Zoraida
Naguib era un anciano y valiente guerrero musulmán que había destacado durante los años que duró el asedio cristiano previo a la reconquista de Toledo. Eran innumerables las ocasiones en que los cristianos habían intentado rebasar la muralla y hacerse con la ansiada ciudad. Pero los sarracenos, perfectamente dirigidos por Naguib, habían repelido sucesivamente los ataques cristianos.
Los desesperados sitiadores, al ver frustrados sus continuos ataques, optaron por otra alternativa. Aprovechando la oscuridad de la noche un grupo de soldados burló la vigilancia de la muralla y logró introducirse en el castillo del anciano guerrero. Una vez allí capturaron a Zoraida, su joven hija, y a cinco de los mejores oficiales musulmanes, llevándoles consigo a su campamento.
Cuando amaneció la noticia se extendió por Tolaitola como reguero de pólvora. El monarca cristiano Alfonso afirmaba haber capturado a seis importantes prisioneros y exigía la inmediata entrega de la ciudad. Si no se cumplía esta exigencia se ejecutaría un prisionero por cada día transcurrido.
Mientras los árabes toledanos se lamentaban de tan calamitosa situación, por los montes del norte se aproximaba un encorajinado joven que espoleaba nervioso a su corcel. Era Hamid, el impulsivo amante de Zoraida, quien días atrás había abandonado la ciudad para solicitar ayuda a otras taifas. La noticia del rapto de su amada le había sorprendido en tierras lejanas, pero cuando tuvo conocimiento de ello no dudó un instante y encaminó sus rápidos pasos al lugar en donde había dejado a la joven mora.
Al llegar nuestro jinete al puente de Alcántara tuvo que interrumpir bruscamente su galope, pues un grupo de cristianos armados le salió al paso.
–¡Alto ahí!. ¿Quién va? –preguntó enérgicamente el que parecía ser el jefe-.
–¡Cristiano –contestó Hamid-, no tratéis de detenerme, pues si lo hacéis venderé cara mi vida!.
–No creo que nos resulte difícil en demasía, pues somos veinte contra vos.
–No voy solo, pues la ira me acompaña.
–Y a nosotros nos acompaña el valor.
–Lo sé, pues vuestra fama os precede en el campo de batalla. Pero… ¡basta ya de palabras!.
El cristiano, sorprendido por la valentía del jinete, le preguntó:
–¿Por qué estáis tan empeñados en pasar?. Tolaitola pronto caerá en nuestras manos con todo aquel que se halle en su interior.
–Es probable –contestó Hamid-, pero la mujer que amo se encuentra en peligro. Y es mi obligación y deseo ponerla a salvo cuanto antes.
–Entonces, ¿es sólo amor lo que os trae hasta aquí?.
–Así es. Alá es testigo de que mi palabra es verdadera.
–Pues pasad y llevad a cabo vuestro propósito, pues no seré yo quien se interponga a un caballero que desea salvar a su amada.
–Os lo agradezco, cristiano. ¿Cuál es vuestro nombre?.
–Rodrigo Díaz de Vivar.
–Que Alá os proteja, Rodrigo.
Y espoleando Hamid a su caballo cruzó raudo el puente para perderse tras la puerta de la muralla.
Llevaba dos días Hamid en Tolaitola y ya había conseguido liberar con éxito a su amada Zoraida. Pero como la dicha no podía ser completa acudió nuestro bravo caballero hasta el campamento cristiano. Allí le recibió Rodrigo, aquel caballero que días atrás le permitió acceso a la ciudad. Rodrigo salió a su encuentro diciendo:
–¿Qué ocurre, traéis parlamento?.
–Cristiano, os suplico que me escuchéis. Hace dos días que vine hasta aquí para liberar a mi amada.
–Y lo lograsteis, ¿no es así?.
–Sí, pero nuestra posible felicidad se truncó al conocer que habíais apresado a su padre como represalia.
–Era preciso.
–Os suplico que dejéis libre al anciano y toméis a cambio mi cabeza.
–Me temo que no es posible, ya que es necesario que nuestro cautivo sea magnate.
–¿Y no aceptaríais otra condición?.
–Sólo una.
–¿Cuál?.
–Que cuando regreséis a Tolaitola facilitéis el paso de mi ejército a la ciudad.
–¡Nunca, cristiano!. ¡No soy un traidor!.
–¡Bravo!. Esperaba que me dierais esa respuesta. Como he visto la lealtad que atesoráis permitiré que vos y el padre de la mujer que amáis volváis libres a la plaza.
–¿Libres?. Cristiano, no os burléis.
–No lo hago. No puedo negarme a la petición de un caballero tan valiente y generoso como vos. Ya habrá tiempo de continuar la batalla en otro momento.
Y los dos caballeros se fundieron en un efusivo abrazo.
Miles de antorchas lucen en el castillo de Naguib, y las cítaras y atabales acompañan los alegres bailes. Hamid susurra al oído de Zoraida el amor que siente por ella, mientras un risueño anciano se recrea mientras les mira. Y lleno de gozo murmura:
–Puedo morir tranquilo, Alá. ¡Ya son felices!.