Aunque desde antaño Toledo es conocida como la Ciudad Imperial no podemos omitir que fue el lugar donde se originó el movimiento comunero, y posiblemente la ciudad que más exaltadamente defendió sus reivindicaciones.
Corría el año 1521 y la inestabilidad se encontraba en el punto álgido. Los comuneros habían sido derrotados en Villalar por las tropas de Carlos I, mientras la ciudad seguía las incidencias con gran interés.
Pocos días después de aquel funesto acontecimiento para las Comunidades, gritos de alegría se mezclaban en la ciudad con los alegres tañidos de las campanas. Se acababa de conocer que desde Zamora venía el obispo don Antonio Acuña, posible candidato a ocupar el peligroso puesto de la cátedra toledana, y el pueblo le brindaría un gran recibimiento.
Pero este recibimiento no pudo darse, ya que el prelado, conociéndolo, prefirió entrar en Toledo aprovechando la discreción de la noche.
A la mañana siguiente dialogaban en Zocodover dos de los hombres más influyentes del bando de Padilla:
–¿Es cierto que ha llegado ya el obispo de Zamora?.
–Tan cierto como que estamos a las órdenes de Juan de Padilla.
–¿Y qué tenemos que ver nosotros con su llegada?. ¿Qué más nos da?.
–¿Es que no te das cuenta?. La silla arzobispal está vacante y no encontraremos mejor prelado que Acuña. Además, mientras dure la ausencia de Padilla se ha acordado que dirigirá nuestras fuerzas doña María Pacheco.
-Pero el cabildo no accederá al nombramiento de Acuña como obispo.
–¿Desde cuándo nos ha importado a nosotros la opinión del cabildo?.
–Tienes razón. Pero no creo que sea conveniente que lo hagamos nosotros, cuando no se han atrevido nuestros superiores.
–No seremos nosotros quienes lo hagamos, sino el pueblo.
–¿Y cómo piensas conseguirlo?.
–Muy fácil; un día que esté reunido el cabildo nos vamos a buscar al obispo de Zamora, incitamos al pueblo y los llevamos a la Catedral. Después lo sentamos en el sillón arzobispal y ya está hecho.
–¿Te has parado a pensar lo que dices?. Entrar violentamente en la Catedral, perturbar su paz… ¡Eso sería sacrilegio!.
–Escúchame. Yo también soy toledano y quiero a la Catedral tanto como tú. Todas sus celebraciones están relacionadas con los recuerdos más importantes de mi vida. Incluso mis padres están allí enterrados. ¿Crees que soy capaz de profanarla?. Si llevo a cabo mi causa es porque la considero bendecida por Dios, y creo que Acuña es digno de llevar el báculo de primado.
–No lo veo claro…
–No hay nada que dudar. Esta misma noche lo haremos.
-¡¿Hoy?!.
–¿Cuándo mejor?. Mientras cantan el miserere las tinieblas son dueñas del templo. ¿Estás conmigo?.
–Tengo que pensármelo.
–Pues vamos a tu casa y allí maduraremos el plan. Ya verás como te animas.
Y se perdieron los dos por las calles de la agitada ciudad.
Llegó la noche y nadie hubiera dicho que la ciudad estaba sin ley, preparada para soportar en cualquier momento una cruenta lucha fratricida. La calma era dueña de la noche, perturbada sólo de vez en cuando por el silbido del aire al cruzar los retorcidos y estrechos callejones.
Llegó la hora del miserere y comenzaban a reunirse los canónigos en el coro de la Catedral, iluminado únicamente por el tenue reflejo de las velas. Las tristes notas que entonaban los religiosos expresaban claramente el sentimiento de unos hombres que vivían unas horas de incertidumbre.
De repente la calma fue rota por un fuerte alboroto. En el exterior se escuchaban los gritos de la multitud armada que se acercaba al templo en son de guerra. Los canónigos se pusieron en pie extrañados del alboroto. No podía ser que los imperiales se presentaran por sorpresa. Tampoco que hubiera regresado Padilla. ¿Qué podía ser entonces aquel tumulto?.
Pronto se resolvió el enigma. Las puertas de la Catedral se abrieron violentamente, penetrando por ellas una exaltada multitud en el templo al grito de ¡comunidad!. El obispo Acuña era empujado por el gentío alborozado que le quería nombrar su prelado. Por eso habían sido a buscarle a su alojamiento, le habían obligado a que les acompañara, y ahora le querían sentar en la cátedra arzobispal.
Se levantaron atemorizados los canónigos, que confusos interrumpieron sus cánticos al ser alterados por el vocerío de la multitud que empujaba a Acuña hasta el asiento episcopal. Una vez allí le sentaron, y prorrumpieron en estruendosos gritos de júbilo y alegría.
Los asustados canónigos huyeron como pudieron, dejando interrumpido su canto del miserere, y sin atreverse a reprochar la violencia acción.
Los comuneros, después de conseguido su objetivo, devolvieron al ahora arzobispo de Toledo al alojamiento de donde le habían hecho salir…
Quedó solitario el templo, sin un solo resquicio de luz y sin nadie en su interior. Pero los que pasaron cerca de allí aseguraron que durante toda la noche se escuchó un murmullo dentro del templo, que no cesó hasta que llegaron los primeros rayos del alba.
Los años siguientes, al cumplirse el aniversario de aquel interrumpido miserere, los vecinos comentaban un hecho misterioso; del templo salían extraños murmullos sin que hubiera nadie en su interior.
Un osado curioso quiso descubrir un día cuál era su causa, y con este fin se escondió en un confesionario junto a la capilla de San Ildefonso, esperando allí hasta que el templo quedó solitario.
Agotado por la espera quedó dormido, hasta que espeluznantes sonidos le sacaron de su letargo. Absorto, se frotó los ojos creyendo que era un sueño lo que en ese momento estaba viendo. Una extraña procesión desfilaba ante él. Al frente iba un esqueleto vestido con hábitos arzobispales, mitra en la cabeza y báculo en su mano derecha. A su lado dos esqueletos más, que parecían dar muestras de un profundo pesar. Tras ellos un sinfín de esqueletos que caminaban con lento y vacilante paso.
Cuando pasaban por delante da cada capilla el obispo golpeaba el suelo con su báculo, y todos se arrodillaban musitando plegarias. Después se levantaban y continuaban con su macabra procesión.
Todas las estatuas de la Catedral se habían unido al desfile, acompañándolo con la mirada y moviendo sus pétreos labios a la par que los esqueletos.
Y es que Dios había perdonado a los comuneros y al obispo Acuña el sacrilegio perpetrado cuando entraron en su templo a interrumpir las oraciones del cabildo. Pero como penitencia les había impuesto salir cada año, después del miserere, a recorrer procesionalmente el templo catedralicio implorando perdón en cada capilla.
Cuando la procesión terminó, el curioso observador cayó desvanecido. Al día siguiente volvió en sí pidiendo confesión y recibir la comunión. Después narró lo que había visto, y murió sin que le diese tiempo a regresar a su casa…
Hace ya bastantes años que no se oye ruido alguno en el templo tras el canto de miserere. Sin duda Dios ha perdonado ya al obispo Acuña y a sus seguidores, y les ha eximido de su penitencia.
Sobre relato de Eugenio de Olavarría y Huarte. Tradiciones de Toledo, página 267.