se agarró a mi brazo y me invitó a acompañarla hasta el interior del coro, donde sentados en un destartalado banco podríamos tener larga conversación de forma algo más confortable. Apenas sentados, comenzó su historia:

La lápida que estabas observando pertenece a nuestra insigne fundadora, doña Beatriz, mujer de gran corazón y no menor belleza. Llegó a España, a mediados del siglo XV, en la Corte de Isabel de Portugal, que acudía a nuestro país para consumar matrimonio concertado con Juan II. En cualquier dama la belleza es un preciado tesoro, pero para la ejemplar doña Beatriz resultó una dura y pesada carga. Era innumerable la cantidad de caballeros que suspiraban por los encantos de la ejemplar dama, pero ninguno de ellos había conseguido su objetivo. La fama de doña Beatriz era tal que aseguran que el propio Juan II se había enamorado de ella. Tal supuesto enojó sobremanera a la portuguesa, doña Isabel, que poseída por los celos hizo encerrar a la inocente joven en un pequeño baúl hasta decidir que hacer con ella. Allí permaneció tres largos días, privada de alimento y bebida, sin que la cándida muchacha acertara a comprender el motivo de su castigo. Asegura la tradición que, durante el mismo, la desdichada niña recibió la visita de la Madre de Dios, que confortaba su sufrimiento y alentaba sus esperanzas de pronta liberación. Pasados los tres días la pobre niña fue liberada, y en agradecimiento a la Señora de los Cielos, y para evitar que ocurriera otra vez lo mismo, ingresa en el convento de Santo Domingo, donde permaneció durante más de treinta años. Durante todo este tiempo la religiosa llevó una vida tan ejemplar y entregada a los demás que alcanzó gran fama entre los habitantes de Toledo. Era frecuente ver cómo los toledanos acudían al convento para pedir consejo a Beatriz, o simplemente para disfrutar unos instantes de una compañía que infundía paz y serenidad. Pero sin duda, de entre todos los visitantes, destacaba una jovencita por su porte y linaje. Esta no era otra que la pequeña Isabel, hija de la reina del mismo nombre y de Juan II, que había oído hablar de las bondades de la hermana Beatriz, y pronto se acostumbró a visitarla frecuentemente, naciendo entre ambas una fuerte y verdadera unión de amistad y complicidad.

Habían pasado tres décadas y las dos jóvenes se habían convertido en dos mujeres con mayores responsabilidades. La hermana Beatriz ya no era una monja más, sino que se había convertido en la superiora del convento, mientras que Isabel había dejado de ser una joven princesa para convertirse en la reina conocida como “la Católica”. La bien llevada amistad entre ambas había facilitado la situación para que la religiosa pudiera contarle a la reina con toda confianza lo sucedido durante su encierro antes de ingresar en el convento, y cómo la Madre de Dios había aliviado su sufrimiento. La reina escucha el relato con interés y fascinación. Por ello, cuando la monja le pide ayuda para fundar una Orden dedicada a la Inmaculada Concepción, no duda en entregarle para la causa el edificio donde nos encontramos ahora, y que en tiempos pasados formaron parte de los célebres palacios de Galiana.

La narradora de los hechos calla unos instantes, lo suficiente para aclarar su seca garganta, y al poco continuó con el relato:

La Providencia quiso que la pobre Beatriz muriera un 18 de agosto del año 1490, siendo enterrados sus restos mortales en el convento de Santa Fe provisionalmente, hasta que poco después fueron trasladados bajo la lápida que con tanta curiosidad estabas observando. La fama de santidad de la estimada fundadora, y los milagrosos prodigios que se le atribuyeron tras su muerte, fueron recogidos por la Iglesia, que la beatificó en el año 1926, siendo canonizada cincuenta años después. Así es como me contaron la historia de la Santa, y así es como algún día tú también la contarás a quien lo precise.

