Cuenta Pablo Gamarra en sus “Aguafuertes toledanos” que en el callejón hoy conocido por “el del Vicario”, existió, hasta no hace muchos años, una hornacina con un lienzo en el que se representaba un Crucificado. La principal particularidad del retablo se hallaba en dos hoces existentes en la parte inferior, enfrentadas una contra otra. He aquí la historia de tan peculiar conjunto:
Dos hermanos, que eran modestos y honrados trabajadores, fueron a poner sus ojos en la misma mujer, y los dos le habían hecho propuesta de matrimonio prácticamente a la vez. Pero ella, vanidosa y egoísta, jugaba con los sentimientos de ambos hermanos sin decidirse por ninguno de ellos. Como la dama no daba solución decidieron los hermanos disputarse esta cuestión por las armas.
Al no haberse instruido en el ejercicio de las armas no conocían el manejo de la espada, pero sí utilizaban muy diestramente los instrumentos de su trabajo; las hoces. Y elegida el arma del combate acordaron fijar el lugar y la hora, que sería aquella misma noche, al toque de las doce campanadas, ante la imagen del Cristo que había junto a la puerta de su amada.
Iniciada la disputa se pudo comprobar pronto la gran destreza que ambos combatientes tenían en el manejo de las hoces, comenzando primero a hacerse ligeros y superficiales rasguños. Pero a medida que avanzaba la pelea se iban haciendo más profundos los cortes y sus ropas comenzaban a cubrirse con el llamativo color de la sangre.
Cuando más encarnizada era la lucha acertó a pasar junto a ellos un conocido, que les preguntó:
–¿Se puede saber qué es lo que estáis haciendo?. ¿Qué absurdo motivo ha podido provocar que dos buenos hermanos se enfrenten entre sí?.
–Te ruego que no te entrometas –dijo el mayor de los hermanos-, ya que nuestro problema es de amor y esta es la única manera de solucionarlo.
El intruso, sonriendo, dijo:
–¿Estáis seguros que es la única manera?. Es de dominio público el amor que ambos sentís por la misma mujer, y ya es hora de que sepáis la verdad. Esa mujer no puede ser para ninguno, ya que es judía conversa y hace meses que se ha comprometido con un hombre de su misma condición. Seguid si queréis con vuestra estúpida pelea, pero sólo os conducirá a la pérdida de un hermano sin ganar ningún amor a cambio.
Y entrando en razón los hermanos se dieron cuenta de lo absurdo de la discusión, marchándose a casa fundidos en un abrazo y dejando como ofrenda ante la imagen del Cristo aquellas hoces con las que habían protagonizado tan espantosa lucha.
A partir de entonces todos los enamorados de la ciudad que buscan consuelo de algún desengaño amoroso acuden ante la imagen del Cristo, que por aquello se ha llamado “de las Hoces”.
Eran muchos los que afirmaban que en la noche, cuando sonaban las doce campanadas, las hoces comenzaban a temblar, como si estuvieran dispuestas a finalizar por sí solas aquella pelea de amor.
Sobre relato de Pablo Gamarra. Aguafuertes toledanos, página 91.