Al finalizar su historia quedé en silencio, saboreando mentalmente la bella narración, hasta que la voz de mi amigo indicándome que había llegado la hora de marcharnos me sacó de mi letargo. Entonces me giré con la intención de agradecer a la religiosa la gentilidad de haberme contado el anterior relato, pero sorprendentemente me di cuenta de que me encontraba solo. ¿Acaso todo había sido fruto de mi imaginación?. ¿O tal vez la sigilosa narradora se había esfumado con la misma facilidad con la que había aparecido?. Perplejo y asustado salí precipitadamente de coro para situarme junto a mi amigo con intención de contarle lo sucedido. Pero pensándolo dos veces le sonreí diciéndole:

Vámonos, que por hoy ya he tenido bastantes emociones…

Las campanas de San Lucas y Santo Tomé

La historia que a continuación refiero ocurrió durante una tarde del año 1520, cuando el fragor de la guerra de las Comunidades se hallaba en uno de sus puntos álgidos. Un grupo de toledanos, contrario a la causa del emperador, se encontraba reunido en los claustros de la Catedral, debatiendo sobre los pormenores de la contienda. Un asunto era especialmente lamentado por estos tertulianos, y es que disponían de casi todo lo necesario: hombres abundantes, causa justa, valor y arrojo, armas… Pero en cambio no se disponía de cañones con los que poder controlar a la artillería del ejército de Carlos I. Estaban todos dándole mil vueltas al asunto, pensando la forma de subsanar esta carencia, cuando una voz ronca indicó que había llegado la hora de cerrar el templo, interrumpiendo bruscamente la reunión.

Esta se reanudó, ya en las sombras de la noche, en la plaza del Ayuntamiento. Los caudillos continuaron largo espacio de tiempo discutiendo y devanándose los sesos sin hallar solución a sus problemas. Estaban a punto de darse por vencidos y retirarse a sus respectivas moradas cuando apareció uno de esos heroicos toledanos, que dijo:

No os preocupéis, que pronto habrá cañones para combatir. ¡Seguidme!.

Sorprendidos y asombrados no dudaron los presentes en seguirle hasta la plaza de San Lucas, donde se concentraron a su alrededor en espera de una explicación. Al punto llegaron a la plaza varios sirvientes del guía, portando garfios y cuerdas, y dejándolas caer sobre el suelo quedaron aguardando nuevas instrucciones de su señor. Éste, tomando la palabra, dijo enérgicamente:

Iglesia de San Lucas

Ya que no hay cañones, debemos procurárnoslos nosotros mismos. Además, contamos con la ayuda del Cielo.

A una orden suya los sirvientes subieron a la torre de la iglesia mozárabe, y una vez allí descolgaron la campana principal con las cuerdas llevadas al efecto. Hecho esto se desplazaron todos hasta la plaza de Santo Tomé, donde se volvió a repetir la misma operación.

Tomadas las campanas se entregaron a un herrero del bando comunero, que aguardaba prevenido para convertir las campanas en poderosas armas de guerra. Fundido el metal, y adoptada su nueva forma, se convirtió en poderosas armas que se ubicaron en el palacio de Padilla, general de la sublevación, que se encontraba situado tras el convento de San Clemente.

Por necesidad estratégica los cañones fueron reclamados en el frente de diferentes poblaciones, siendo perdida su pista y no siendo recuperada hasta la fecha.

Sobre relato de Juan Moraleda y Esteban.Tradiciones de Toledo, página 20.

Predicción cumplida

Cuando ya estaban instalados los hermanos franciscanos en su nuevo monasterio se presentó ante el padre prior un varón llamado Gonzalo, de unos cuarenta abriles, manifestándole sus deseos de abandonar el mundo terrenal para ingresar en la Orden. La humildad que demostraba en su porte era un claro síntoma de las virtudes interiores que poseía, mientras que su prudente conversación reflejaba su erudición y su vasta experiencia.

Leyó el prior el corazón de Gonzalo como en un libro abierto, y con sumo gusto le abrió la puerta del convento, facilitándole el humilde hábito que en época pasada vistiera San Francisco, su fundador. Era el primer novicio que ingresaba en el nuevo monasterio, y los frailes le recibieron con la misma alegría y cariño que un matrimonio recibe a su primer hijo.

Cumplió Gonzalo todas las expectativas, y en el año de prueba que supone el noviciado pasó notablemente todas las pruebas a las que fue sometido para demostrar su vocación. Y pasado dicho período se convirtió en un hermano más.

A partir de ahí se ejercitó en todo tipo de penitencias y mortificaciones, demostrando tanta austeridad como el fundador. Pero Gonzalo comenzaba a sentirse incómodo por la continua presencia de numerosos viajeros que llegados de los más variados lugares acudían a conocer el afamado edificio de San Juan de los Reyes. Por eso pidió autorización a sus superiores para retirarse al paraje del Castañar, sito en los Montes de Toledo, para poder meditar lejos del mundanal ruido. Y así, con el permiso concedido, se retiró a aquel apartado lugar, donde construyó una pequeña choza que fue su único refugio. Allí pasaba largas horas, entregado a la vida contemplativa y complacido por no saber nada del mundo terrenal. Su único alimento era el que él podía procurarse, principalmente agua y plantas silvestres.

Sin embargo, de vez en cuando, se veía obligado a realizar algunas visitas a los pueblos cercanos por la ley de la obediencia. Eran los únicos momentos en que con dolor abandonaba su soledad para ir pidiendo limosna de puerta en puerta, labor que por lo visto no se le daba demasiado bien. Sucedió que en una de estas visitas, en el pueblo de Ajofrín, conoció a otro franciscano, llamado Pedro Sánchez. Tan austero como nuestro Francisco, y de agradable conversación, no tardaron ambos religiosos en entablar amistad, y a punto de expirar el día decidieron pernoctar los dos juntos en un sembrado situado a cierta distancia de las primeras casas del pueblo. Con la severidad que les caracterizaba, y agotados del esfuerzo de una dura jornada, no tardaron en quedar dormidos sobre la áspera arena del suelo.

No había asomado el primer rayo de sol cuando Gonzalo abrió los ojos sobresaltado por los gritos de su compañero que, incorporándose repentinamente sobre el improvisado lecho, le dijo:

Padre, he soñado que usted era cardenal arzobispo de Toledo, y como a tal yo le debía obediencia. Ruego a Dios que algún día pueda cumplirse este sueño, que me ha parecido inspirado por Él.

Calle padre y duerma otro rato, que no debe desperdiciar su descanso con sueños vanos –contestó Gonzalo a la vez que se levantaba.

Después se arrodilló, y fijando sus ojos en el todavía oscuro cielo comenzó sus rezos dando gracias a Dios por el nuevo día. Mientras, el más inocente de los frailes, se volvió a echar sin atreverse a replicar a su compañero, que no aceptaba de buen grado los halagos y alabanzas.

Habían pasado varios años y ya nadie se acordaba de los sueños de Pedro, de quien no se volvió a saber. Sin embargo Gonzalo se había convertido en provincial de la Orden. Sorprendentemente le llegó un mensaje desde la Corte, que se hallaba en Madrid, solicitando su inmediata presencia ante su majestad la reina. Raudo acudió el franciscano a presencia real, y llegado ante doña Isabel hizo una reverencia. Ésta, entregándole un pliego cerrado, dijo:

Su Santidad, el Papa Alejandro VI, envió esta misiva con la orden expresa de que la leáis en mi presencia.

La tomó el sorprendido fraile, y echando un vistazo por la cubierta pudo leer las palabras:

‹‹Al Venerable fraile franciscano Gonzalo, arzobispo electo de Toledo… ››

¡No puede ser!. ¡Esto debe tratarse de algún grave error! –dijo el franciscano arrojando la misiva sin abrirla sobre la falda de la reina Católica y abandonando la cámara sin pedir la acostumbrada licencia.

Todos los testigos quedaron absortos, pues doña Isabel era mujer digna de ser respetada, y el franciscano era un súbdito altamente respetuoso. Pero seis meses después se recibían nuevas noticias del pontífice, en las que reprendía la actitud del fraile y le exigía aceptar la mitra toledana, por convenir al interés de la Iglesia. Así pues no tuvo más remedio que someterse el franciscano, que el día 26 ocupó la cátedra primada, siendo uno de los más ilustres prelados que han pasado por la diócesis don Francisco Jiménez de Cisneros; el solitario del Castañar.

Sobre relato de Juan García CriadoA orillas del Tajo, página 195.

Isaac el Judío

Cuando Cristóbal Colón acudió a la reina Isabel para solicitar su ayuda en la quimera descubridora que iba a emprender desea ésta ayudarle, aunque para esta empresa es necesaria gran cantidad de dinero, y las arcas reales están vacías a causa de los enormes costos que generaba la guerra contra los musulmanes granadinos. Pero la reina Isabel no es mujer que se deje doblegar fácilmente por los obstáculos, y rápidamente piensa el modo para financiar tan importante aventura. Decidida da una orden secreta, y envía a Toledo un emisario para reunirse con el israelita Isaac.

Vivía este judío al pie del cerro de la Virgen de Gracia, en la travesía del Arquillo, y aseguraban sus contemporáneos que sus riquezas eran superiores a las de cualquier magnate por poderoso y acaudalado que fuera.

Travesía del Arquillo

Dos días después de la visita de Colón a la reina Isabel, llegaba a casa de Isaac el emisario real.

¿A qué debo el honor de que venga a visitarme un mensajero de tan importante señora? –preguntó el israelita cuando vio entrar por su puerta al enviado de la reina-.

Asuntos de negocios que es conveniente que mantengáis en secreto –respondió el emisario-.

Sabéis perfectamente que la discreción es mi principal virtud. Ahora decidme, ¿qué negocios son esos de los que habláis?.

Al instante el hombre enviado por la reina Isabel se acercó a una mesa y extendió sobre ella gran cantidad de joyas y piedras preciosas.

Son las joyas más preciadas de la corona –dijo-. La reina necesita dinero, y lo necesita ahora. Los altos costos de la guerra contra los moros han ocasionado que no haya dinero en las arcas reales que es requerido urgentemente. Tengo orden de su majestad de regresar con una importante suma de dinero a cambio de estas joyas…

A los pocos minutos partió el emisario de la reina llevándole gran cantidad de dinero que Isaac el judío le había entregado a cambio de las joyas, colaborando de esta forma al futuro descubrimiento del nuevo continente.

Sobre relato de Pablo Gamarra. Aguafuertes toledanos, página 47.

El Cristo de las Aguas

Bajo el título de la Santa Vera Cruz, y fundada por Rodrigo Díaz de Vivar el Cid, nació en 1085 una congregación religiosa un tanto peculiar. Fue la primera que se conoce con este nombre, y a ella han pertenecido a lo largo de toda su historia los más leales y cristianos caballeros de Castilla.

Pero si hay algo que ha contribuido a su enaltecimiento es el famoso suceso relacionado con esta congregación ocurrido en el siglo XVI.

Fue aproximadamente a mediados de la decimosexta centuria. En aquella época existía cerca del puente de Alcántara, junto al Artificio de Juanelo, una presa que encauzaba la corriente del Tajo. Habitualmente acudían a aquella presa numerosos toledanos con el fin de pescar, o incluso rebuscar ínfimas cantidades de oro entre las arenas de la orilla.

Fotografía del Cristo de las Aguas en la Iglesia de la Magdalena conservada en el Archivo Municipal de Toledo. Autor Abelardo Linares.

Ocurrió que un día, habiendo mucha gente como de costumbre, quedaron sorprendidos al ver en el río, junto a la presa, una rudimentaria y enorme caja de madera que flotaba en el agua. Y el asombro crecía cuando los testigos al intentar acercarse para coger dicha caja no podían hacerlo, ya que ésta se alejaba a la orilla opuesta como empujada por fuerzas desconocidas.

Asombrados se encaminaron apresuradamente a la población para notificar la extraña noticia. Unos, dando crédito a lo referido, bajaban para observar por sus propios ojos. Otros, considerando el hecho falso u obra de Satanás, prefirieron no acercarse a la presa.

No tardó en llegar la noticia a las autoridades civiles y religiosas, quienes en solemne comitiva bajaron al río para interrogar a aquella arca flotante en nombre de Dios, como se solía hacer en el supersticioso siglo XVI con todo lo desconocido.

Cada congregación fue haciendo el interrogatorio en turno según su dignidad e importancia, pero el resultado era infructuoso.

Continuó estéril aquel interrogatorio hasta que llegó el turno a la congregación de la Santa Vera Cruz, momento en el cual la caja se acercó a la orilla por sí misma dirigiéndose hacia los Padres Carmelitas.

Entonces se arrojaron varios nadadores al agua, pudiendo capturarla y traerla a la orilla. Todos los que observaban sentían palpitar violentamente sus agitados corazones por la emoción y la intriga.

La incertidumbre se acrecentó cuando un Padre Carmelita abrió la caja y extrajo de ella un rótulo que decía:

‹‹Voy destinada para la Santa Vera Cruz de Toledo.››

Al instante hundió sus manos en el interior del arca y las volvió a sacar sosteniendo un crucifijo no muy grande, con un Crucificado moreno y de larga melena.

Embargado por la emoción, y entre gritos de júbilo y lágrimas de emoción, el pueblo de Toledo y sus autoridades improvisaron una procesión para conducir la nueva imagen a la Sala del Carmen Calzado, según el deseo de los Padres Carmelitas. Allí permaneció largo tiempo hasta que fue trasladada a la parroquia de Santa María Magdalena, donde se conservó durante bastantes años.

Desde que se venera, y en recuerdo a la peculiar forma en que fue encontrada, se ha conocido a aquella imagen como la del “Cristo de las Aguas”.

Siempre que se ha hecho necesaria la aparición de la lluvia por largas sequías se ha sacado la imagen por la ciudad en solemne procesión, y no se ha hecho esperar la aparición de aliviadoras nubes, circunstancia que también ha contribuido a la nomenclatura de tan peculiar y milagrosa figura.

Sobre relato de Juan Moraleda y EstebanTradiciones de Toledo, página 27.

El Misterio de un Sepulcro

En romántica época existía en Toledo un gran y pobre caserón en el que tenían su morada tres antiguos hijos de la patria, tres esforzados caballeros que supieron añadir nuevas glorias al abolengo de sus antepasados. Juntos descansaban los tres de sus históricos triunfos, y juntos moraban en la ciudad de los concilios.

Allí, en torno a una vieja chimenea, se reunían los caballeros cuando la meteorología les impedía salir al exterior para recordar aquellos gloriosos tiempos, cuando sus ahora débiles brazos eran el principal pilar sobre el que se sostenía el reino.

Pero nuestros tres protagonistas no eran plenamente felices aún recordando tiempos mejores. A su lado faltaba Pere-Guillén, aquel viejo amigo y compañero perdido años atrás por una de esas terribles enfermedades que el cruel destino depara a quien menos lo espera. ¡Cómo le echaban de menos sus compañeros!.

Al amanecer, tres ilustres caballeros cruzaban la Puerta de Bisagra…

En el caserón reinaba un gran vacío, y es que la falta del querido compañero se dejaba notar en cada rincón y a cada momento. Por eso acudían todas las tardes a visitar la tumba de su amigo y mantener con él una conversación espiritual.

Pero una tarde de agosto los veteranos caballeros se mostraban preocupados. Algo que a ellos les resultaba extraño causaba esta inquietud. Desde hace algunos días alguien cubría la tumba de Pere-Guillén con flores. Como apenas eran conocidos en la ciudad a causa de su aislamiento debía ser algún allegado al difunto. Pero, ¿por qué ocultar su identidad?. Lo que más les intrigaba de todo este asunto era que el desconocido personaje aprovechaba la oscuridad de la noche para conservar su anonimato. Tan intrigados estaban que decidieron averiguar quién era aquel misterioso ser.

Por el día encargaron al sepulturero vigilar la tumba de su amigo, sin embargo no consiguieron el fruto apetecido. Por eso decidieron ser ellos mismos los que aclarasen el misterio, ya que no podía ser cosa de espíritus ni brujería, pues ninguno de ellos creía en fantasmas.

Convenidos con el sepulturero penetraron en el cementerio cuando comenzaba a reinar la oscuridad. Una vez dentro se ocultaron tras una enorme cruz de frío mármol, mientras el enterrador cerraba la vieja puerta de carcomida madera.

La muerte y el silencio llenaban el ambiente, y a ambos lados estatuas de piedra y ángeles de mármol parecían ser los únicos habitantes del camposanto. Un leve crujido se dejaba oír de vez en cuando, en tanto que el aire hacía rechinar los apagados farolillos y producía remolinos de hojarasca. Los tres caballeros permanecían enmudecidos, quizás con algún temor. Y éste no era producto del miedo al lugar donde se hallaban, sino por aquella intensa y sobrenatural calma.

Las campanas sonaron doce veces y la misma pavorosa calma continuaba en el cementerio. Los tres amigos comenzaban ante tal situación a arrepentirse de su aventura cuando escucharon pasos que se aproximaban tras las blancas tapias del fosal. Al poco, alguien se detuvo ante la puerta, introdujo una llave en la cerradura e hizo girar los goznes chirriantes de la vieja puerta.

Los tres hidalgos, expectantes, seguían al recién llegado con su mirada.

A través de las rejas de la puerta, y con la amplia claridad que ofrecía la luna, pudieron distinguir la figura esbelta de una mujer enlutada que, echando un vistazo a su alrededor, se adentró lentamente como un espectro.

Un oscuro velo movido por el aire ocultaba su rostro sin permitir que se distinguiera su fisonomía, mientras que un bulto bajo su manto hacía indicar que ocultaba algo.

Una vez que llegó bajo el ciprés que cobijaba la sepultura de Pere-Guillén se detuvo la enlutada dama, comenzando a prorrumpir en los más dolorosos lamentos mientras se echaba sobre la losa. A continuación se incorporó, y abriendo su manto dejó caer sobre la tumba una enorme cantidad de coloridas y fragantes flores.

¡Vuelvo a verte, cariño mío! –decía entre sollozos-. No pasa un solo día en el que no dé gracias a Dios por haber unido nuestros destinos. Recibe estas flores que me recuerdan a aquellas muchas otras que me ofreciste en vida. Ellas son lo único que poseo y a ti te las entrego.

Los intrigados observadores se quedaron absortos ante aquel panorama. Habían quedado completamente desconcertados y no podían pronunciar palabra. Por fin, el más desenvuelto de ellos, dijo:

¿Qué os parece?.

Que el misterio ya no es tal –contestó otro-. He aquí una historia cuya protagonista ha resultado ser un antiguo amor de nuestro querido amigo.

Pues ya que hemos descubierto el misterio es nuestro deber, por respeto a la memoria de un viejo amigo, proteger y amparar a esta pobre desafortunada.

¿Y qué le diremos?.

Los tres amigos miraban lastimosamente a la dama, que continuaba llorando y maldiciendo arrodillada mientras miraba a las estrellas.

Entonces, el más caracterizado de los compañeros de Pere-Guillén, se acercó diplomáticamente hasta la mujer. Ésta, que estaba sumida en su triste pesar, ni siquiera había oído los pasos. El noble caballero, llegando tras ella, la tocó levemente en un hombro. La enlutada giró la cabeza, y al verle gritó abrazándole con fuerza:

¡Amor mío! –decía-. ¡Estás vivo!. ¡Dios mío, no puede ser!. ¡Dios mío!.

Y cayó después la pobre mujer sobre la fría losa, que recibió su cuerpo con estrepitoso ruido. La pobre desdichada había fallecido a causa de la impresión.

Al amanecer el sol volvió a asomar por el horizonte. El trino de los pájaros y el murmullo del río daban la bienvenida al nuevo día.

En ese momento tres ilustres caballeros, en cuyo rostro se reflejaba el insomnio de una larga noche, cruzaban la puerta de Bisagra y preguntaban a los guardias por el alcaide, con la noble y presurosa intención de esclarecer y dar a conocer aquel drama.

Sobre relato de Leopoldo Aguilar de Mera. Revista Toledo

Unos zapatos bien pagados

Alrededor del año 1551 habitaba en la calle de Martín Gamero, por entonces llamada Ópera Prima, un maestro zapatero junto a su esposa y sus dos adolescentes hijas, que eran el regocijo del honrado artesano y de todos cuantos acudían a su humilde establecimiento.

Por eso el objetivo principal del zapatero era poder dar a sus hijas una educación digna, pero por su condición económica no podía permitírselo, y tal circunstancia ocasionaba gran pesar en el preocupado padre.

Estaba dándole vueltas a este tema en su cabeza cuando entró en su zapatería un joven estudiante desaliñado, llamado Juan Martínez, que le dijo con descaro:

Fachada del Colegio de Doncellas

Buenos días, maestro zapatero. Mirad los zapatos tan viejos que llevo. ¿Os parecen adecuados para ser los únicos que tengo?.

La verdad es que están bastante mal –contestó el zapatero-. Están tan gastados que lo mismo os daría ir descalzo.

Pues tomadme medidas y hacedme unos nuevos lo antes posible.

El artesano, amablemente, le indicó que tomara asiento mientras le tomaba medidas.

¿Cuándo podré venir a por ellos? –preguntó el joven-.

Dentro de un par de días.

Así lo haré.

El artesano se afanó los dos días siguientes en la fabricación de los zapatos, teniéndolos acabados en el plazo fijado. Cuando el joven volvió a por ellos se los probó, vio que quedaban perfectamente adaptados a sus pies, y dijo al zapatero.

Maestro zapatero, habéis hecho un gran trabajo, pero ahora ando escaso de dinero y no puedo pagarlos. Os ruego que me permitáis hacerlo cuando llegue a ser arzobispo de Toledo.

El zapatero, atónito, quedó en silencio un instante sin saber que contestar. Luego, con una sonrisa dibujada en los labios, le dijo al joven:

Largo es el plazo, pero no os preocupéis, que no sólo con monedas se hace caridad. Llevaos tranquilamente el calzado que os lo regalo, y no dudéis en volver a mí si algún día lo necesitáis de nuevo.

El joven cliente que con tanto descaro había entrado en el establecimiento, mostró su agradecimiento y reiteró su promesa.

Pasaron varios años de aquello y el zapatero a causa de su edad ya no trabajaba, viviendo pobremente. Con él seguían viviendo su mujer y sus dos hijas, que ahora se habían convertido en dos bellas jovencitas.

Lloraba el hombre desconsolado lamentándose de su destino cuando se presentó ante él su mujer, acompañada de un canónigo que poco antes había llamado a su puerta.

¿Qué puedo hacer por vos? –preguntó extrañado el anciano zapatero al canónigo-.

Me envía el arzobispo Silíceo con orden de que me acompañéis a su presencia.

¿Y qué puede querer su ilustrísima de un pobre anciano como yo? –preguntó tembloroso-.

No lo sé. Tengo la orden que os he dicho, pero no sé nada más.

Y con paso lento, lo más ágil que le permitían sus años, acompañó el zapatero al canónigo hasta el palacio arzobispal

Una vez en presencia del arzobispo el pobre zapatero inclinó la cabeza, avergonzado por su humilde posición, y comenzó a temblar. El obispo, dándose cuenta del temor del humilde obrero, comenzó a hablarle con bondad:

Querido maestro, permitidme que os dé un abrazo con mi agradecimiento, y después saldaré una deuda que tengo con vos desde hace mucho tiempo.

Absorto por el trato recibido no acertaba el pobre anciano a comprender lo que le ocurría.

Cuando yo era un joven estudiante –explicó el arzobispo- prometí pagaros cuando fuera arzobispo de Toledo un par de zapatos que me regalasteis. Y a pesar de que me los regalasteis con cristiana generosidad, quiero recompensaros. Nunca he visto a nadie más generoso y honrado que vos.

Y diciendo esto le entregó una bolsa que tenía preparada, diciendo:

Ahí van cincuenta onzas de oro, el precio de los zapatos. Ahora me gustaría que vos me pidierais una gracia, y si está dentro de mi poder os aseguro que ya la tenéis concedida.

Señor –comenzó a hablar el zapatero emocionado-, me parece que lo que está ocurriendo es obra de un santo. La cantidad que su ilustrísima me entrega es exageradamente superior al valor de aquellos zapatos. Os lo agradezco, pues con ello podré vivir holgadamente lo que me resta de vida. Sólo deseo que mis dos hijas no queden abandonadas cuando yo muera.

Vuestros deseos se cumplirán, no os preocupéis.

¡Que Dios os bendiga, señor! –exclamó el zapatero rompiendo a llorar por la alegría-.

Al poco tiempo el arzobispo cumplió su palabra. Ordenó construir el célebre Colegio de Doncellas Nobles, destinado a la educación de futuras madres de familia, siendo las dos hijas del zapatero sus dos primeras colegialas.

Sobre relato de Juan Moraleda y Esteban. (“El premio de unos zapatos”). Tradiciones de Toledo, página 187.